Quienes
vivieron la Revolución Cubana en la década de los años 50 del
siglo XX con apasionamiento social y humanidad profunda, estaban
asistiendo a un acontecimiento que cambiaba la historia de una Patria
de nuestro Continente y de la Pachamama en toda su extensión.
Siguieron el día a día de una epopeya agigantada en la medida en
que se realizaba. Lograron atrapar el sabor de las victorias en las
venas abiertas de lo real, acontecido en el teletipo de lo inmediato,
en cambio, quienes llegamos después, nos formamos en la leyenda, en
el encanto de las narrativas que se erigieron luego de las primeras
hazañas, de las subjetividades que transitaron de los corazones a
las voces de los pueblos. Obtuvimos la epopeya de las vivas anécdotas
de los militantes, de la afición instantánea de los adeptos, de la
devoción de los románticos, de la seducción juglaresca de los
cantores, de las noticias periodísticas, del guiño hacendoso de los
investigadores y de toda la inmensa bibliografía que se
materializaba en libros, revistas y en lo que se lograba filtrar de
los medios audiovisuales. Así fuimos configurando la extensión de
una dignidad que luego de 60 años continúa incólume, ofreciendo
los frutos de sus aprendizajes, bondades y lecciones.