A Graciana Ricabarra
Es tan
veloz esos días que nadie percibe su andar: ni la abuela. Abre los ojos
temprano, suele hacer lo que le cuesta mucho: cepillarse, pasarse el agua por
la cara, mirarse al espejo, alisarse un poco los alambres de la cabeza, tender
la cama. La abuela apenas lo ve y parece comprender el por qué de pasada saluda
al perro, por qué casi no se lleva el saquito de metras dentro de la media
vieja que mete dentro del bolsillo más seguro y lo palpa como su fuese dinero;
por qué tropieza y por poquito se lleva el dintel oscilando en los hombros.
En
San Diego nadie sabe subir las escaleras más rápido con ocho años, ni aguantar
cualquier frío a las cinco de la mañana sin hacer castañuelas con la boca, ni
tomar cualquier peso sobre los hombros como si fuera una hormiga. “¡Culí!” -le
grita algún viejo cuando la neblina apenas muestra su celaje oscuro; corriendo en
zigzag cuando la mente le está ordenando varias cosas a la vez; recto cuando
hay una sola imagen al final de su frente (porque es en la frente donde coloca lo
que desea encontrar, en un lugar tan oscuro como seguro) y hasta que no llega
allí no se detiene, allí donde se ha propuesto hacer lo que quiere, lo que
verdaderamente le gusta, lo que nada ni nadie puede impedir; curveado cuando
busca escapar de una idea que le atormenta y repta su cuerpo sin darse cuenta.
Un
soldado que es él se detiene frente a la plaza. Nunca repara en la iglesia mas
sí en el busto del héroe, sí en la gente que se riega sobre los bancos como distraídamente,
sí en las humedades nacidas verdes de tiempo. Quienes lo ven se dan cuenta de
su ausencia de todo lo que no signifique ella. “¿Buscas algo?” -suele preguntar
alguna vecina y su aparente sordera se traslada a esperar que ella salga del
todo desparramado en cajas que se abren, bolsas que caen al suelo, ollas que
suenan al ser colocadas sobre las mesas, gritos de hombres y mujeres que van de
un lado a otro buscando lo todavía no hecho entre la nada asustada del todo que
se encima.
“Busco
a la maestra”- dice con una voz muy bajita. El susurro se le mete dentro. Antes
la ha visto muchas veces, pero es mejor decir que la ha soñado con el mismo
pañuelo en la cabeza o con una gorra de muchos colores que le aplasta el castaño
cabello o en otras ocasiones con viseras que le descubren el sudor y la secreta
música que se le sale de cualquier lado sin llevar algún instrumento. A Culí le
parece que ella cantara cuando baja de su casa con el equipo de sonido y lo
pone frente a sí en una esquina al lado de la vieja casa, entonces se pone a
mirarlo por breves instantes, primero como calculando sus medidas, luego, con
una paciencia rápida, desenreda el cablero para conectar la caja llena de
botones a las cornetas. Al principio todo le sale mal y es chévere que le salga
mal porque se pone a jugar a desconectar los cables de los micrófonos y les
dice: “Aló, aló, probando…”; los micrófonos responden con un ronquido y los
botones se pegan a la yema de sus dedos y la oreja le viaja invisible por el
aire para buscar el sonido que debería salir, “¡pero si ya salió!” -se dice
Culí sorprendido y sonreído porque este sonido parece que se oye bien pero; “…no,
no ha salido bien” escucha de ella a lo lejos cuando se traslada a mover los
botones; salió un ruido, malo, feo, lo primero que se oye no es lo que sale
bien, porque éste debe traer el canto del joropo, de la voz del cantor a la
oreja de la gente para que se mueva el cuerpo y salga la alegría; y el arpa (cuando
ve y escucha ese instrumento, Culí se traslada a un lugar desconocido y le
provoca bailar y saltar hacia el cielo y trazar rayas sobre la tierra con los
pies descalzos) y el arpa debe soltar ese sonido a campo, a bosta de vaca, a
ternera frita, a sancocho donde todo el pueblo mete el sabor y el paladar, a
zapateo de abuela que danza como una zaranda de madera; debe sonar a gloria el
arpa cuando salga toda por esas cornetas con Dios bailando en el zapateo de los
abuelos del pueblo.
El joropo
está presto a salir de un grupo de paisanos que tiene ya sus instrumentos entre
las manos como armas celestiales. Culí prueba el sonido ladeando la cabeza y le
parece que está bien, sí, “está perfecto”-piensa- “ella lo hizo de nuevo”. Llena
de los cariños de quienes la han visto comenzar este mismo joropo, desde antes,
con sus sueños y esperanzas, da la bienvenida. Una vez arranca el joropo, continúa
mirando lo que suena, escuchando el baile de la gente, sintiendo a algunos
abuelos recordar que si no bailan ahora, como alguna vez lo hicieron, es porque los
reumatismos lo impiden. La abuela sorprende a Culí y se lo quiere llevar del
brazo para que se tome un plato de sancocho pero éste se suelta con suavidad porque
aún no le ha bastado mirarla; quiere verla tal y como la guarda en su mente,
como la lleva de horizonte, de salida del sol, de tarde cuando el frío aprieta
como un latiguillo, de oscuridad cuando los grillos y los sapos se quedaron con
el “joy, joy tuyero” cantado a la siguiente madrugada. Le sigue viendo las magias
para atraparlas junto a sus metras en los bolsillos del recuerdo.
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