Siempre hay muchas
voces en la historia de nuestra vida. Las distintas voces que somos nosotros y
las voces de los demás. Nuestra historia siempre es una historia polifónica. Así,
poniendo en relación significativa diversas historias sobre nosotros mismos, también
aprendemos a componer nuestra historia. Y a modificarla.
Jorge Larrosa
De
pie en mis doce años frente a una escuela Parroquial en Catia, donde estudié
quinto y sexto grado, creo oportuno confesar mi aborrecimiento a la pedagogía. Por
años creí la culpabilidad de este sentimiento tan contradictorio, situado en
los muros de la escuela, en su estructura y su gente pero estaba equivocado. Uno se
va de esas paredes y se lleva en el alma las huellas infringidas por el monstruo
pedagógico.
Mi Mamá me había iniciado en las primeras nociones y conocimientos asesorada por un infalible orientador: el libro Mantilla. Entre sus angustias de ama de casa resultó ser casi esa maestra dotada con la paciencia de los años de ejercicio –aunque a veces se le agotaba pronto- que me posibilitó leer y escribir con bastante solvencia a los seis años.
Un
ejercicio del cual me prendé de inmediato, fue ése de calcar la letra de ella sobre
otro papel en blanco, al mismo ritmo de sus líneas trazadas. Práctica nombrada
por los tecnólogos del preescolar como motricidad fina. En principio me llevaba
la mano y luego me dejó solo ante un infinito del cual me apropié para siempre.
Sin
darnos cuenta, mi Mamá también me inició en las artes del dibujo, pues este
ejercicio me permitió asociar las formas vistas con las posibilidades de la mano.
Huelga decir que mi primera letra era idéntica a la de mi Mamá, luego transformada
por la oscura pasión del artista de la plástica llevada en mi espíritu.
Ella -mi Mamá- genuina maestra sin título, no tuvo escuela. Sin poder acudir, pasó su infancia en el campo yaracuyano, viendo a los otros niños entrar con sus uniformes limpios y sus útiles escolares. Su adolescencia como muchacha de servicio en casas de familias pudientes no pasó sin que su interés, habilidad y curiosidad le permitieran proveerse de algunos ejercicios de lectura y escritura. Lo demás lo creó Ella. La memoria me abandona en aquellos ejercicios de escritura -mejores que las fastidiosas planas- inventados por su cariño para mi aprendizaje.
Las
mañanas de tránsito del bloque 12 al 11 se llenaban de niños y niñas presurosos
a su escuela. Era sitio de paso y cruce de infancias y escolaridades. Por todo
el primer grado pasó mi sensación de cada día como si fuese el primer día, porque varias veces me orinaba en los pantalones. No me avergüenza en lo
absoluto confesar esta somatización producida por una escuela no parecida a una
escuela.
Quedaba
en el piso siete del bloque 11 de las Lomas de Urdaneta. Nos recibía el Himno
Nacional en el pasillo y luego pasábamos a los largos bancos y las mesas donde
podíamos extender parte de nuestra indumentaria. Hacia la cocina y el baño había
un pequeño zoológico pues el maestro y su familia eran, como la mayoría de los vecinos,
campesinos venidos a la capital.
Son
tan grandes estos edificios construidos por la gestión del general Pérez
Jiménez que hasta escuelas hubo con zoológico y todo. En el apartamento 83
donde vivíamos se casó mi Tía Ana y la fiesta organizada por su novio –era cocinero
de un hospital- tuvo banquete con sillas, mesas y hasta mesonero.
En
esta pequeña y apretujada escuela recibimos casi todos los castigos inventados
por el hacer pedagógico, cuyo agente era particularmente vesánico. Hubo días de
tanta represión, escapada en mis madrugadas en forma de gritos pavorosos. Silvio
tiene razón cuando canta con su guitarra: “lo más terrible se aprende enseguida
y lo hermoso nos cuesta la vida”.
Cierto
día a uno de mis compañeros se le ocurrió susurrarle a otro que su peine se le
había perdido en el salón. Cazado por el maestro fue obligado a detallar las
formas del objeto. Las hermanas del maestro, ayudantes en el trabajo de la
escuela, registraron todos los sitios de acceso del alumnado. Luego nos
obligaron a vaciar los bultos y los bolsillos. Nadie decía nada. Para que
saliera la confesión esperada, el maestro nos obligó a los varones a cargar los
bultos –una vez llenos- sobre nuestras cabezas. Nadie decía nada. A todas éstas,
el único compañero sin carga ni castigo era el afectado por la pérdida del peine.
