(Capitulo
2. En torno al aprendizaje de los elementos)
Siendo
muy niño, los Zemphaíres le robaron de los aymaras. Orgullosos como eran, no
podían vivir pensando que otro pueblo tenía a un niño diferente.
Ya
caminaba. Conocía las artes de contar los pájaros como contar las gotas de agua
que caían con la lluvia como contar los gritos de las mujeres que cruzaban el
páramo como contar los pasos del gato salvaje sobre la hojarasca como contar
todo eso con palabras a sus ancestros y ancianos de la tribu.
Al
hacerse Zemphayr fue adorado. Le fue mostrado el fuego, desconocido para su
familia anterior. Sus ojos entraban en aquel arder universal y veía consumirse
la brisa, el tiempo, los sueños entre aquellas lenguaradas rojizas de pasión
calórica. Presintió que se quemaba si sus manos osaban detener la tarea de
arder.
Descubrió
la lucha de contrarios, al saber que el fuego es dominado por el agua. Lo
asustaba, lo amainaba, lo apagaba todo fluido transparente venido del cielo,
del río o del mar. También se enteró que sus llamas nacen de sí mismas. Supo
que el fuego moría al conocer la ceniza. Su asombro llegó al cielo al saber que
puede volver a nacer y dar calor y quemar y dar luz.
El
abuelo Surkiak le apredió la sabia combinación de los elementos. “El viento
aviva el fuego, mueve las aguas y agita la montaña. El fuego se aprovecha del
viento para avanzar, huye del agua y quema la montaña. La montaña espera al
fuego para combatirlo, abre surcos para que el agua fluya, y se mece con la
presencia del aire. El agua somete al fuego, surca la montaña y corre con el
viento”.
El
inmenso cariño de las madres zemphayras le hicieron calmar, por momentos, las
lágrimas por sus madres aymaras.
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