Nadie me
discutía que los ojos de Ibis eran los más lindos de Lomas de Urdaneta. Si cuando
aparecía en el voleibol de la planta, pocos se atrevían a discutirle la
estatura, la mirada, el cuerpecito alineado como un astro de firmamento
predestinado entre las escaleras del bloque o en el ascensor, cuando yo tenía
la posibilidad de olisquear sus perfumes, su aroma de orquídea bienaventurada,
las sonrisa que a veces hacía traslación entre los viejos jugadores de bolas
criollas y yo que sospechaba no eran más audaces que mis pensamientos sísmicos
y el saque suave como para ella desde la raya blanca con el zapato lleno de grifin, al que se le perdonaban todas
las infracciones.