El
mundo volvió a aparecer así, quieto, dormido o haciéndose el dormido. Una
espeluznante araña, de tres patas quebradas, salía de la manga del sábado.
CESAR VALLEJO
No era nadie. Abrí los ojos y no era nadie. La
oscuridad aplastaba al nadie que era yo. Flotaba en la nada como un pez sin
huesos. Estaba entregado a un vacío que me era familiar pero no recordaba el
origen. Había perdido todo, hasta el recuerdo de quién era. No había alto, ni
ancho, ni profundo. Tampoco estaba el tiempo. La ninguna experiencia ante
aquello me impedía saberme y sentirme. No podía identificarme con nada. Era
todo pensar, nada cuerpo. La infinitesimal sensación sentida, apenas me
permitía parecerme a un palpitar.
Algo se acercó a mí y me abrazó. Era la respiración
que danzaba tan despacio, tan sosegada, tan goteada hasta hacerse el fluir que
me hizo recordar el recuerdo. Fui entonces un recuerdo repetido hasta infinito.
La memoria de un piso bajo mi cuerpo me dio la sensación de que la oscuridad
era sólida como un bloque de hielo. No sabía que había frío y lo supe cuando el
cuerpo abrió paso al calor. Frío y calor se disputaron mis evocaciones hasta
otorgarme la ligera sensación de que estaba vivo. Parpadeé. Fue mi primer
movimiento voluntario, tal vez en siglos o en segundos. Varias veces pegué y
despegué las pestañas y me invité a tener miedo como carta de presentación.
Pensé llamar, gritar, mas no me dio ganas. No había miedo. Se trataba de un
abandono delicioso. El piso me palpaba las palmas de las manos, la mejilla, las
rodillas descubiertas en pantalones cortos. Llamé al llanto y no atendió; no le
dio la gana de salir.
Una luz muy tenue fluyó por un boquete al que
llamábamos balcón. Se fue iluminando sin
luz lo que llamábamos recibo. Los
muebles sin el color rojo. El radiopicó sin el color sepia. El corazón de Jesús
sin el color de santidad. La puerta cerrada sin el color gris. Los altos huecos
de la pared sin las voces claras. La luz se intensificaba y bordaba el bombillo
apagado de un amarillo pálido. Aún sin mover el cuerpo miré con el rabo del ojo
el techo pintado de aquella iluminación jamás vista. Los rodapiés aparecieron de
la blancura con su negrura, llamados también por esa luz invasora.
En el piso había otro apartamento en tinieblas,
como si desde abajo alguien hubiera hecho una fotografía. Otros muebles rojos, otro
picó sepia, otro corazón de Jesús santo, otra puerta gris, otros altos huecos
de las paredes filtrando voces salpicadas de ecos, mi mejilla helada, el rabo
del ojo mirándome los párpados abiertos, los lentes ausentes en custodia de mi
Mamá, la curiosidad escondida en la barriga, la risa tratando de venir del
hueco tenebroso de la cocina, el blanco de la nevera confundido en la claridad,
el porrón de la uña de danta
sosteniendo el verdor adormecido, los sacos de yute debajo del sofá. También todo
estaba colocado perfectamente en ese plano.
Giré hasta quedar bocarriba. Ya la luz había
creado sombras firmes, sólidas, de incandescencia tan sutil que parecía rodar
por las paredes, donde ya se veían las repisas de yeso pintado de colores
pastel, conteniendo pequeños adornos de tela. Lancé un soplido fuerte con la
esperanza de ser escuchado. Nadie respondió. Arqueé las piernas y puse las
plantas de los pies contra el piso. Cuando la luz aplastó la oscuridad contra
mis ojos volví al bocabajo y me fui incorporando sin dejar de mirar el ventanal
del balcón a través de la cual la luz se había impuesto.
La tuve de frente. Redonda. Como si estuviese
metida en el balcón, mirando mi sorpresa, mi ausencia de miedo, mi grandeza tan
pequeña. Yo como si hubiese nacido otra vez con su llegada. Iba de velo cerrado
en amarillo intenso y colgaba como un retrato cósmico. Traté de alcanzarla con
la mano, tal vez de llamarla, de rozarla. Estaba tan inmensa, tan hermosa que
la recordé de nuevo al conocer las tortas de casabe hecha por los indígenas. Su
saludo intenso hacía más negra y más joven y más bella la noche. Me abrazaba
con su friolenta claridad. Me sonreía. Detrás algo me llamó. Era mi sombra a la
espera.
Mi madre escogía los sábados para limpiar el
apartamento. Con mis hermanas gozábamos el momento de pulir el piso de granito.
Ella derretía velas en una lata y esparcía aquella esperma para nuestras
competencias con los sacos de yute, utilizados siempre para hacer el mercado. A
punta de baile y bochinche lo dejábamos como un espejo. La mayoría de las veces,
luego de la tarea, mis hermanas se dormían extenuadas sobre el piso. Este sábado
me tocó a mí.
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