La
Historia es la oportunidad de los espantos.
MIGUEL
DE UNAMUNO
Entre
los luchadores la cultura echa sus raíces.
DOMINGO
ALBERTO RANGEL BOURGOIN
Este
viaje durará más que mi vida. Por eso lo emprendo.
MANUEL
SCORZA
I
-“Ésa muchacha era la Mamá de
ustedes”.
Oír
la voz de Papá, en la medida en que voy manejando con la tranquilidad que
brinda un recorrido en automóvil muy parecido al de esas cuñas navideñas de
televisión que llegaron a ser mis favoritas porque mostraban en una autopista a
un hombre sonriente de lentes oscuros al volante de un prototipo japonés último
modelo, con una mujer sonriente de rostro pensativo a su lado que parece mirar
sólo la opulencia esperada al final de la autopista, tiene en mi vida sabor de
partida y no aroma de regreso. A Papá y a su historia íntima nunca regresé
porque jamás estuve allí. He tenido la sensación de haber salido, de haber
partido, nunca de haber regresado a ninguna parte de las incidencias que lo han
rodeado, las cuales he visto muy de lejos. Mis arribos tienen esa nostalgia de
haber dejado algo en algún sitio qué buscar, algo sin hacer. Es una sensación
parecida a andar huyendo; a ser perseguido por huellas que dejé regadas en
lugares ignotos; a ser reo de imágenes, no terminadas de borrar (de esconder)
porque son como manchones del alma que cada tanto se nos reflejan en los ojos.
Cumplí el sueño de haber salido del barrio donde me crie, para caer
directamente en la cuña de la televisión que ahora disfruto en la realidad,
aunque siempre saliendo por una puerta que no da a ninguna parte.
Ahora
salgo de mi mundo profesional amañado a la rutina de tener una agenda y saber
todo lo que voy a hacer desde la mañana a la tarde los trecientos sesenta y
cinco días del año. Como si tuviese mi vida (no asegurada sino…) cuadriculada a
los agujeritos de una tarjeta del antiguo kardex que hoy dirige la banca en
forma de multimillonésimos bytes, salgo de mi querida Texas, mi estado bendito,
mi patria desde que dejé a este país enloquecido por la política, para entrar
de nuevo en él como un desconocido, un descubridor, casi un turista y recordar,
sólo para recordar, y vaya con el recuerdo que es una plaga, una especie de
pegoste que nace con uno y por más que queramos arrancarlo de cuajo, se empeña
en estar ahí, enterrado en cables y bulbos cibernéticos productores de virus
infinito en el cerebro; ni con ácido, ni con una explosión de plutonio sale esa
cadena de sucesos que nos han pasado y es imposible quemarlos en las hogueras
del olvido. Uno cree que esas llamas lo han consumido todo pero es imposible;
el tiempo, ese cómplice de la memoria, no sólo los resucita, les da fuerza,
imagen, sustancia, personalidad, los echa a volar como el ave mitológica
referida siempre en libros y películas como lo eterno. Con esos recuerdos, la
posteridad nos abofetea cuando nos encuentra (nos agarra en la bajadita) porque
nos pertenecen, los produjimos y no marcharán de uno jamás; a veces nos
dormimos en el aquí gustoso, plácido,
morboso: -nido majestuoso de la costumbre, hasta que viene la cachetada de la
memoria y nos despierta para decirnos de dónde somos.
Mis
conocimientos de algebra y sus funciones me hicieron saber el por qué este
barrio sigue siendo igual. No necesité de la sociología para encontrar verdades
ocultas en las cornisas de la existencia o en las bóvedas de los andares. Las
probabilidades, las lógicas numéricas, una vez entran y las aprendemos, se
prendan de la cotidianidad y se explayan en todo lo que pensamos para explicar
el eterno retorno, lo que vuelve una vez se ha ido, lo que está signado para no
irse, para quedarse, a veces sin que nos demos cuenta. Sé que esto me persigue.
Despierto, me levanto, hago mis ejercicios y respiro aquel aire del Norte que
me he ganado en buena lid y entonces quiero suponer que es el aire originario;
imagino que se trata del sopor que me trajo al nacer con la placenta de mi
madre, aunque evocado en realidad se trate del iniciático que jamás se nos
olvida, como ese viejo malencarado de sombrero estrellado con listas azules,
que desde afiches nos incita a defender una libertad que venden en las bolsas
de valores del mundo, motivo por el cual lanzo flechas ideológicas a mi cabeza
con el fin de instaurar la idea de que siempre he sido el que nunca fui, pero
es imposible sacarse el verdadero olor del nicho que nos dio salida, el
auténtico, ése que nos recibió cuando llegamos de lo desconocido y luego nos
expulsó a cualquier lugar empegostados de experiencia porque nos desafía con la
vergüenza étnica. Aquí inventé mis primeros juegos. Estas callejuelas rugosas,
olorosas a pantano reseco y a cayenas estrujadas por el calor esperando la
muerte nocturna como renacimiento del amanecer, sirvieron para excursiones
infantiles que me ayudaron a descubrir nostalgias, tristezas, desarraigos
vinculados a lo que extrañamente hoy me mantiene en una distancia irreparable; olores
que buscamos sacar en las duchas de hoteles de lujo y cubrirlos con
perfumadas aguas de marca. Rostros éstos antiguos de tanto querer olvidarlos,
me parecen nuevos pero sé que tiene algo que decirme, que me conocen y me
acompañaron en aquellos años frágiles, ahora vistos desde el parabrisas,
cubiertos por un velo de experiencia que no deseo pasar por el tamiz del
reconocimiento; pasos ocultos por la distancia que han marcado los años, con
símbolos parecidos a los que usaban los inquisidores de la Edad Media, para
desahuciar a una familia aquejada por una epidemia o por la falta de renta o
por un castigo de Dios. Desaparecieron todos en el gotero que espantaba al
insomnio. Allí la nostalgia nunca estuvo en la composición química de la
soledad.
II
Encontré
a mi padre dormido en un chinchorro que colgaba inmóvil de su sueño inerte.
Miré por un buen rato aquel rostro apacible que había retenido idéntico en diez
años. Tal vez la fuerza de un presentimiento secreto lo trajo a mis ojos
absortos porque la sonrisa le brotó espontánea como un manantial inesperado,
mientras se incorporaba moviendo los párpados con sorpresa. Sin ayuda alzó su
pecho y me abrazó con un silencio que jamás volveré a sentir en la vida.
“Álvaro” –dijo mi nombre con claridad y cariño. Comprendí la primera indagación
que salió de su discreción con un murmurar bostezado: “¿Llegaste bien?”. Mi
asentimiento le impulsó a mirar en mi mirada esas honduras que todos tenemos
resguardadas sólo para los seres muy especiales. Recorrió mi existencia con un
poder extraño, atado a algo aún desconocido, oculto en las costumbres y
formalidades pasadas que no necesitaban palabras para sentirse. “¿Cómo
estás, viejo?” –le pregunté tratando de abrir el corazón. En eso, escuchamos
ruidos de autos que estacionaban cerca de la casa. Eran mis hermanas y la familia.
Tan
recatada y sutil que fue mi madre y las hijas le salieron tan escandalosas.
