Al que te pegue llévale la cuenta.
Dicho Popular
Si
la montaña tiene un alto, él va yendo a fuerza de liar tempestades,
cuando baja siempre apostando a la sequía. Trae troncos amarrados
con el mecate del azar sobre los doce años. Los palpitares del
corazón son cuentos sin autor, recuerdos recortados de su mente
bulliciosa o canciones caóticas que le salen de la boca en forma de
náuseas jadeantes, mientras las hojas secas se quejan de su pisada
presurosa.
Larga
proyección de la mirada es la carretera que lo recibe sin encontrar
los ecos del inicio; figuritas fantasmales emanan del mudo asfalto en
bailarín muestreo, como saludando la vesanía del sol que no cesa en
enviar su anuncio; ese saludo capaz de secar ríos bramantes, a menos
que las nubes se confabulen y los salve. Cada paso es sólo sombra
cetrina, augusta, sólida. Si en la montaña el sudor es recibido
como familia, en esta lenguarada gris, absolutamente gris, son
silentes aullidos de vapor.
Los pies reanudan las llagas y los callos. La casa lo sorprende
con olor a eucalipto invasor del patio, lanzando el haz sobre
cualquier ángulo del tiempo. ¿No ha sido suficiente con el recibido
hasta ahora sobre el propio cuerpo? ¿Hay que buscarlo en los
estertores de la antigüedad como si fuese un Cromagnon recién
llegado de la evolución? ¿Se debe producir con la misma sorpresa
victoriosa que sintió al saltar las primeras chispitas en la noche o
del día? ¿Cómo no abrir los ojos con el mismo asombro del inicial
descubrimiento? Hay que producirlo. Hay que hacerlo. Hay que
resistir.
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