Cerrarse
la puerta con llave es como embutir el mundo de afuera hasta muy cerca de la
piel. No debe haber aldaba para llamar, ni timbre qué tocar sin antes echar una
mirada de nariz y boca tapada de un lado a otro. Aunque la abriéramos, debe
quedar la sensación de que continúa cerrada. Quienes están encerrados sólo
pueden vivir de recuerdos. Todo comienza a ser ese poquito de intimidad siempre
ahí, como esas beatas que hablan y oran a través de sus sombras y cuando se van
las dejan para velar por el cumplimiento de sus penitencias. Hasta el televisor
pierde su autoridad de tanto verlo sin mirarlo, cambiando sin cambiarlo de
canal. Se nota aburrido el eterno amigo de nuestra alienación. Le saco la
lengua y me río. Nada peor que un televisor frustrado y gobernado por nuestro
fastidio. Su ojo acuoso apenas sirve para recordarnos atrapados en su red. Apagado,
a veces me da la impresión de que Eduardo Liendo saltará de la pantalla vestido
como El Enmascarado de Plata. También me han recomendado unas dosis de ajilei
por las tardes, apostando con botones de varios tamaños. Una mujer me impide
que desbotone las camisas. "Tranquila" le digo. "Los compramos cuando pase la cuarentena"; yo víctima de asaltos nietísticos. ¿Qué leer cuando la
biblioteca siempre te ha mirado con sus tapas seductoras? ¿Educación?
¿Filosofía? ¿Religión? ¿Autoayuda? ¿Ciencia ficción? ¡Esto es ciencia ficción!
No sabía que tenía tantos libros que no he leído. Te silba. Te llama ese orden
cerrado de hojas subyugantes como prisioneras cansadas de ser adorno lánguido. Más
valen esos títulos que dejamos a medio leer, recostados en la nada de un
rodapié cómplice de nuestras siestas, que una laureada recomendación, al final somnífera.
Suele ser gracioso un libro que termina infinitamente en cualquier página con
nuestro sueño cada noche; como si tuviera una Sherezade oculta en el índice. No
me encuentre yo a Corín Tellado compitiendo mis predilecciones con Heidegger o Condorito.
Las arañas me temen porque no les dejo tela que adorne por más de media hora
las paredes y el techo. Les pido disculpas arácnidas. Les deseo arácnidos
sueños. Les aconsejo inextricables motivos arácnidos. Una mujer me ofrece café
si hago el almuerzo. Varios niños me recuerdan que soy su abuelo, mientras riegan
la sala de algarabía al comenzar un reggetón. Les evoco a Bartok y es como si
les hablara en húngaro. Una niña me pide que escoja entre un sueño, un cuento o
una utopía. Le recuerdo de cuando fuimos a la maternidad por ella misma y recibimos
un bojotico de perfume dormido. ¿Por qué quiero encender un bombillo que ya
encendí? ¿Por qué siento que ya agoté los recuerdos? Busco mis mejores
anécdotas y ya me las conté en celebraciones vetustas. Apuesto a que es lunes y un coro de párvulos pilas me grita: "¡Sábado!", restregándome la abuelidad. "Ya me extraviaron el celular" -replico para vengarme y una mujer sale de la cocina en defensa de la nietidad: "Lo dejaste sobre el tanque de la poceta". Entonces me hago el institucional para dejar de pasar pena: "¿Ya habló el Presidente?". La mujer pasa medio rastrillando el reguero de juguetes: "Habló Jorge y dijo que hay que apretar las medidas". Esta mañana me devolví
de un quiosco cerrado a buscar la mascarilla que dejé olvidada en el asombro. Escuché
varias sonrisillas vecinas ocultadas por la sorna. Sentí cierta desnudez desconocida.
De tan miradas circundantes, de tan ojos vigilados por un cielo donde Dios en lejanía
parece asustado de nosotros, de tan pasos pisando a una amenaza que nos aplasta
desde las suelas de los zapatos, quise inútilmente pasar desapercibido y lo
logré. Todos andábamos huyéndonos. ¿El sospechoso imperialismo tendrá madre?, porque
en ese momento se la recordé como letanía al viento. ¡Cómo no sean mis insultos,
virus de retruque que lo acaben! Corro con la lentitud más apresurada que tengo.
Recuerdo la escuela primaria guardando la distancia en la cola para preguntar
por azúcar. En rastrear las ofertas, unas vituallas, el pan, algún amigo para
hablar de las estadísticas (tema de moda) y vitoquear el desproporcionado cadereo
feminil –ahora de incógnito- se me va mediodía. El broccoli no se ve ni tan mal,
tampoco el jabón azul, ni la berenjena. Hay una tomatera enrojecida de tan
madura, casi piche, que no puedo comprar. Recuerdo que nunca recuerdo textualmente
lo que dijo Socrates en un mercado. A él lo perseguía una cicuta diferente a
ésta que algunos instalaron en una contaminación provocada. Hablar con mascarilla
tiene su filin. Hasta las mujeres expresan el engolamiento atenorado de los
doblajes de las películas. Mirar a través de la ventana es escuchar un susto
oculto, viajero de otros sustos más ocultos y así sucesivamente hasta el
infinito. He fregado los trastos varias veces y nada pasa, nadie me felicita. Mi
hija médica y sus colegas triplican el horario y la aplauden por las redes. Cada
quien en su hazaña. Aquella mujer que creo haber nombrado hace rato, me
recuerda que soy su esposo, si le rasgo un picor que tiene en la espalda. Cuando
se tongonea por el paso de mis uñas la hallo como la abuela más hermosa del
mundo. Me pregunta con cariñoso mandato: “¿Regaste las matas?”. “¡Y hasta recé
con ellas!” –le respondo con el heroico desdén de mis doce años. He ido del
baño al cuarto, del cuarto al baño, como en diez kilómetros; me miro la barriga,
juro que la mido con una cinta métrica para ver si da resultado. Ni pienso
revelar nada porque mi barriga no es objeto sanitario: ¡Creo yo! Que la gata nos
encuentre extrañamente reunidos tan seguido es como demasiado sencillo para
ella. Le basta con venir a restregarse y ya. No sabe de este susto. El
aburrimiento de los gatos es su mayor atributo. No llamaremos a ningún
psicólogo para hipnotizar su progenie felina. La tortuga me observa desde un
rincón y nada me aporta. Dicen que los animales no mueren de esta pandemia; no
aparece en la Biblia. Ya sabemos del único animal que muere. Mi padre me habla: -“te lo dije siempre”- desde una
cañuela marrón. “Despedirte siendo marxista no te da la potestad de seguirme criticando. ¡Quién
te viera con tu mascarilla! ¡Mira que te la dibujo en el retrato!” -le susurro amenazante
en medio de un silencio que ya se ha transformado en pegoste y finalmente le
hago el saludo militar. Esto es como si el año se terminara cada noche y no hay
Billo que ayude a despedirlo. Mientras mis nietos se hacen viejos yo me hago
más joven. Cada vez que suena algún timbre en el pasillo siento que el virus me
solicita. “¿Está fulano?”, preguntaría a la mujer que no descansa (el muy sátrapa) mientras yo le hago señales
negativas a su lado. Si llegara cerca, pienso enfrentarlo con mi mascarilla
colgada en el baño, mis guantes de doctor House y mi batallón de valientes
hipertensivos. Jamás pasará. Lo detendrá la esperaza.