Desde adolescentes las confundían en el barrio aunque nunca han tenido un gran
parecido físico. El punto de comparación siempre ha sido Ninoska; desde niña
preocupada por todo el mundo, interesada en cada suceso puesto en su vista como
una película que no deja de ver y recordar con curiosidad, interés y
preocupación. Su solidaridad es infinita. Tardó en entrar a la casa porque se
detuvo para saber de algunos vecinos complacidos con su visita. Contempló a lo
lejos el cerro más poblado del barrio durante un instante que se hizo largo por
la fila de recuerdos que caminaron de su respiración a su alma en mis
suposiciones; suspiró y fue cuando volvió en sí misma para abrazar a quienes la
aguardábamos en casa. Me vio como si quisiese buscar en mi rostro al niño que
se quedó en sus juegos, al hermano mayor que le aprendió las primeras letras y
al que defendía de los espantos del bulling
en la escuela. “¿Cuándo llegaste? ¿Dónde te estás quedando?” –fueron las
palabras que venían acompañadas de su sonrisa franca, directa, llamativa, con
que alumbraba la amistad adonde quiera que llegaba, porque hacía sentir su
arribo con una contundencia de signo satisfecho. Era la directora de una
escuela de niños que la adoraban como al hada de sus sueños y era la
líder de esta familia.
Moderada,
de oculto y bello sonreír era Gisela, la mayor de las dos –con un habla
constante y sobrio- una contadora de chistes tan exquisita, que luego de
echarlos se quedaba muy seria, observando a la concurrencia morirse de la risa,
cuestión que causaba aún más gracia. Preparaba los sencillos argumentos como un
guión de radio y luego los hilvanaba con un lenguaje precioso, exacto –como si
la sensualidad de una corista nos atrapara- y allí, en ese racional parloteo
intelectual iba oculto el humor que saltaba en el momento final para despertar la
carcajada como premio. Profesora de cuanta cosa inteligente hubiera en el mundo
era esa hermana de hermosura deífica. Tuvo en su mocedad una tempestad de
pretendientes y admiradores que ahora es una llovizna nunca amainada. La abracé
como a la eterna muchacha dulce y a la vez firme, que llenaba mi adolescencia
con cuentos de sus sueños traviesos y que me hacía sentir como a ese amigo al
que se le tiene la confianza de un valioso cofre de secretos, de cerradura
fiel. Había casado con Giorgio, el hijo del italiano Ferri que hacía negocio
con restaurantes de pastas y salsas. Éramos amigos desde la adolescencia y
llegamos a hacer migas por el interés en las finanzas. A veces nos llamábamos
para consultarnos alguna inversión que nunca ha pasado de ser, en mi caso,
ilusiones que sólo sirven para nutrir conversaciones pasajeras antes de una
reunión de directorio. Giorgio hacía mucho dinero con agencias de viaje y casas
de cambio.
Hombre
para buena gente este Eulogio, quien encontró en mi hermana Ninoska a ese
ciclón que lo lleva de aquí para allá y de allá para acá, cumpliendo con
satisfacción su vocación de “todero”. Técnico en todas las artes y artista en
todas las técnicas, cuando no era buscado para solucionar cualquier acertijo
que planteara una licuadora detenida o un relex patinando o una punta de eje
sonando o algún corto circuito en cualquier nido de cables antiguo y baboso a
teipe negro echando chispas y humo, entonces él se ofrecía asomándose a los
problemas como el profeta de los desperfectos, cubriendo su mandíbula con la
mano, bajo la boca arqueada, con el rostro aguzado y pensativo (porque era un
experto escuchador del más mínimo ruido de cualquier aparato andando), y el
diagnóstico sonaba a cosa solucionada sin siquiera tocar el daño. Era, como uno
podría imaginar con facilidad, reparador de trastos de edad antiquísima y por
ende, coleccionista de cachivaches cuando no los reparaba. Nunca faltó una
abuela que le dijera: “Entonces llévesela si no tiene remedio. Tal vez le sirva
para repuesto.” Y se llevaba lo que fuera, a sabiendas de que la mayor parte
del aparato se quedaría enterrado en su taller, engrosando un montón de fierros
difíciles de distinguir, con los que se podría hacer un monstruo televisivo. Su
memoria era una taxonomía completa de repuestos de las diversas técnicas y
objetos de utilidad infinita que hubiera sobre la faz de la tierra, los cuales
ya tenía colocados en el lugar preciso de las ciudades del país en donde podía
comprarlos siempre a bajo costo, muy a pesar de la llamada “crisis”, porque
además, era un visitador consecuente (y un descubridor) de esos tugurios
grasientos que parecen tan resbaladizos, que uno bien pudiera sospechar la
caída y partidura de un hueso para ser enyesado en un hospital. Allí Eulogio
regateaba precios a esa especie de doctores Frankenstein, de batas renegridas
por llevar tanta grasa y aceites quemados en su historia, que escuchan
detenidamente ofertas y demandas con el rostro bajo, como si siempre anduvieran
buscando algún tornillo o arandela o tuerca en el piso. El mundo de Eulogio era
amado por mi hermana, quien no escatimaba esfuerzo en recomendarlo en cualquier
comunidad adonde hubiera un cable sin enganche, una cabilla sin punto de
soldadura o el motor o caja de transmisión del automóvil de algún pana que no
tuviera mucha plata para solucionar un bote de aceite o una tembladera rara en
la carrocería. Gisela, quien también le rendía devoción porque, entre otras
cosas, le tenía el carro como pavo viejo,
solía decir con ciertas gotitas de sarcasmo: “El único defecto que tiene mi
cuñado es ser chavista”.
La
política había hecho de Papá un hombre silencioso aunque jamás silenciado. Se
acostumbró a hablar lo necesario con precisión y sustancia. Insigne oidor de la
gente, discutía con prestancia desde cuando adversó al general Pérez Jiménez,
hasta el momento en que se batió contra los adecos como una fiera ofendida que,
por causa de la represión política, lo volvió cerrado y sigiloso. Verlo ahora
me permite constatar que su vejez lo silencia; tiene el poder de acallarlo
porque las nuevas generaciones se apropian de la palabra, la cazan, la atrapan,
la interpretan a su manera, hacen uso de sus formas y sentidos y finalmente la utilizan
para silenciar a quienes se encuentran en situación de espera. Esperar como
esperaba Papá, guarda las palabras, las encapsula, las engatilla en el
disparador oxidado de una escopeta postergada que termina haciendo explosiones
a destiempo si no se usa. En una familia tan parlanchina como la nuestra, su voz
apenas circulaba entre los vaivenes de las primeras discusiones que se
ventilaron en la víspera. Las hijas lo adivinaban, los nueros lo intuían, los
nietos lo ignoraban, yo lo desconocía. “Seguramente Papá va a querer un vaso de
agua. Anda, llévaselo.” –decía cualquiera de las hijas al vuelo de las nietas,
con sólo reparar adormilamiento en el rostro pasivo. “Cayetano mira la política
de hoy con el ojo de la experiencia”, decía cualquiera de los yernos al otro,
como queriendo suponer lo que pensaba. En el fondo sólo parece que le temíamos.
Así como el agua que guarda la historia del universo, su silencio guarda la
historia de nuestra familia y cualquier irrupción suya podía romper los diques
de los distanciamientos y los secretos. Era la primera vez en once años de
muerta Mamá, que mis oídos disfrutaban de esta fabulosa algarabía pintada con
los colores de la alegría y la bondad, aunque aplastaba el trinar de Papá, más
cuando se presentó la discusión de aquel día, con su dialéctica guardada como
una hojilla afilada; una visitante incómoda: esperada pero no deseada.