Sería
de tanto mirar nuestras caras agobiadas que el compañero abrió la posibilidad
de haber dejado el peine en su casa. Cuando bajé mi bulto -porque el maestro me
eligió para ir con el compañero y hacer la averiguación- me sentí el obrero que
luego fui en un importante pasaje de mi vida.
Su
Mamá registró entre sus cosas y allí estaba el peine. Un bonito espécimen de
carey. Al ver el peine, el maestro lo tomó y lo blandió ante los castigados. Los
miró fijamente unos instantes y les ordenó que bajaran la carga. La víctima se
convirtió en victimario y el compañero se quedó cargando el bulto frente a
nuestras penosas miradas hasta el mediodía.
Bueno
es decir que esto ocurrió a los alumnos de tercero y cuarto grado. Los de
primero y segundo, ubicados en otro ambiente, observaron los acontecimientos
como un espectáculo. Quienes lloraron al ver a un hermano mayor pasando por
aquel trance, fueron castigados en un cuartico especial.
Como
la vida, la educación es también paradójica. Aquel maestro, sin duda de
crueldad manifiesta, era un excelente dibujante y pintor. En las fiestas, actos
culturales y carnavales se encargaba de realizar un decorado colorido,
impresionante a los ojos de las madres y padres. Lo elaboraba delante de nosotros,
mientras hacíamos cualquier tarea. Como la infancia tiene impensables recursos
para sobrevivir, todo ese trabajo pictórico con sus técnicas lo atesoré en la
memoria.
Cuando
me cambiaron a la Parroquial la represión visible se redujo a gritos de las
maestras, llevadas a la dirección y discretos puntapié de los curas en nuestras
espinillas con el consecuente ayayay propio. Las clases se fueron tornando más
explicativas y de exigencia memorística. El pase a la pizarra era constante,
por momentos abusivo. La lectura de la lección en voz alta tal vez era la mayor
tortura. En algunos momentos vi alumnos parados en los pasillos contra la pared.
Me
fui de la escuela del Bloque con un promedio de veinte puntos y ese promedio lo
mantuve en la Parroquial durante el quinto grado, aunque lo bajé a diez y seis en
sexto. Mi rendimiento escolar y la fama de buen estudiante entre la familia y
los vecinos nunca dijo todo lo que detestaba la escuela. Era sometido a pruebas
de conocimiento por tíos y vecinos. En farras familiares mi Papá me buscaba para
recitar las tablas matemáticas, resolver problemas y vocear fechas históricas.
Nunca
me jubilé de la escuela como mi hermana Yura. Inventé una forma de escabullirme.
En el turno de la mañana era imposible porque la vigilancia de mi Mamá y su
batallón de vecinas era implacable. En cambio, descubrí el turno de la tarde
como una posibilidad debido a la escucha de la novela radial: “¡El Gavilán!”, con
Rosita Vásquez y Daniel Farías, voces que hipnotizaban a las amas de casa y con
ellas a mi Mamá.
Quizás
mi táctica fue demasiado original. Estuvo basada en la lentitud. Reconozco
desde muy niño la seducción de la discrecionalidad, el embrujo del silencio, lo
oculto en lo imperceptible. Entre apuros mi Mamá me despachaba a la escuela
solo –sin la tutela de mis dos hermanas, siempre menores- y sin la parafernalia
impuesta por la mañana: saludos, quitadas de lagañas, acomodo de correas del
pantalón, repasadas del peine por el cabello, "la bendición Mamá", "Dios te bendiga", recomendaciones a vecinas: “Ya
saben, si me lo ven por ahí, mándenlo para la casa”, comentarios del día
mientras me iba, tratando de respirar entusiasmo. Las tardes, en cambio, se
prestaban para el Plan.
Salía
contando los pasos. Las primeras veces llegaba con el portón cerrado y los
heladeros y poncheros esperándonos con su mercancía amelcochada. Fui alargando
el tiempo de llegada, cosa emocionante ante la posibilidad de encontrar la reja
cerrada con candado y al portero diciéndome: “Llegó tarde. Devuélvase a su casa”
que era el objetivo central.
Morboso
era pensar en la llegada a casa diciendo a mi Mamá lo de la reja cerrada y el
portero mal encarado. Explicarle adónde se fue el tiempo, el sitio donde se
metieron los ocho o máximo diez minutos en llegar, mientras caminaba hacia la
escuela sería el desafío supremo: mi Mamá tenía la habilidad de Fantomas para
descubrir verdades.
