Siendo
gentío entramos. Gentío avalancha, gentío tsunami, gentío
deslave, gentío bululú que es el gentío del gentío que pasa por
aquí desafiando la puerta electrónica. Es un gentío que es casi
contrario a las matemáticas porque no provoca contarlo; lo que
provoca es enredarse en ese ser calculado por alguna estadística
metida en pedazos en esas máquinas que son como nuestra familia, a
las que llamamos torniquetes. Sí, eso: los panas torniquetes.
Yo hasta los saludo a veces en susurros para que no se sospeche que
estoy loco. Los veo, me les aproximo y antes de atravesar sus brazos
de metal les digo: “Epa, ¿Qué tal, torniquete, como andas en este
día?” A veces presiento que me contestan metiendo sus respuestas
entre el ruido que viaja en toda la estación y se monta conmigo en
el vagón.
Elsa
entró primero y había quedado un tanto lejos, en lo que llamamos el
pasillo del vagón, yo en cambio quedé atrapado en la olla
apretujada que se forma luego de la puerta; de allí vemos las
caras frustradas que quedan en la punta de la raya amarilla, del otro
lado. Que si cierra que si no cierra, que si cierra que si no cierra.
Como frecuentemente hacemos competencia, le hice la señal a
Elsa de que serían seis veces que cerraría la puerta. Ella
parece que andaba optimista porque de buen humor mostró tres
dedos. Ganó ella por aproximación porque fueron cuatro los
portazos. Como no me había dado cuenta del poco aire, cada portazo
me parecía una gracia que se me quitó cuando avanzó el tren con el
poco de musiquita extraterrestre que le queda en el altavoz y
entonces el sudor, la misma cascada de sudoración de siempre,
comenzó a hacer su trabajo sobre mi rostro.
Íbamos
lejos: Plaza Venezuela, y el jalón era desde Las Adjuntas y de pie;
“No me des tortura china” -dice Ismael Rivera en una canción.
Ganado para la paciencia y sin poder disfrutar de las evocaciones
académicas de Elsa, quien prepara una tesis doctoral, comencé mi
tarea de pensar en cuanto poema o drama teatral o película de culto
llegara a mi contemplación y distrajera la angustia hasta La
Yaguara; a ver si se bajaba alguna gente y quedara cerca de Elsa. La
memoria me hacía trampas porque sólo llegaban las escenas de
ciertas películas y algunos pasajes de libros; cero el nombre de las
películas o de los actores: “será el calor” –deduje. Si no
recuerdo cosas concretas de autores o directores no accedo al
recuerdo pleno de la obra; teniendo los datos es cuando me motiva
recordar. Con esta debilidad anímica entré al lenguajeo de siempre,
con los demás sonidos gravitando. Parejitas hablando de sus
aventuras secretas; una se daba jamones rudos que los chamos de ahora
llaman latazos (¿quién les sugirió que llamaran así a algo tan
sabroso?) hasta que el pana se pasó de maraca y le dio un beso
mordelón (como el que anhela el trío Los Panchos en la
canción Amorcito Corazón); resintió su chica con cierta
risita aquella Lata y ambos trataron de discrecionarlo porque
venían aplastados contra varias mujeres que traían niños y niñas
en edad prescolar repasando un cántico en retahíla. Estudiantes
universitarios transándose en los aullidos curriculares de sus
clases hacían trizas a un profesor que, según sus sufrimientos,
sabía poco de lo que impartía.
Entró
el evangélico señores y señoras: el cristiano. El mundo se acaba.