Tamanaco
entró al recibidor con la velocidad de sus tres años gritando: “¡Viva Chávez!” con
eléctrico chillido, y detrás Anacaona de cuatro respondía: “¡Viva Maduro!”
prendiendo un candelero que sólo un soplido de opinión política hubiera
alebrestado. “Ay de mis sobrinos adoctrinados” –se quejó Gisela con una pose de
irónica conmiseración al mirarlos- “Menos mal que Miguel Ángel no será
adoctrinado”. Josefa recogió del piso a Tamanaco como si fuese a hacer una
jugada de double play: “Mi niñito nació chavista, Tía. No ha necesitado que
nadie lo adoctrine. Nació en la época del Comandante”. Su risa se apagó con los
besos que daba al niño en la mejilla. “¿Pero no te parecen muy pequeños para
que anden dando vítores a dos políticos?” –preguntó Gisela con la rigidez
habitual de su cariño- “Yo preferiría que nombraran a Tío Conejo y a Tío Tigre.
A mi edad me enseñaron a Panchito Mandefuá, la Caperucita Roja, Blanca Nieves y
los siete enanos”. “¿Tú crees en Jesucristo, Tía?” –interrogó Josefa; “Sí. Creo
en Jesús. Fui bautizada por motivación de tu abuela que era católica de
tradición aunque tu abuelo siempre ha sido ateo”. “¿Y desde cuándo andas dando
vítores a Jesús?”. “Desde que me conozco adoro a Jesús pero es muy distinto,
Josefa, porque Jesús era un santo”. “¡No me digas que Jesús no era un político,
Tía! Si por esto fue que lo mataron.” –exclamó sorprendida la sobrina con
jactancia. “La política es distinta a la religión: -volvió a decir Gisela.” A Dios lo que es de Dios y al César lo que
es del César, dice la Biblia. Hoy se ha tergiversado mucho el sentido de la
religión. Se cree mucho en que cualquiera puede ser un Dios”. Josefa bajó a Tamanaco lentamente al piso, quien echó a correr tras Anacaona que escuchaba la
conversación paralizada por la inocencia. “Mira Tía, Chávez nunca ha sido un
Dios, siempre fue un ser de carne y hueso. Yo creo que eso le pasó a Jesús
porque siempre fue un hombre de carne y hueso que sus enemigos convertieron en
santo. Y creo que tú has venerado desde niña al Jesús de carne y hueso, no al
santo. ¿Por qué no han de hacerlo nuestros hijos con ese Chávez de carne y
hueso que hizo tanto bien a su pueblo?”. Miraba a lo lejos en su espíritu
expandido, mi hermana Gisela, cuando dijo como para sí misma: “Jesús siempre
fue un santo, aunque fuera de carne y hueso”.
Avocados
a preparar la cena de año nuevo, el intercambio escuchado se expandió como un
vapor ansiado por todos. “Chávez fue un gran político” dijo Eulogio, como
hablando solo, mientras echaba una mirada al equipo de sonido que dormía desde
hace un año entre varias poltronas acomodadas en un rincón que alguna vez fue
sitio de llamada íntima. “Fue un tipo interesante pero yo creo que cometió
muchos errores” -dijo Giorgio saliendo de la cocina con una cerveza en la mano.
“Eso de hacerle la guerra a los Estados Unidos fue un error garrafal. Provocar
a la mayor potencia del mundo… ”. Mientras extendía el guiso sobre las hojas de
hallacas, Manuela lo atajó queriendo detener ese pisa y corre: “¡Qué va Tío!
Esa potencia ha querido agredir a nuestro país. Son ellos los enemigos del
mundo. Acaso no ves cómo han invadido países buscando armas que no existían,
sólo por hacerse del petróleo que es lo único que les interesa”. Ninoska le
echó un guiño de ojo a la hija desde la puerta del baño donde pasaba una
coleteada cantando "out". “Esa investigación aún no está concluida” –dijo Giorgio
buscando apoyo en mí con la mirada. Yo asentí con un leve movimiento de cabeza.
“Pero no nos han podido invadir.” –volvió a decir Eulogio, con unos cables de
corneta entre dientes, mientras pelaba otro con una cuchilla envuelta en un
trapo descolorido. “Eso es Papá” –salió diciendo la que faltaba. “No nos han
podido invadir por el trabajo impecable realizado por el equipo de política
exterior que hemos tenido. Las respuestas han sido precisas, honestas y dignas.
Esos grupos creados para cercarnos y agredirnos han fracasado. Ya ni se habla
de ellos. El monigote que autonombraron se agotó en su propia miseria. Sus
acompañantes mostraron su verdadera faz. Mientras tanto nuestro gobierno ha
hecho lo que ha tenido qué hacer, administrar con eficiencia la resistencia
contra esta guerra, buscando favorecer al pueblo”. “Pero este año la gente se
la ha visto muy dura… ” –dije buscando apoyar al cuñado pero Jacinta volvió a
ripostar: “Es la consecuencia de la guerra y es la resistencia popular a esa
guerra que nos quiere aniquilar. Es el esfuerzo que hacemos por ganar una
Patria que estuvo cuarenta años perdida. Esto es una guerra contra el pueblo y
nos corresponde a todos y a todas resistir para ganarla y dejársela a las
generaciones futuras como decía el Comandante. No estamos pidiendo que alguien
de afuera nos venga a socorrer; ésa es una idea burguesa que ya fue derrotada:
¿Recuerdan el SOS? ¿Aquella chatarra ideológica que fracasó y que ya no les
produce plata? Hemos tenido la fortuna de la solidaridad de los pueblos y eso
es un tesoro, pero es a nosotros y nosotras, en esta patria de Bolívar, a
quienes nos toca resistir y vencer”.
Una
montaña de pelo tornasolado caía sobre sus hombros ensortijándose en las
miradas ávidas de saber cómo eran esas enredaderas en la raíz perfumada con
aromas acanelados. Las cejas naturales delineadas con el cuidado de un
miniaturista se dibujaban llamativas sobre los ojos juveniles de loba en
cacería de encuentros de conocimiento en un mundo emanado a través de sus
pequeños y carnosos labios de lila carmín, empapado de una sabiduría húmeda a
fluido riachuelo de bosque encantado y de una secreta sequedad paleolítica
escondida en la vivacidad de un palabreo de pueblo mezclado con pasajes
bibliográficos atrapados en la disciplina de un leer expedicionario, de
conceptos y sucesos que su inventiva atrapaba e interpretaba con el anzuelo del
corazón. ¡Cuántos no habrán querido ganarse el ser siquiera olisqueados por esa
naricita con toques de africanidad que expresaba contracciones leves cuando sus
argumentos se hacían vehementes y hasta irrefutables! Hasta la Facultad de
Filosofía y Letras llegaba la subrayada admiración de su filoso verbo político,
ya plasmado en algunas publicaciones estudiantiles, y en el telúrico sentir de sus
poemas aglomeraba metáforas en elevadas nubes significantes, aquí y allá del
texto en emociones lecturales que experimentaban seguidores de incógnito,
cayendo como centellas verbales que provocaban pequeños chubascos de sentidos.
