(Capítulo I: Eso que en muchas ocasiones
es llamado retorno)
Su madre (llamada Ibraynna) había llegado a
Amáraka de un sitio nombrado Escandinavia, ochenta y dos años antes del arribo de Colón: estaba encinta. Su padre había muerto en una batalla contra
los bávaros, donde una lanza le partió el esternón. Ibraynna le dio sepultura
bajo el rito sagrado de los Adjinnis.
El barco había entrado por Tierra del Fuego
bajo una nube de flechas y lanzas que por horas enteras no dieron cabida ni al
descanso ni a la calma. Por azar, atracaron en un embarcadero natural que
tenían los antiguos Aymaras para negociar sosiegos con la oscuridad. Bajo el
límpido resplandor de una luna perfectamente redonda fue dado a la luz aunque
su primer llanto los delató.
El natural exceso de inocencia le impidió
escuchar los últimos llantos de la madre frente al irremediable desangramiento.
Sus primeras hambres fueron saciadas por las tetas de varias mujeres aborígenes.
Jamás extrañaría de la madre aquellos redondos ojos azulados porque estas miradas
oblicuas le dieron calor, sonrisas, buenaventuranzas y canto. Fue iniciado
bajo el cuidado de las Araucarias con el supremo regente del Tigre.
Tratado como uno más, aprendió a escalar los
árboles más altos, a enfrentar las terribles corrientes del gran río, a pisar
la tierra como la hormiga y correrla como los felinos, a escribir desde las
lecturas de los amaneceres, a sanar con las hojas y raíces de las plantas, a
desaparecer con los ungüentos hechos de las mantecas de las serpientes.
Su familia aborigen fue asesinada en el
asalto de nuevos europeos cuando tenía 95 años. Le fue perdonada la vida a
cambio de narrar su odisea: se negó. Atrapado y llevado al reino de Portugal fue
juzgado culpable; pasó quince días en una mazmorra del puerto de Lisboa mientras
la muerte le solicitaba. Escapó con el antiguo rito aymara de la
transmigración. Apareció en el campo donde había muerto su padre, hoy Malmo,
donde se inició en la curación de las enfermedades más frecuentes. Se hizo
experto en sanar niños de toces irreparables. Lugareños le llamaban “el hombre
venido del Sur”. Una mujer (antes de ser consagrada en la hoguera) entrada en
las secretas artes de la adivinación, lo bautizó “Enoc”, bajo el ritual cristiano del cual fue excomulgado por el plumazo de un abúlico Concilio papal.
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