Todo lo que está sucediendo lo dice La Biblia. Yo me la leí desde
el Génesis hasta el Apocalipsis. A mí nadie me viene a meter un
coba. ¿Cuántos dicen amén? Elsa estaba metida en un librito de
Walter Benjamin que habla de la niñez y los juguetes y ni siquiera
captaba mi súplica por un guiñito de ojo, porque su
concentración era como presentar ya el trabajo ante un jurado
riguroso. En La Paz se bajó el gentío que esperaba pero se montó
otro, momento en que se produjo un choque de aguas diferentes que
casi me expulsan del vagón. Cuando ya quedaba botado más allá de
la puerta, en el andem de los frustrados, mientras la desesperación
salía del rostro de Elsa, quien trataba de darme una mano invisible,
entró el último osado como una tromba y me comprimió contra la
olla que protestaba con cierta arrechera comprensiva: “Ya no
caben”, “Mete el bolso mi pana”, “Por eso es que se dañan
las puertas” –eran algunas voces que dejaba el coro en un
desconcierto que rápido se acompasaba cuando la puerta cerraba.
Confieso que agradecí continuar en el impresionante calor que nos
unificaba y así no tendría que esperar el otro tren que vendría en
su propio tiempo a darme otra lección de rudo cuerpo a cuerpo, para
encontrarme con Elsa en un sitio ya acordado en Plaza Venezuela. En
Capuchinos ya tenía planeado aprovechar el maremágnum y acercarme
hasta Elsa cual si fuese un pescado que busca su anzuelo o su red. No
lo logré. Si Elsa estaba en el pasillo de la izquierda atrapada en
las letras de su libro de juguetes, yo era impulsado hacia el pasillo
de la derecha entre cuatro abuelas que, haciendo cuchicheo envoltorio
de conversación deliciosa, venían hablando de los olores de la
comida. “¡Qué temazo!” –pensé.
No
tardaron en preguntarme por mi olor predilecto. Me fui por el aroma
de la hallaca navideña. Fue como si aquellas doñas hubieran
recibido de mí el bien más preciado para la cháchara que
desplegaban. Un tipo me susurró su molestia por lo que para él era
una inverosímil conversación, ya que la situación del país no
estaba para hablar de platos de comida. Sin embargo, y precisamente,
la habladuría tornó hacia la cantidad de alternativas que habían
encontrado para hacerlas en diciembre en medio del bloqueo económico.
Todo mi pasillo se convirtió en un debate que versaba sobre si se
podía hacer o no hallacas en el próximo diciembre. Como las abuelas
hicieron consenso en que sí era posible, quienes pudieron
contrariarlas no tuvieron más remedio que hacer del silencio un
celoso guardián. Otro tipo que no disimulaba en el rostro la
impotencia por no aportar nada, volvió sobre los olores vinculados,
esta vez, a la sudadera que llevábamos por los problemas del aire
acondicionado. Las abuelas se bajaron y el tema se transformó un
toma y dame que referenció al costo de los desodorantes y los
perfumes.
En
Teatros el gentío bajó y en un impulso que se llevó las torcidas
miradas de algunos morrales, quedé frente a Elsa. Me sacudió con
bellas tonalidades de su comprensión de Benjamin. Pasé mis dedos
sobre su frente y despejé un poco del sudor que perlaba su lucidez
mientras su sonrisa le jugaba una buena pasada a mi sonrojado rostro.
Le di el parte de guerra de mi pasillo (“estabas muy animado con
las viejitas” –me dijo con cariño) y le eché el cuento de los
olores de la culinaria decembrina en manos de mujeres bondadosas, con
el declinado saldo en que había quedado la conjugación del tema,
debido a unos tipos que llevaban el pesimismómetro a reventar. Esto
huele mal. Toda esta gente huele mal. Este país huele mal. Este
mundo huele mal. Ese tipo que está leyendo ese libro allí huele
mal. Hasta ésa que va frente a un espejito acicalando su lindura de
mujer les olía mal. “Elsa –le pregunté- ¿A qué huele este
vagón?”.
“A pueblo, mi amor”.
“A pueblo, mi amor”.
Bravo poeta, que cosa más buena. Me gusta mucho tu estilo de narrar desde el edificador. Me encanta las imágenes y el suspenso del distanciamiento con Elsa. Un abrazo fraterno.
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