Letras tan suyas, tan repujadas en su ébano piel que apenas escapadas a la
tinta de algún atemperado editor o improvisado papel dejado a la mala de Dios en
una mesa clandestina, eran transformadas en lecturas obligadas de recitales
tunantes para exposición de escritores microcósmicos de anisado cerebro y pluma
atrevida; sitios de groserías bien dichas apuntaladas por deseos antimperiales,
flechados con boleros barbechados a punta de lunas actuadas en despechos
irresolutos, vomitados con jarabes de aporía. Entraba y salía decantada y
limpia de falsas noches o amaneceres truncos, Jacinta, expeliendo diálogos
nocturnales a fuerza de demonios descalabrados, sin infiernos, sin fuegos que
lamentar, trasnochados de tanto echar insomnios al cesto de la basura; pensada
por sí misma como una luz inocente y feliz, venida de alguna estrella enana,
solitaria de esconderse entre las miradas galácticas de astrónomos graduados en
desencuentros e ilimitadas búsquedas. A veces su cuerpo delgado de escultura
imposible bramaba una postura cultural ante las orejas que la veían de a
susurros escuchados como a una hermosura inalcanzable; otras veces su
concentración parecía escuchar palpitares caminando senderos abiertos en
huellas digitales que anhelaban tocarla. Me había recibido en el aeropuerto. Se
esforzó por contratar el automóvil para hacer menos aciaga mi visita en un país
al que le era otro. Fue quien hurgó en mi extraviado paradero, me halló en una
llamada telefónica que me sacó de una fila de citas donde hasta las navidades
estaban comprometidas; encendió una luz inesperada y sacó de la norterización
invencible traída en mi visa, algunos de mis pocos pasos inciertos que atesoraba
para transitar este año nuevo en el Park Avenue. Había observado mi alelamiento
de pasajero en asiento derecho que sólo quería echarse en una cama y descansar
de ningún cansancio, hasta que me sacó de aquella nube amorfa: “Te hacía más
Tío de lo que eres. Quizás en la madrugada te lleve al hotel o tal vez entrada
la mañana. Antes daremos una visita a mi universo”.
III
-Jacinta
nació hippie y tú los sabes. Es esa loca de hoy. Yo también fui loca de ayer.
Nos comíamos el mundo. Yo estuve con la
renovación en la Universidad. No hubo Marcuse que no leyera, ni Simon de
Beavoir que no discutiera con las feministas, me trancé con el existencialismo
de Sastre y con el subrealismo de Bretón, amé a Neruda, a Eluard, conozco a
Rimbaud de principio a fin, me encanté con Oficio
Puro del Chino hasta el hartazgo y me endiablé con Baudelaire; pero también
leí a Popper que me salvó la vida, porque una andaba como fuera del mundo, y
mírame hoy: acomodada, porque al fin una se acomoda, se empata, tiene sus
hijos, trabaja, se esfuerza por tener lo que desea y las ideas quedan para los
que vengan.
-¿O
sea, Tía, que ya no tienes ideas?
-Tú
sabes que no quise decir eso, Manuela. Lo que pasa es que las ideas se
asientan, maduran, se hacen como más firmes, seguras. Aquellas ideas de la
locura de juventud se transforman en otras ideas.
-¿Y
las ideas aquellas de juventud, adónde se fueron?
-Mueren, sobrina, mueren.
-¿Sabes?
La abuela nos contaba de cuando tú estabas estudiando en la Universidad. Eras
el orgullo del abuelo que recién había salido de la cárcel porque veía que
expresabas sus ideas cuando participabas en el Comité en favor de los Presos
Políticos. Mamá y la abuela mantenían la casa con su trabajo mientras el abuelo
escribía en sus cartas de incomunicado tu nombre con admiración. Mamá se fue a
la Caro para estudiar la normal y
graduarse de maestra. La comunista eras tú.
-Eso
es pasado, Manuela.
-Ni
tanto Tía –interrumpió Josefa-; la última vez que fuimos a tu casa, acusaste a
Mamá de comunista porque apoyaba una política de fortalecer al Poder Popular.
-Tu
Mamá no conoce a fondo el problema, por eso se lo discutía; yo sí lo conozco
porque lo viví. Yo conozco el monstruo por dentro. El comunismo fracasó en el
mundo y lo demuestra la caída del Muro de Berlín. Esa ignominia sujetaba las
ideas libres del mundo. Eso del Poder Popular es viejísimo. Cuando yo estaba
formándome en esas teorías y filosofías, tu Mamá estaba de maestra en una
escuela, enseñando a muchachos a leer y escribir.
-¿O
sea que mientras Mamá era maestra no seguía ninguna idea política?-, preguntó
Josefa como teniendo ya la respuesta.
-En
ese tiempo yo veía a tu Mamá como a una especie de maestra joven, entusiasta,
que participaba en sus líos gremiales para que les pagaran o aumentaran el
sueldo y nada más. Mientras yo, junto a mis colegas, nos enfrentábamos a las
políticas reaccionarias de la derecha en la Universidad; yo participé en muchas
reuniones y marchas que organizábamos en solidaridad con… (Con Cuba, reconócelo,
-dijo Josefa), en cambio tu Mamá peleaba por el quince y último, a decir
verdad.
-Es
la dialéctica de la vida –aportó Braulio, el esposo de Manuela, quien tenía la
mirada clavada en un grupo de muchachas que bajaban buenamozas, a lo lejos,
sometidas por otras miradas que como perolitos de agua, las bañaban de
frustración. -Es tal vez la idea del Eterno Retorno de Nietzsche. Los ideales
por los que se lucha en un tiempo, cambian por los avatares de la misma
realidad que está llena de paradojas que se entrecruzan y luego regresan esas
mismas ideas, ahora afectadas por el tiempo, intervenidas por los seres que las
viven, por quienes las vivieron y por nuevos actores, convertidas en prácticas
que son como figuras de aquellas imágenes, ahora pasadas por un espejo que nos
refleja.
-¿No
será que ya no se cree en aquellas ideas? –Preguntó Eulogio, metiéndole el ojo
a un enchufe que había destornillado en la cocina.
-Siempre
he sido firme en mis ideas. –dijo Gisela apenas moviendo los labios- Nada ha
cambiado en mí. Lo que hace la vida es ayudarnos a limpiar esas ilusiones que
nos asaltan producto de la inexperiencia, de la adolescencia, de la juventud y
que luego pasan producto de las experiencias que escogemos para dar solidez al
vivir. Yo me supe apartar a tiempo de esas ideas que con el transcurrir lo que
hacen es trasnochar los verdaderos ideales. Fíjense en mi vida. Troto por las
mañanas. Como muy poca carne. No tomo gaseosas, ni bebidas energizantes, ni veo
televisión, ni estoy en las redes para no estresarme; hablo por correo
electrónico con gente de mi entera confianza. Yo, sin el comunismo que una vez
tuve, siempre fui así. Me quité de encima aquello. Ninoska por el contrario no
era comunista, no tenía ese problema, quien transformó a Ninoska en comunista
fue Chávez.
-¿Y
a ti quién te transformó en anticomunista, Mamá?
