Voy
al estadio Las Rosas con cierta frecuencia para ver a mi ahijado Chicho jugar
al beisbol. Ingresó desde muy pequeño a esta práctica y con el tiempo lo ha
hecho bastante bien; tiene buena estatura para ser un juvenil, si
continúa creciendo así, podrá jugar con solvencia en las categorías superiores;
corre con rapidez, se dobla bien y con soltura para atrapar las pelotas que van
por tierra, sabe tomar las elevadas con precisión y elegancia, (como se dice en
el argot: es considerado un buen guante) roba las bases con bastante
frecuencia al captar el tiempo justo al lanzador, tiene buen brazo para poner
fuera a cualquier corredor en las bases, cubre de manera sobresaliente
cualquier posición, incluyendo las de receptor y lanzador, aunque prefiere los
jardines; es disciplinado con la práctica y para satisfacción de mi compadre,
lidera en promedio de bateo la liga. Siempre que me ve en el campo, Chicho se
preocupa por saber mi opinión acerca de su manera de jugar: —«¿Te diviertes
mucho?» le pregunto como si fuera el veredicto esperado y su respuesta
afirmativa y entusiasmada me hace de nuevo preguntarle: —«¿Cómo van los
estudios?»; Chicho mira hacia el cielo y apunta un dedo índice hacia las nubes,
en señal del punto donde moran sus calificaciones académicas. —«Me alegra
mucho. Te felicito.» le digo palmeándole el hombro.
La
Universidad también sirvió para conocer al compadre. Compartimos el cuarto de
residencia cuando nos vinimos a estudiar a Caracas. Él procedía de un pueblo
oriental de tierra árida y gente cariñosa llamado El Chaparro; de mi Naranjales
querido venía yo, del otro extremo, casi en la raya de nuestro mapa, en el llano
andino. Haber sido camaradas de estudios, tragos y amor por las muchachas hizo
que intercambiáramos la afición deportiva; le transmití la pasión del fútbol
llevada en la sangre y él me enseñó la compleja afición al beisbol. Nunca he
sido fanático de nada, pero me reconozco gritón al ver la ejecución de una
chilena frente al arco y al portero botarla al tiro de esquina con una estirada
de saeta. He visto al Compadre echar maldiciones frente a un penal favorable al
equipo contrario y bendiciones cum laude ante el más pretencioso de los goles:
el de tiro libre. También hemos compartido la gran emoción del jonrón, el
asombro ante la extraordinaria atrapada de algún jugador con el guante lleno de
galaxias y la filosa tensión habida antes de la clásica dejada en el terreno
de juego, donde el equipo que está cubriendo el campo, pierde por cualquier pelota que sus jugadores no pueden
atrapar; cuando se da en contra de nuestro equipo, bajamos la cabeza arrojando
el vaso al piso al retirarnos del estadio en desesperada búsqueda de silencio;
cuando se da a favor, entonces contribuimos a que el cielo casi se venga abajo,
por obra de la algarabía que nos llevamos entre el pecho y la garganta, hasta
el primer bar que se nos atraviesa. Ambos sabemos de Pelé, Maradona, Babe Ruth,
del querido Camaleón García y de ser aficionados al equipo Magallanes: porque a
los Leones ni agua.