Aplicaba
la distracción de la salida. Hacía preguntas necias. Comía el almuerzo
lentamente. Provocaba algún tonto accidente. Me tardaba en el baño. Una vez,
mientras ella sancochaba unos huevos me quemó la mano por accidente, al botar
el agua en el fregadereo. Con una práctica sorprendente me tomó la mano entre disculpas
tan azoradas como sinceras, la sopló con suavidad levemente acelerada, buscó la
pomada del caso, la untó mirándome a los ojos: “¿Arde?”. “Si” (con cierto dramatismo).
Me abrazó. Me dio un beso: “Ande, váyase que se le hace tarde”.
Había
mirado el reloj y eran las doce y cincuenta y cinco minutos coincidente con
Radio Rumbos que tenía la hora del cañonazo de fin de año, cantada por Néstor
Zavarse. Faltaban cinco minutos para El Gavilán, cinco minutos para el cierre
de la reja, cinco minutos para derrotar a la una de la tarde, mis cinco minutos
de gloria. Simulé una salida rápida y al cerrar la puerta comencé una cámara
lenta digna del ruso Sergei Einsenstein.
Era
imposible que mi lentitud en el pasillo hacia la letra C fuese vulnerada. Bajé las
escaleras una a una como mi hermano Péirel resistiendo las secuelas de la meningitis.
¡Serían ocho pisos que me devoraba cuando iba a jugar fútbol transformados en lentos
minutos triunfales!
Escuché
el joropo como tema musical en la Radio. Voces de madres conocidas diciendo: “¡Fulanita,
súbele el volumen!”. Ni una final de Brasil contra cualquier equipo superaba
aquella cadena acompañante, aquel himno del héroe salvador de los pobres y los
desamparados, aquel impulso sobrenatural que se engullía el tiempo de llegada
al edificio indeseable.
Ya
en la planta pensé en devolverme. Escuchaba la voz de Azucena acosada por el
villano de turno desde el capítulo anterior. Subí por el trecho más largo, la
carretera donde los choferes me miraban como al retardado, al que iban a
devolver a su casa vencedor de la pedagogía, al pacientoso que subía el pico
Bolívar con mecates parecidos a los usados por Jhonny Wessmuller en las
películas de Tarzán. Miré el imponente bloque 11 donde aún flameaba el pedazo
de bandera roja que los comunistas clavaron en la punta de la azotea: la
policía no logró quitarla por completo. Entrompé las escaleritas más estrechas
del mundo, donde a veces encontré a enamorados dándose besos.
La
última subida. La que me arrancó sonrisas nostálgicas años después cuando la
subí en tres zancadas, pensando en la cuesta más significativa antes de divisar
la reja que allí estaba: ¡Cerrada! Con su candado imponente que en las manos
del portero era un arma inquisitorial. Reja y candado puestos para el retardo. Una
jubilación magistralmente simulada.
De
nuevo pensé en devolverme, pero necesitaba el testimonio del portero ante lo
que sería la averiguación de mi Mamá. A la mañana siguiente estaría en la
dirección justificando mi llegada tarde y preguntando al portero el por qué no
me dejó pasar si sólo faltaban cinco minutos: ¡Otra vez los históricos cinco
minutos! En la medida de mi prisa simulada, como por una magia hasta ese
momento desconocida por mis fantasías, reja y candado desaparecieron y la entrada
estaba completamente libre. Algunos niños se me adelantaron corriendo entre
risas despreocupadas. Desde el patio de la escuela venia el portero contando
sus pasos, con el candado en las manos. “¡Quedan cinco minutos para cerrar la reja!”
–dijo en voz alta a quienes entrábamos ligero.
La
tarde estaba clara a la salida, aunque la bella neblina comenzaba a bajar del
cerro de El Amparo con su lenta rapidez. Me detuve y miré el edificio escolar
con sentimientos encontrados. ¿Cómo ganó? ¿Adónde se fue el tiempo? Mi amigo
Alí me alcanzó y nos fuimos conversando acerca de los entrenamientos del equipo
de fútbol, el programa de Los Picapiedras que pasarían a la seis y las tareas
que nos habían mandado.
Este extraordinario escrito¡ detona todas las vivencias de las cinco escuelas de mi primaria y de los recuerdos que vinculan la ternura de mi querida madre en esos maravillosos años de mi niñez!!!
ResponderEliminarUna experiencia de vida muy significativa para mi proceso de vida y estudios. Me ha transportado a epocas de mi vida hermosas. Gracias por compartir, gracias por sus enseñanzas de vida.
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