Uno
no conoce lo que es la lividez; un ser de alma casi transparente brotado del
todo con cada una de las partes emocionales en su justa medida, hasta que
conoce a Gioconda. Si se quiere saber de una voz capaz de sonar con los mismos
decibeles en la punta de la oreja y a una distancia prudencial (nadie se ha
atrevido a escucharla a lo lejos porque pudiera sorprenderse) ésa es la de ella:
ínfima, prístina (como el tintinar de una copa de vidrio) firme (como la madre)
nos lleva y nos trae a través de su jardín, hablándonos con la magia
indescriptible del no querer convencer. Asombra cuando el criterio es expuesto
de una manera tan lúcida sin ningún punto de vista, ni prejuicio, ni tendencia
filosofal. Subyuga cuando lo pensado no es en realidad pensamiento y surge de
la inercia de comprender el aquí como un allá sin ningún conflicto maltratador
de los espíritus, ni problematización que desagarre la posibilidad de diálogo
hacia el conocimiento interno, ni contradicciones que enreden la tenue fibra
vibratoria en que se sientan las ideas, sosegadas con beneplácitos encontrados
en la sonrisa, en un bajar o subir los ojos con timidez, en el más ciclónico de
los abrazos que se manifiestan cuando sólo elevamos la mano al aire para
saludar a otras personas. Escribe, aunque sus poemas apenas pueden leerse de
tan ahorrativos en palabras. Son más sutiles que un haikú. La comprensión de su
metáfora es tan inmediata que se nos escapa al rincón más lejano de nuestro
no-ser porque se nos olvida la comprensión como si estuviesen incendiados de
futuro; sólo nos queda la sensación de haber perdido un encuentro con lo
distante, lo remoto; el sentir que dijo algo en el deber de leer tantas veces,
para ver si algún día se atrapa aunque sea algo de su no esencia. Es
blanquísima de piel casi azul, como esos unicornios que suelen dibujarse en
libros infantiles de lujo. Tensado por poderosas fuerzas subterráneas, caía
violeta sobre sus hombros, un haz de luz capilar posible de llevarse las
miradas hasta un lugar con piedras en círculo, cantos de hermosa guturalidad,
veneración a dioses jamás imaginados. Siempre, una bataola de liencillo blanco
le cubría el cuerpo, al que se le sospechaba delgado, como el pie guardado en
una sandalia de cuero ornamentado con líneas de motivado indigenismo que daba
una impresión de antigüedad a la primera mirada. Había estrechado su manito de
casabe recién hecho, apenas sensorial: “Este es el Tío Álvaro –le dijo Jacinta
como en secreto- Acaba de llegar del Norte donde vive. No trae regalos. El
viaje fue de improviso. Como que viene a escuchar”. Esperé a que hablaran
sentadas en posición de loto, en el piso de un lugar decorado con fotografías y
afiches de distintas épocas y estilos artísticos variados. Me impresionó algo
que salió por la puerta de aquel lugar que supuse era el vago e incierto
cansancio que traía del vuelo, de los toma y dame recibidos en el aeropuerto.
En más de una hora de conversación de aquellas muchachas que parecían evaluar,
contra el tiempo, la eficacia de una dirección empresarial o la efectividad de
una fluctuación del dólar o el secreto para dormir sin somníferos, me
ofrecieron y tomé algo que ahora llaman: “penca”. Subió por mi cuerpo un
vaporón atolondrándose en las miradas que les echaba a todas esas chicas que
reían sin restricción alguna, sin sospechar de nadie, con la certeza de que
todo lo que había alrededor era vida. De pronto, un muchacho con una guitarra
subió a una especie de tarima bajita e interpretó varias canciones de letras
sociales y poéticas que alertaban estrellas, cataclismos y amores no alejados
de la hermosura; desde una mesa poblada de jóvenes circunspectos, rapados,
peludos, barbudos, tatuados, solitarios pese a andar juntos, con cara de
políticos, aplaudían al cantor quien me invitó entre punteos salteados de su
guitarra a pedir una canción. Sin vergüenzas formales me atreví a preguntar
desafiando: ¿Conoces September Morning
de Neil Diamond? Infinitamente
sorprendido escuché que salieron de la guitarra y la voz de aquel inaudito
cantor, esas palabras iniciales que abren paso a la nostalgia de un amor
encontrado en cada objeto que aproximó el sentimiento y luego se subjetiva en
cualquier humano que apenas toque a la puerta de sus armonías con el oído
presto a no preguntar ninguna pendejada racional sino a escuchar los sentidos
(monumentalizándose sin la orquestación que tiene la canción original) en el
plazo de un tiempo que tiene mucho más de treinta días, quizás la eternidad.
Aplaudí agradecido y al voltear, dos muchachas sentadas en posición de loto me
miraban con una bienvenida en los labios que me trajo el rostro de Kathleen al
borde de una fogata y el frío.
IV
-Nosotros
nos vamos de este país. ¿Verdad Bruno? –sentenció Patricia dándole teta a
Miguel Ángel.
-Sí.
Debemos hacerlo aunque los pasaportes se pusieron muy caros.
-Pero
lo vamos a hacer mi amor. Este país está insoportable.
-¿Están
desempleados? –preguntó Eulogio, jorungando con el dedo índice el tornillero
que sacó de un cajón y tenía regado sobre una mesa improvisada que construyó de
tablas arrumadas en el balcón.
-No.
–dijo Patricia tajante. Pero ya ese Ministerio nos tiene cansados.
-¿Cansados
de qué? ¿Los están explotando? –insistió Eulogio.
-No
es eso. Todo es bien, todo es fino, pero dicen que afuera se trabaja mejor.
Queremos ver cosas nuevas.
-¡Cuidado!
–advirtió Eulogio con un martillo en la mano. En otros países le están sacando
los ojos a la gente con disparos. Y en otros lugares les echan aguas servidas
con desechos químicos para romper sus manifestaciones y enfermar a la gente. La
otra vez vi a una pobre viejita que la empujó un carabinero y la tumbó en el suelo
porque estaba tocando cacerolas. Eso no se le hace a una persona de la tercera
edad. Yo sentí como si hubiesen empujado a mi vieja. Son unos sinvergüenzas.
-Las
mentiras que se han dicho de nuestro gobierno, resulta que son verdad en otros
gobiernos de la región. –dijo Braulio- Hay que detenerse a pensar lo que
significa gobernar de verdad a favor del pueblo. Hay que definir lo que es
poder popular y luego aplicar esas interpretaciones en la práctica. Nuestras
dinámicas nos dicen que estamos en el camino correcto porque todas las
variables las tenemos controladas. Fíjate la variable alimentación como se
cumple en Patricia cuando le da a su bebé leche materna que es el nutriente
natural de todo ser humano cuando nace.
-Eso
es verdad -dice Patricia.
-Déjenme
decirles que a mí no me lo parece. –comentó Gisela deteniendo la licuadora. Como
abuela de Miguel Ángel me preocupa que lleva demasiado tiempo con la teta. ¡Dos
años! ¡No puede ser! La madre le ha tenido que llevar la teta al maternal. Ya
es hora de que la deje. Fíjense que no juega con Tamanaco ni con Anacaona. Eso
no es normal. Creo que están malcriando a ese niño. A mí no me hizo ningún daño
la leche de fórmula. Mamá me dio de casi todas las marcas de esa leche
maternizada, que así se llamaba, y era muy nutritiva. Y a Ninoska y a Álvaro
también les dio su leche de marca y no les pasó nada. Aquí estamos. Resulta que
ahora está de moda la teta.
-Eso
no es ninguna moda, Tía. –salió al ruedo Josefa como retando. Como tampoco es
moda el billete que se meten las compañías fabricantes de esas leches llenas de
químicos. La teta se la dan las indígenas a sus hijos desde que el mundo es
mundo. Las mujeres del campo también lo hacen. Queremos quitarles el negocio a
esas compañías que se enriquecen a costa de la salud de nuestros niños. Yo le
di teta a Anacaona hasta hace poco y esa muchacha es un avión. En el prescolar
la maestra me la pone en todos los actos. Le gusta bailar, cantar, escribir,
leer, saltar, brincar. No digan salto porque allí está ella. No hay nada que esa muchacha no quiera hacer.
-¿No
me digas que fue Chávez quien la puso así? –llagó Gisela.
