jueves, 11 de junio de 2020

CROMAGNON




El mundo volvió a aparecer así, quieto, dormido o haciéndose el dormido. Una espeluznante araña, de tres patas quebradas, salía de la manga del sábado.
CESAR VALLEJO




No era nadie. Abrí los ojos y no era nadie. La oscuridad aplastaba al nadie que era yo. Flotaba en la nada como un pez sin huesos. Estaba entregado a un vacío que me era familiar pero no recordaba el origen. Había perdido todo, hasta el recuerdo de quién era. No había alto, ni ancho, ni profundo. Tampoco estaba el tiempo. La ninguna experiencia ante aquello me impedía saberme y sentirme. No podía identificarme con nada. Era todo pensar, nada cuerpo. La infinitesimal sensación sentida, apenas me permitía parecerme a un palpitar.

Algo se acercó a mí y me abrazó. Era la respiración que danzaba tan despacio, tan sosegada, tan goteada hasta hacerse el fluir que me hizo recordar el recuerdo. Fui entonces un recuerdo repetido hasta infinito. La memoria de un piso bajo mi cuerpo me dio la sensación de que la oscuridad era sólida como un bloque de hielo. No sabía que había frío y lo supe cuando el cuerpo abrió paso al calor. Frío y calor se disputaron mis evocaciones hasta otorgarme la ligera sensación de que estaba vivo. Parpadeé. Fue mi primer movimiento voluntario, tal vez en siglos o en segundos. Varias veces pegué y despegué las pestañas y me invité a tener miedo como carta de presentación. Pensé llamar, gritar, mas no me dio ganas. No había miedo. Se trataba de un abandono delicioso. El piso me palpaba las palmas de las manos, la mejilla, las rodillas descubiertas en pantalones cortos. Llamé al llanto y no atendió; no le dio la gana de salir.

Una luz muy tenue fluyó por un boquete al que llamábamos balcón. Se fue iluminando sin luz lo que llamábamos recibo. Los muebles sin el color rojo. El radiopicó sin el color sepia. El corazón de Jesús sin el color de santidad. La puerta cerrada sin el color gris. Los altos huecos de la pared sin las voces claras. La luz se intensificaba y bordaba el bombillo apagado de un amarillo pálido. Aún sin mover el cuerpo miré con el rabo del ojo el techo pintado de aquella iluminación jamás vista. Los rodapiés aparecieron de la blancura con su negrura, llamados también por esa luz invasora.

En el piso había otro apartamento en tinieblas, como si desde abajo alguien hubiera hecho una fotografía. Otros muebles rojos, otro picó sepia, otro corazón de Jesús santo, otra puerta gris, otros altos huecos de las paredes filtrando voces salpicadas de ecos, mi mejilla helada, el rabo del ojo mirándome los párpados abiertos, los lentes ausentes en custodia de mi Mamá, la curiosidad escondida en la barriga, la risa tratando de venir del hueco tenebroso de la cocina, el blanco de la nevera confundido en la claridad, el porrón de la uña de danta sosteniendo el verdor adormecido, los sacos de yute debajo del sofá. También todo estaba colocado perfectamente en ese plano.

Giré hasta quedar bocarriba. Ya la luz había creado sombras firmes, sólidas, de incandescencia tan sutil que parecía rodar por las paredes, donde ya se veían las repisas de yeso pintado de colores pastel, conteniendo pequeños adornos de tela. Lancé un soplido fuerte con la esperanza de ser escuchado. Nadie respondió. Arqueé las piernas y puse las plantas de los pies contra el piso. Cuando la luz aplastó la oscuridad contra mis ojos volví al bocabajo y me fui incorporando sin dejar de mirar el ventanal del balcón a través de la cual la luz se había impuesto.

La tuve de frente. Redonda. Como si estuviese metida en el balcón, mirando mi sorpresa, mi ausencia de miedo, mi grandeza tan pequeña. Yo como si hubiese nacido otra vez con su llegada. Iba de velo cerrado en amarillo intenso y colgaba como un retrato cósmico. Traté de alcanzarla con la mano, tal vez de llamarla, de rozarla. Estaba tan inmensa, tan hermosa que la recordé de nuevo al conocer las tortas de casabe hecha por los indígenas. Su saludo intenso hacía más negra y más joven y más bella la noche. Me abrazaba con su friolenta claridad. Me sonreía. Detrás algo me llamó. Era mi sombra a la espera.








Mi madre escogía los sábados para limpiar el apartamento. Con mis hermanas gozábamos el momento de pulir el piso de granito. Ella derretía velas en una lata y esparcía aquella esperma para nuestras competencias con los sacos de yute, utilizados siempre para hacer el mercado. A punta de baile y bochinche lo dejábamos como un espejo. La mayoría de las veces, luego de la tarea, mis hermanas se dormían extenuadas sobre el piso. Este sábado me tocó a mí.

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