Ningún
espacio humano para merecer sobre esta tierra (más que algún otro)
el homenaje de un arte como el cine, que el de los trabajadores y
trabajadoras. Desde la aparición del Manifiesto Comunista (1848)
—cuyos antecedentes podemos hallar tal vez en la gran rebelión del
esclavo Espartaco (73 a. c.), en la resistencia de los pueblos
indígenas y africanos contra la invasión colonial de las potencias
europeas a América desde 1492, en la Revolución Francesa (1789), en
la heroica Comuna de París (1871), en las no menos heroicas guerras
de independencia americana que aún no culminan— las luchas de
quienes venden su fuerza de trabajo por un salario se agigantan cada
vez que buscamos indicios de los esfuerzos por acortar las brechas
dejadas desde que la división social operó en los albores de la
humanidad y nos dividió entre quienes acumulan los bienes y amasan
la plusvalía para enriquecerse y quienes forman parte del inmenso
ejército de reserva que reciben las miserias dejadas por el
capitalismo a cambio de atrapar sus vidas en el sepulcro de la
explotación. Vidas ofrendadas por estas luchas, donde se inscriben
las de los Mártires de Chicago el 1º de mayo de 1886, cuando
Georg Engel, Adolf Fischer, Albert Parsons, Samuel Fielden, August
Spies, Michael Schwab, Oscar Neebe y Louis Lingg fueron condenados a
la horca por exigir a los explotadores las ocho horas de trabajo.