-Fueron
sus políticas Tía, que ahora Maduro impulsa con más fuerza. La lactancia
materna es política de Estado. –observó Manuela bajando temperatura al diálogo.
-¿Quién
iba a creer que Manuela se transformara en chavista? –preguntó Bruno. Yo
recuerdo que eras una crítica del gobierno en el 99 cuando la vaguada.
Coincidíamos en muchos señalamientos y a la vuelta del tiempo te volviste una
furibunda partidaria bolivariana. ¿Cómo fue eso?
-De
todos ustedes fui la única que habló con el Comandante. Su palabra, que luego
fue acción, me convenció. Fue en un encuentro que me guardaré toda mi vida.
Cierta
forma de comprender el periodismo le había abierto los ojos. ¡Claro! Tenía a la
madre como maestra (y viceversa) desde el prescolar y ahora acoquinándole la
vida con este militar como Presidente, que el pueblo comenzaba a adorar porque
hablaba como un padre con los hijos, como un nieto con los abuelos (y
viceversa), como un esposo con la esposa, como un novio con la novia, como un
nuero con las suegras, como un maestro con los alumnos, como un manager con los
peloteros, como un zapatero con las muchachas que habían perdido las tapitas de
los tacones de los zapatos altos en alguna alcantarilla, como un oficial con
los soldados, como un amigo con sus panas y (lo que era peor para la
oligarquía) como un cantante con sus fans. Que si tienes que acercarte para
conocerlo, -le decía Ninoska. Que si ese tipo es buena gente. Que si no le
pares a que sea militar. Debía pararle porque nació escuchando sus cuentos de
cuando acompañaba a la Abuela al San Carlos a visitar al Abuelo y los tipos ahí
con sus fusiles amenazantes los hostigaban y los sufrimientos que se oían entre
los otros familiares que hacían torturas en los TO. Y Manuela se apartó de todo
eso; y no leyó nunca un informe de derechos humanos; y se la pasaba en puros
matinés bailando suave con Culture Club o moviéndose con Gilberto Santa Rosa y
Tito Rojas y las baladas de Franco De Vita; ni acompañaba a Ninoska en sus líos
gremiales con los maestros a quienes nunca les pagaban; hasta que llegó este
militar que quiere pagarle la deuda a todo el mundo y darle su tierra a los
campesinos y llamar Patria al país y ponerle una estrella más a la bandera
(hasta Ninoska le había dicho: “Me huele que algún día vas a ser periodista de
Chávez”. “Estás resfriada.” –le respondió).
En el periódico se decía todos los días que no llegaría al año 2001,
como en la propaganda televisiva de las camisas donde unos tipos jóvenes
decían: “Cae. Cae. Cae”. O la niña rubia cantándole a la mayonesa espesa:
“Falta Poco. Falta Poco”. Era la nueva conspiración. Y el Presidente llegando
con su verbo directo a la gente más humilde en una pantalla dividida por los
medios, tratando de decir su verdad y además cantando (un tanto desafinado). Se
precipitaron los acontecimientos, vino el montaje que fue derribado
cuarentisiete horas después y el pueblo junto a los militares patriotas lo
trajeron del secuestro. Manuela entró a Miraflores con una acreditación de su
periódico y lo vio por primera vez de cerca entre la multitud que intentaba
protegerlo. Se mantuvo como invisible entre el ir y venir del gentío. Luego el
transitar fue escaseando y estuvo en la rueda de prensa. Terminó el evento y
escuchó que el Presidente necesitaba descansar y ella pensó en la primicia del
día siguiente. Llamó a Borromero, un ex novio de Catia que la trasladaba en su
moto cuando se lanzaba a cubrir varias pautas a la vez. Se encontraron a pocos
metros del carro Presidencial y el pana la trasladó –no sin algún milagro de
José Gregorio- entre los escoltas y la apuradera secreta. “¿Qué urbanización es
ésta Borromero?”. “Luego te digo”. “Dime. Esto forma parte de la información”.
“Confórmate con llegar que ya es bastante y que Dios te acompañe”. Entró en una
habitación a oscuras, de una estructura de dos pisos que no ofrecía señales
particulares por la oscuridad de unos árboles semidormidos por una leve brisa y
allí se agazapó porque su plan era esperar hasta el día siguiente para
conversar con él. “Sólo a mí se me ocurren estas vainas” –pensó, cuando también
pensó en cómo hizo Borromero para irse a su casa: “Tranquila –se dijo- Ese es
un guerrero”. Se le vino el mundo encima cuando sintió que unos ruidos crecían
hacia la habitación en donde se encontraba oculta. Abrieron la puerta y
encendieron la luz. Escuchó a un oficial y a un familiar conversar muy
brevemente con el Presidente quien habló poco. Las voces y los pasos de dos
escoltas se quedaron de guardia. Apagaron la luz y sintió cómo el Presidente
encendió un cigarrillo y se sentó en la cama. Hizo una respiración profunda y
dijo muy bajito: “Abuela Rosinés”. Manuela sintió que la inmovilidad podría
matarla en cualquier momento. Se estaba transformando en una piedra dispuesta a
morir sin respirar. Echó todo su cuerpo a lo largo de la cama el Presidente,
como si fuera el cansancio mismo y carraspeó dos veces; pudo haber cerrado los
ojos en ese momento o mirar el techo o fijar los ojos a uno de los lados. En el
lado derecho estaba una cómoda con espejo y en el lado izquierdo estaba una
especie de closet cubierto con una cortina tras la que se encontraba Manuela
yéndosele los tiempos con los latidos del corazón que quedaban en su
respiración. Se concentró en el palpitar que se apagaba. Luego sintió un
respiro en reversa porque otro palpitar más fuerte se metió en el suyo
aumentando la aceleración del latido. El Presidente se levantó de súbito,
encendió la luz y fue hasta el closet para correr la cortina. “¿Pasa algo
Presidente?” –preguntó uno de los escoltas. “Sin novedad”, respondió con voz
firme el Presidente, mientras le decía “chito” a Manuela colocando el dedo índice sobre los
labios. “¿Quién eres tú?”. Preguntó en susurros con los brazos en jarra y el
cuerpo inclinado buscando señales en su rostro demudado. “Yo soy Yo,
Presidente”. “¿Y se puede saber quién es Yo?” “Pues Yo. Acaso usted no ve que
Yo soy Yo. Usted es usted y Yo soy Yo”. “Muy bien. Entonces, dígame señorita
Yo, qué hace aquí?”. El Presidente la ayudó a levantarse con el cuidado de un águila
en un rosal. Sentados en el borde de la cama, entre las risas inaudibles del
Presidente y sus brazos alzados cada tanto sobre la cabeza como sorprendido, el
rostro de Manuela pasando el susto, sobrellevando la pena, gozando de la
secreta cosquilla de un triunfo quebradizo era observado por aquel hombre que apenas regresaba de la certidumbre de un grave peligro a la incertidumbre de su elevado cargo político. Escuchó la insólita misión
que se impuso aquella novel periodista a quien dijo algunos consejos y reveló
ciertos deseos para continuar su gobierno. Bajo juramento de no revelar jamás
aquel encuentro se despidieron. Un mes después Borromeo debió creer su versión
de aquella noche, así como ella creyó la suya.
