Odia
el privatizador, todo regalo que le sea dado u ofrecido a su pecunio
o al bien ajeno. Nada que no cueste dinero le es falso, de ningún
valor, totalmente desestimable. A su alrededor, en su habitación, en
toda su casa, en la oficina donde trabaja, en el sitio de
esparcimiento donde sólo él decide la estancia y no pocas veces la
existencia, sólo hay cosas que costaron dinero, que forzaron una
erogación establecida por algún organismo nacional o internacional
regulador de precios comparables con el oro u otro canon o parámetro
dictador de lo que deben las sociedades establecer para vivir como el
dinero manda. Ve todo con los ojos del costo material que traslada a
las cosas algo que está más allá de la cosa misma, de su simpleza,
de su representación. Siente que el dinero, donde quiera que se
encuentre, siempre estará por encima de la necesidad básica y la
podrá comprar donde quiera que ésta se manifieste; nada que no se
pueda comprar existe en su realidad y si tuviese algún indicio de
existencia, buscaría eliminarla con el peso de todas sus
influencias. Todo regalo le es sospechoso, le levanta los prejuicios
más abominables.
Ningún
servicio por muy eficiente que pueda presentarse a expensas del
privatizador funciona si no es pago. Cualquier falla que presente un
sistema, una atención, una emergencia, una expedición, una
solicitud, un funcionamiento piensa que se debe a que nadie paga por
su ejecución. Por su cabeza no pasa que alguien o algunos puedan
realizar un servicio al prójimo solo por el hecho de honrar el acto
espiritual de servir en sí mismo y que su pago en emolumentos pueda
ser considerado ofensivo. No concibe el pago de los impuestos como un
arancel de ley sino como una comisión, que a su vez le agrega el
aderezo de la discrecionalidad, de la venalidad. El privatizador
somete a su ojo y a su avaricia toda función pública siempre
queriendo transformarla en objeto de su administración, por esta
razón juega a ver todo mal, a mirar fallas en cualquier
procedimiento, a juzgar todo resultado de lo público como
debilitado, trunco, arcaico, imposible de mejorar si no se paga; la
solución para el privatizador es pagar. Considera de la función
pública algo pasado de moda y le da todo el crédito de actual, de
novedoso, de moderno a la acción que privatiza campos, mares,
montañas, árboles, ríos, animales, atmósferas, neblinas, soles,
lunas, amaneceres.
En
lo personal, el privatizador es absolutamente fiel a sus acciones,
hasta el asco; no las reflexiona, no conoce la evaluación, ni la
autocrítica porque ya las ha privatizado. Todo en él es comprable y
vendible. Lo primero que se permitió vender fue su conciencia, es
por esto que su encargo supremo es comprar la conciencia de las demás
personas. Es una cadena interminable de la rama mercantil, la compra
y venta de las conciencias. El axioma vital de un privatizador es:
“mientras menos conciencia tengas, más conciencias debes comprar”.
No hay éxito en un privatizador que no esté antecedido de una
brutal compra de conciencias. La acción de compra de conciencias de
un privatizador, es posterior a la venta de la suya. Le encantan esas
escenas de las películas norteamericanas, en donde un tipo saca un
dolar a otro para obtener cualquier información y ese otro lo toma
(sin pensar) soltando la lengua. La marca de zapatos que lustran sus
pies, de calcetines que resguardan sus talones, de pantalones y
camisas que luce en reuniones de negocios, de sacos y corbatas que
ostenta en festines sociales, del perfume con el que desea encantar
en la proximidad personal es el apodo de su conciencia perdida. Toda
empresa, oficina o institución pública sometida por un
privatizador, tiene el sello del desprestigio que trabajó durante
años hasta derribar el muro de la posible eficiencia.
Finalmente
el privatizador sueña con vivir en una inmensa casa con piscina y
demás servicios. Añora tener unos hijos preciosos que estudien en
el exterior, poseer una esposa diligente que va a la peluquería, al
gimnasio, al automercado, al ocultista y amaestrar a una amante
considerada que le espere en un lujoso restaurante discreto con piano
bar. Quiere un perro de marca que le ladre fuerte cuando quiera hacer
algún zagas parloteo y se eche a sus pies para resguardar su lectura
de las noticias del mundo en su laptop. Se mira en el futuro saliendo
del estacionamiento de su gran casa en un automóvil que cambió seis
meses antes, envuelto en aires acondicionados y canciones de la
juglaría mundial. Desea jugar al golf frecuentemente con socios y
adulantes que alaben la original forma de exudar la nariz cuando su
palo número cinco choque con la bola hasta el arenal. Desde ya hace
a diario ejercicios antes de comer una dieta recomendada por algún
gurú de las ciencias homeopáticas, antes de tomar dos o tres
pastillas contra el estrés, el colesterol y el insomnio. De seguro
tomará las vacaciones en algún tugurio de lujo en Europa,
lamentando que los ecologistas hayan criminalizado los safaris. Un
yate le permitirá a veces mirar el firmamento y la noche, para
compensar su noctambulismo con una traganiquel igual a la que algún
Rey lleva en el suyo. Siempre se dormirá, como ahora, pensando en
que todo lo que tiene ha sido con el sudor de su frente.
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