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murió Francisco Franco el 20 de noviembre de 1975 en la tranquilidad de la opulencia
familiar. Así como no murió la maravilla derrotada, tampoco murió
la bestia triunfante. El General siguió poderosamente vivo en el
franquismo que se ha mantenido apuñalado en la herida del corazón
de España por largas décadas. Con su entrada al ruedo de la guerra
desde los contingentes anclados en la África colonizada, Franco
inició, en 1936, una cruzada fratricida contra la República
Española y contra el pueblo que la apoyó. De su paso bélico por
los campos hispanos se han escrito páginas de todo tenor a favor y
en contra. Quienes lo apoyaron favorecieron toda la saña que le
caracterizó, bajo la filosa daga de la iglesia católica y su Opus
Dei, la dupla que formaron los gobiernos fascistas de Alemania e
Italia, el celestinaje de los países gobernados por
socialdemócratas, una poderosa facción falangista del ejército y
sectores de la sociedad amamantados por la oligarquía asesina y la
monarquía vagabunda de tanto ocio y corrupción. Quienes enfrentaron
a Franco, asumieron una milicia popular heroica como nunca antes
pueblo alguno había logrado armar contra un enemigo apoyado por el
poderoso armamentismo que se preparaba para perpetrar la llamada
segunda guerra mundial. Con las manos obrero-campesinas armadas de
mil y una esperanzas y fusiles casi artesanales que se disponían a
construir una España democrática, lo más hermoso del pueblo
español rindió su vida en una lucha desigual. Las bombas que
cayeron sobre las España del 36, mataron por igual al pueblo
partidario y contrario a la República. La cruzada franquista triunfó
sobre la osamenta de un millón de españoles apoyada por la
tecnología armamentista que se ensayaba para llenar de sangre a toda
Europa. La fealdad más espantosa triunfó sobre la belleza.