A
los panas de mi más sentida edad
Nos
fuimos encontrando graneados, como recién salidos del sueño de la
niñez. Era Catia, la siempre bella, poblada de esos sitios
intrincados que se formaron detrás de la neblina de la necesidad,
vistos desde las urbanizaciones como gigantescos nacimientos
navideños. Yo venía de Lomas de Urdaneta con todos mis fantasmas
acostumbrados a salirme en pasillos donde La Sayona iba vestida como
la actriz Rita Hayworth o en escaleras regadas de besos que las
parejas que practicaban aquello que nuestras madres llamaban sebo,
dejaban botados
para alimento de nuestra
malicia o en rincones donde estaban espíritus
ahorcados que inventábamos con la cara gris, la lengua afuera y un
quejido salido del programa televisivo Un Paso al Más Allá o
de huecos de los que brotaban voces como atropellados murciélagos
que ahora debían rastrear mis miedos en este cerro horadado por Dios
con un taladro invisible, presionado, empujado, ahogado, bajado hasta
un sitio que llamaban El Manguito, del que se podía subir a
pie o apretados en un vehículo al que nombraban yi. A
ese aparato se montaba
uno lleno de tierra
para saludarse con frases sueltas, siempre afectivas, de un
entendimiento que no buscaba temáticas muy densas porque no era muy
largo el recorrido hasta la capilla del Niño Jesús, que
daba nombre propio
al barrio, para sacudirnos un polvero que se adhería con
terquedad a la ropa.