Su
figura aguarda en una penumbra formada por el contraste entre la puerta de la
habitación apenas entreabierta y la llamarada tenue de los candelabros. Juega
al escondite con mi necesidad de amarla. Allí se despoja del guardainfante y
adivino que van cayendo a la alfombra otros paños ya desautorizados por sus
manos sobre la desnudez. Parece meditar, la veo y no la veo, la siento muy
cerca, tanto, que el silencio de su respiración me abruma, el anuncio de su
mirada acaricia mis presentimientos, la sospecha de una de sus picaras sonrisas
me produce esos palpitares sabios, sutilmente desenfrenados, deslastrados de
toda impostura.
Sufro
una paralización momentánea e involuntaria, frente al no saber el momento en el
cual saldrá mojada de oscuridades. A sabiendas de mi espera, extiende un tanto
su estancia metida en ese diminuto sentido, quizás atravesando mi soledad con
pensamientos traviesos, con esas cavilaciones previas a lo creado por nuestras
pasiones juntas. Extiende su brazo derecho brillando hasta su manita, hasta sus
dedos de finísima relajación, donde las yemas lanzan códigos indescifrables de
una odalisca vaticinada por mis maravillas. Su brazo izquierdo inicia un breve
juego serpentino, seguido del avance de su cuerpo limpio de ropajes. Da un
corto rodeo para soplar las velas y oscurece con dulzura mis expectativas.