lunes, 13 de abril de 2020

EDUARDO GALEANO: ABRIL PARA LAS MEMORIAS DEL FUEGO


Ojalá Memorias del fuego pueda ayudar a devolver a la
 historia el aliento, la libertad y la palabra.
A lo largo de los siglos, América Latina no sólo ha sufrido
el despojo del oro y de la plata, del salitre y del caucho, del cobre y del petróleo:
también ha sufrido la usurpasión de la memoria.
Desde temprano ha sido condenada a la amnesia
por quienes le han impedido ser.
EDUARDO GALEANO 


El fuego es uno de los cuatro elementos esenciales de la vida. Junto al agua, el aire y la tierra, nos constituye. Somos fuego. Toda la ancestralidad cultural de la Pacha Mama tiene grandes referencias a la creación y origen del fuego. Es central. Así como el terremoto de la tierra, el huracán del aire, el tsunami del agua, el volcán puede mostrar su fuerza transformadora. Sin embargo, Nada como, -en esa soledad consigo mismo o misma o en comunión- sentados y sentadas sobre la tierra, tomar un puñado de sus elementos en las manos, olerla, besar a nuestra madre; mirar las grandes montañas, los riscos, las explanas, los desiertos. Nada como sentir la brisa sobre el rostro, irse con el viento que anima los árboles a perpetuarse en las semillas que flotan hacia la fecundidad. Nada como estar frente al mar sosegado y sentirse pequeño o pequeña, ante ese murmurar sagrado en movimiento perpetuo del líquido que nos cuenta la historia del universo. Nada como sentarse alrededor de la fogata benefactora, calórica, antigua, para mirarnos en lo que somos, en lo que seremos, en lo que seguiremos siendo: vida. Ese fuego que emana la tierra desde aquella primera singularidad es encontrado y brindado para nosotros y nosotras por el escritor uruguayo Eduardo Galeano, desde lo que seguimos siendo en nuestro Abya Yala, en un libro: Memorias del Fuego.

Una vez transitadas sus tres estancias; una vez cerramos el último portal que nos abrió en flamante lid literaria, respiramos hondamente luego de haber recibido la pasión infinita con que fueron narradas las historias y pensamos en el oficiante de letras, en el arqueólogo de espíritus, en el buscador de palabras en las piedras, en los códices, en los elementos necesarios de ser invocados, y sólo así aproximamos nuestra imaginación a la gigantesca obra. Pensamos en qué diálogos sostuvo Galeano y con quiénes. Imaginamos su palabreo con las víctimas, con los humillados y sufridas. Intuimos también su escucha -pugnas y beligerante- de los asesinos, masacradores; de los vencedores. ¡Qué vientos movían aquel fuego hasta su corazón! ¡Qué mares fecundos navegaron sus ideas! ¡Cuántas tierras visitaron la mirada escrutadora, los pasos respetuosos, las lecturas insomnes, los sentidos rizomáticos! ¡Qué fuegos iluminaron las cavernas adonde fueron a guarecerse los signos antiguos del vendaval histórico! ¡Qué enjambre de amigos y amigas le impulsaron, desde el panal de los afectos, a emprender la tarea de los pueblos!

Es un mensajero, un demiurgo, un druida del pasado en el presente que estuvo allí estando, fue allí siendo, escuchó allí hablando, habló allí escuchando; sobre su mano estaban las millones de manos reivindicadas en los hallazgos de su escritura. Sus manos, fogatas del tiempo, ardían en la libreta de notas, en los papeles de cuaderno, creando ramalazos de luz sobre lo destruido, mirando lo fantasmal renacer de las cenizas, tomando el color del destino, elevando las voces insondables surgidas para testimoniar los nuevos anuncios, para detener lo infinito ante el fuego de la memoria y celebrar la abertura de nuestros ojos, despertarnos del obligado sueño del olvido. Tal vez sea el más rudo golpe que hayan recibido nuestros ignorares.

Sembrado, Galeano está vivo. Como una planta cultivada por los iroqueses, junto a las yukpa, los tzotziles, las amazonas y todos los pueblos indígenas del pasado y del presente. Galeano vive. Y con él viven sus vivencias y los innumerables portales de los libros que visitó y revisitó. No creer en la muerte nos hace saberlo. Todas esas historias de las que fue testigo e hijo lo acompañan en su siembra, fortalecen el tejido indígena con el que fue ungido, endurecen la vasija de barro –albacea de sus secretos- que guarda en la casa de sus sueños. Bajó a los infiernos del dolor humano en esta tierra. Subió a los cielos del éxtasis vinculador en el encuentro del diálogo maravilloso con quienes callaban los siglos. Se detuvo ante el desierto del comienzo de todos los comienzos y allí recibió el secreto de todos los inicios y las voces de todas las voces primigenias.

Cierta vez Eduardo Galeano soño, en su Montevideo natal, que un niño soñaba a un Eduardo Galeano hombre llegar de un largo viaje a visitar a los Yekuana, en su tierra custodiada por tepuyes. Lo rodearon y llenaron de sonrisas niños y niñas caminando entre saltos a una gran churuata. Una anciana lo bañó de alegrías. Tomó su mano y le dijo: “Bienvenido hermano. Te esperábamos”.


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