V
Además
de tener la carcajada más sonora de la tierra, el verbo sincero y atinado a las
circunstancias que hubiera de enfrentar, la mirada lúcida de atrapar estados de
ánimo, talantes, dignidades populares, señoríos, jugarretas o borracheras, lo
más hermoso que tenía Elba era una gordura distribuida en su cuerpo alto como
un macizo de Guayana. Contrariamente, podía moverse con la agilidad de un
luchador sumo, hecho demostrado durante los sucesos de abril, cuando movilizó a
aquella comunidad como una gacela de alma para restituir al Presidente.
Abrazaba como si una almohada de plumas recién perfumada nos bruñera de cariño.
Éramos contemporáneos en edad. Quizás vio alguna vez la imitación de algún
tribuno romano al dirigirse a una audiencia; siempre necesitaba de una mesa o
pupitre o muro para apoyar el brazo izquierdo, mientras con el derecho palmoteaba
las frases y las ideas con una fuerza conmovedora, como golpeándolas con
ternura en el aire de las miradas y las interpretaciones. Papá nunca aceptó a
otra persona que lo acompañase en este tránsito. Se entendían casi sin
hablarse. Elba con sólo mirarlo moverse o sentarse en algún lugar de la casa le
decía: “Quédese allí que ya sé lo que quiere”. Mientras Papá sólo le decía “No”
si la circunstancia lo ameritaba. Se desplazaban en la casa a contracorriente
para no toparse mientras ella se encargaba del resto. Le dejaba la
comida que siempre le gustaba en la mesa y él colocaba los platos en el
fregador luego de meditar los sabores finales. Eulogio decía que “eran dos
comunismos encontrados que dejaron de hablarse desde el 2002: el de Cayetano
ortodoxo, estalinista y el de una antigua adeca como Elba: ambos transformados
por Chávez”. El disenso fue marcado por aquel crucifijo que mostró el
Comandante luego de su liberación. Papá no podía oír hablar del tema sin perder
el buen humor, en cambio, Elba le guardaba devoción sacramental al momento. Sólo
una cosa los separaba de Chávez: ambos eran caraquistas.
Antes
había recordado el día en que se casó con Mamá, casi como si lo hubiese vivido.
Los compañeros de su partido se aseguraron de que no hubiera peligro en la
Jefatura Civil ya que Papá tenía la Seguridad Nacional husmeando lo que hacía.
A Elba le parecía increíble que una católica devota se casara con un comunista
ateo; “Eran dos chamos” –decía. Y le pedía con frecuencia que le narrase el
momento crucial en que el Jefe Civil les tomara juramento: “El Jefe Civil no
dejaba de mirar al rostro de Cayetano como si sospechase de la filiación
política. Recuerda que la cacería de brujas llegó aquí antes de Rómulo
(disculpa la inevitable alusión). Le dijo al novio con palabras medio enredadas por las
zetas: “Cayetano Rivero, ¿aceptas por esposa a María Begoña Castillo?” Luego de
un “Sí” firme de Cayetano: el funcionario se volteó hacia mí y me dijo con ojos
pelados como si quisiera que dijera “No”: María Begoña Castillo ¿aceptas por
esposo a Cayetano Rivero? Yo le dije Sí, devolviéndole la pelada de ojos con
seguridad total”. Elba escuchaba el final de la narración y se derramaba en aplausos como
si estuviese viviendo aquella historia en su justo momento. Por esto cuando nos
soltó aquella noticia inusitada, se auto silenció como, creemos, nunca antes en
su vida lo había hecho: “Cayetano tiene una mujer” –nos dijo como si hubiese
perdido las elecciones del consejo comunal.
Ya
todos sabemos cómo son esos silencios de largos, paralizantes, incómodos;
cuesta recuperar la palabra, volver en sí al colectivo, tejer de nuevo un
diálogo que ha sido cortado por una tijera bien amolada. Gisela, con severidad
democrática dijo: “Que cada quien diga su opinión”. Una lenguarada
indescifrable de Tamanaco que terminó en “… Viva Chávez…” hizo saltar las
carcajadas de todos. “A este pueblo siempre lo salvan los carajitos cuando uno
menos lo piensa” –dijo Eulogio levantándose para buscar aire. Cada quien miró
las caras de los demás, como un gesto de reconocimiento de lo que habían
escuchado. Luego todos vieron fijamente a Elba como buscando más datos.
-¿No
te fumaste una lumpia, Elba? –dijo Josefa con rostro enguantado.
-Jamás
Chepita. Sabes que conozco a Don Cayetano desde que nací. Soy como su hija.
-Nos
faltan datos para creer esa afirmación. –dijo Ninoska- De lo contrario,
propongo que tomemos esto como una alucinación tuya. ¿Por qué no me lo dijiste
cuando vine por última vez?
-Tu
visita fue a mediados de noviembre y todo esto comenzó el primero de diciembre.
-Sería
sorprendente –dijo Bruno mirando el techo. Luego dio un salto hasta asomarse al
lugar donde se encontraba Papá- Está como dormido.
-Les
cuento. Este primero de diciembre terminé de arreglar el nacimiento para irme a
casa porque eran ya las siete de la noche. Al salir del porche y alejarme de la
casa, vi cómo una mujer entró en la oscuridad y se iluminó cuando Cayetano le
abrió la puerta. La esperaba.
-¿No
la habías visto nunca? –preguntó Ninoska.
-Nunca
la vi antes. Tiene como veinte.
Esta
conjetura provocó un murmullo como de avispas.
-¿Viene
todos los días del mundo? –repreguntó Ninoska.
-Todos
los días viene hasta ayer. Vigilo sus pasos cuando llega y cuando se va. Se va
y llega por el mismo sitio. Entra por la calle Cardonal y por el mismo sitio se
va. Allí se extiende una escalera hacia arriba que es larguísima hasta Calle
Vieja. Me ha dado pena seguirla. No lo veo bien. Eso sí, llega a las siete y se
va a las nueve en punto.
-Eso
de decir que el abuelo “tiene una mujer” me suena atrevido. – dice Jacinta
mirándonos a todos con desafío- ¿Acaso el abuelo no puede tener una amiga?
-Si
es amiga u otra cosa eso se verá, pero tiene una mujer; la acepta en su casa.
-Por
dos horas –dice Eulogio.
-Pero
la acepta.
-¿Papá
debió pedir permiso para esto? –pregunté con rigor.
Todos
se desbocaron en un “No” tan unánime que chocó con la cara de desconcierto que
puso Elba. Tal fue su estado de ánimo que hasta ese momento la familia no había
reparado en el peso que tenía su persona en la vida de Papá. Su rostro de…
“Bueno, entonces, qué pito toco yo aquí”, nos dejó a todos una consternación
empujada hacia una disculpa.
-Claro
–atinó a decir Gisela- por las preocupaciones que pudiera acarrear semejante
situación en el temperamento de Elba, creo que por lo menos una avisada por
parte de Papá hubiese sido prudente.
-¿Avisar
Papá? –saltó Ninoska- ¿A quién? ¿A quiénes? Si acaso a Elba. A Papá lo visito casi siempre una vez a la semana y lo llamo por teléfono interdiario. Aún así me cuesta la
comunicación con él. Papá está como aquel personaje de aquella película
italiana, donde todos estaban bien hasta que el viejo los fue a visitar.
-¿Tú
viste esa película Elba? –preguntó Bruno.
-Por
el tema no quiero ni verla.
-Discúlpanos
Elba. –quiso reconfortar Manuela- Es que esta situación nos tomó por sorpresa y
sólo atinamos a decir lugares comunes. ¿Tú has hablado con esa mujer?
-No,
pero la he visto dentro de la casa. La primera vez fue el quince cuando vi que
ella entró y yo me devolví al ratico simulando algo que se me había quedado. Vi
todo lo que hicieron mientras yo me movía como buscando ese algo. Se portaron
como si estuviesen solos. Ustedes saben que cuando se abre una puerta desde
afuera, quienes estamos dentro miramos a quien abrió. Pues estos dos se
comportaron como si no hubiese entrado nadie. Eso sí, cuando me aproximaba a la puerta escuché que ambos cantaban una canción que decía: "Digan lo que digan yo te quiero, piensen lo que piensen tú me quieres... ".
-Así
de enamorados están. –soltó Patricia con asombro.
-A
ver Patricia –preguntó Jacinta- ¿Qué crees tú de todo esto?
-Yo,
como buena consumidora de telenovelas mayameras me voy por el prejuicio, por el
qué dirán. Me quedo en el pellejo y en la cabeza de la gente de este sitio. Me
pregunto qué estarán pensando del señor Cayetano y de la mujer que lo visita.
¿Será una amante? Seguro que sospechan esa vía, jamás piensan en la amistad.
Ella tan joven y él un anciano. Es el morbo humano trabajando en la insidia, en
alguien que siempre piensa que las cosas no pueden ser diferentes a
la envidia, la maldad. Eso me atrae como tema de siempre, por esto me gusta que
se repita en cada capítulo, en cada novela, en cada serie, en cada temporada.
-¡Qué
asco me doy! Como diría Mafalda. –sentenció Josefa- ¿Y cómo va vestida esta
joven? Ya que es más o menos de la generación de ahora es bueno saber cómo viste.
-Sencillo
–dijo tajante Elba- casi como una evangélica.
-Ya
está –exclamó Ninoska- Papá tiene conversaciones teológicas con esa joven.
-No
disfraces la situación con categorías cureras. –apuntó Gisela- Papá está
jugando al converso con esa muchacha. ¡Bienvenido al clan!
-¿De
comunista ateo a cristiano pentecostal? No lo creo tal. –aportó Eulogio- Pienso
que Cayetano está viviendo un renacer. A todos nos toca en algún momento de la
vida pasar por un renacer. Un renacer es como si la vida comenzara de nuevo sin
haber terminado. Es complicado ¿Verdad que es complicado? Eso pasa cuando uno
ha vivido mucho como Cayetano y con la intensidad de un hombre político como
él. ¡Qué no ha vivido Cayetano! ¡Cuántas cosas no lleva consigo! ¿Quién se las
escucha a estas alturas? Las tiene allí represadas esperando siempre un
renacer. Renaciendo. ¿Cuánto tiempo tengo yo que no hablo con Cayetano? Hablar
con el corazón, como cuando le dije que me quería empatar con Ninoska, que ella
y yo nos queríamos. Bastante. Recuerdo el día que Chávez regresó del secuestro
en La Orchila. Amanecimos él y yo mirando al cerro Guaraira desde La Pastora
ese catorce, luego de andanzas que sería largo explicar aquí; bajamos
a la Plaza Bolívar cuando aún estaba oscuro y con el empuje del sol se fue
poniendo claro. Le fueron naciendo manchas anaranjadas y rojas al monte. Cuando
vimos a Manuela caminar hacia nosotros no nos sorprendió; era como si la
estuviésemos esperando. Ese día parecía que todos nos estábamos esperándo. Hicimos un primer repaso a todo lo que pasó en un santiamén. De pronto, Cayetano se sumió en uno de esos
silencios. Manuela y yo dejamos que su emoción nos
llevara. Acaso pasarían por su pecho esos cuentos de su vida en el partido que a
veces solía referir Bego admirándolo como militante. Algunos logros, alegrías y
también algunas amarguras, persecuciones, frustraciones estarían en ese momento
revueltas en ese clarear de la ciudad que besaba las tonalidades de su cerro. Aquella
claridad que veía Cayetano era su vida: la política. Y ahora consigue este
chance de dialogar con alguien que lo escucha y por ahí se va.
-Yo
pienso en la memoria de Doña Bego. –suspiró Elba- cuando nos reunió a Ninoska,
a Eulogio, a sus hijas y a mí y nos dijo: “Cuiden a Chávez que Cayetano sabe
cuidarse solo”. Y miren de qué manera se cuida.
-Tenemos
qué verla de frente y preguntarle quién es; porque Papá no dirá nada -dijo
Ninoska resignada.
-Tengo
la sospecha –dijo Elba- que nadie podrá acercarse. Don Cayetano coloca una
barrera que no tienen una idea de cómo es de fuerte. Ya la sentirán.
A
las siete de la noche del último día del año llegó la mujer a la casa y (sin tocar)
Papá le abrió la puerta. Fueron dos horas de intentos múltiples por franquear a
la pareja que hablaba con una alegría que, de no ser por el desasosiego
colectivo, nos hubiera contagiado. Ni siquiera Tamanaco y Anacaona con sus
travesuras pudieron intervenir pues ya estaban dormidos. Con una sorpresa que
nos paralizó, Papá puso a funcionar el equipo de sonido que Eulogio había
parapeteado y colocó las canciones para bailarlas con su… amiga. No tuvimos más
remedio que bailar también nosotros: “Magia Blanca” con el Trió Venezuela. “El
Superbloque con Simón Díaz”. “La Banda Borracha” con el Super Combo Los
Tropicales. El “Mosaico N° 7 con La Billo”. Y otras que nos embochincharon el
viaje al año nuevo. Tuve que echar un pie con muy poco ritmo.
Justo
a las nueve de la noche, sin que nos diéramos cuenta, la amiga de Papá se
marchó. La había acompañado al porche y sólo vimos cuando estaba de regreso con
una sonrisa parecida al cinismo. Cuando Ninoska y Manuela sirvieron la cena
había un silencio caliente como las hallacas. Inconcebiblemente cada quien
comió sin las palabras como aderezo. Nos mirábamos de reojo, como preámbulo al
concierto de carrasperas que dábamos entre bocados y tragadas. Nunca supe
cuándo Papá tomó la costumbre de comer cabizbajo. Así estuvo comiendo los
manjares hasta que Gisela rompió el silencio…
-¿Quién
era esa muchacha, Papá?
Encontrase
con una verdad ante los ojos que depende de alguien que la revele es como
romper un espejo sin saber que se tiene la alternativa de limpiarlo. La
habíamos visto. Su falda amplia unicolor a las rodillas como evangélica. Sus
zapatos negros y bajitos de tacón de dos centímetros. Su blusa de colores
discretos a rayas. Ese rostro indefinible que no pudimos reconocer. El pelo
negrísimo recogido con una extraña peineta. Ni siquiera el bailado decía mucho
ya que se empalmaba a la perfección con el de Papá que jamás ha sabido bailar
ningún ritmo. Casi pudiera decirse que aquella mujer bailaba como una monja. La
pregunta de… “¿quién es ésa mujer?” vaporosa, aromática a cajón viejo, circulaba
en nuestros rostros inquietos. Papá debía sentir nuestras miradas mientras
consumía el pernil que siempre dejaba de último. Al finalizar levantó el rostro y nos miró con la más amplia de las sonrisas. Como si la felicidad se
diera colita en un carrusel de su corazón.
-¿Quién era esa muchacha, Papá? – preguntó Gisela con sequedad.
Papá
cerró sus ojos, levantó el rostro sonriente para mirar el techo por varios
segundos, como buscando mucha más felicidad. Nos miró a cada uno dejándonos su particular cariño y se quedó en
Gisela para decirle…
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