viernes, 22 de noviembre de 2019

EL DOMINÓ QUE DOMINÓ ANTERO



A mi Papá

Asombrando siempre, mi Papá fue un excelente jugador de dominó, lo cual significa que fue un secreto sabio de las matemáticas, aunque no pasó del cuarto grado de la instrucción básica. Al leer el libro El Hombre que Calculaba de Malba Tahan, supe que él estaba en esas páginas contando bandada de pájaros al vuelo, manada de caballos al trote, granos de maíz que caían al saco como cascada tornasolada. Se conocía las veintiocho piedras como si mi abuela lo hubiera parido con ellas – y esa caja rectangular de madera en que vienen resguardadas con olor a depósito de bazar de chinos. Daba gusto verlo haciendo el ritual de invitar a los amigos, compadres o vecinos a rodear las cuatro esquinas de una mesa de pantry de tapete verde que teníamos para todo.

Yo utilizaba aquel viejo armatoste de cuando vivíamos en Lomas de Urdaneta para hacer mis deberes del Liceo, prepararme asquerosos sanguches de pan canilla con cambur y mortadela extra que acompañaba con una licuadora llena de merengada de lechoza, cuyas acciones sobre mi barriga son memorables en la familia, también hacía sobre aquel mausoleo de nuestra cotidianidad, caricaturas para el periódico político Semillero que el viejo César Albornoz y su pandilla de comunistas distribuían discretamente en las comunidades; allí las dos hermanas que me siguen en edad, batían la mezcla de sabrosas tortas de vainilla (no me gusta el chocolate en esos casos) que a veces rebotaban como extrañas pelotas de gomas en el estómago del prójimo; el Mago Péirel, cuando nadie se daba cuenta, extendía en una de las esquinas su colección de artilugios menudos (monedas saltarinas y sonoras, botones olvidados, mínimas envolturas de caramelos a las que pasaba la lengua con la esperanza de que todavía estuvieran embarradas de algún melao, barajitas que capturaba en revistas domingueras, algunas tuercas y tornillos milimétricos, cuentas de colores sacadas de trozos de tela extraviados en las butacas de la sala) y conversaba con misteriosos personajes que no lo regañaban por pendejadas, ni le reclamaban sus manías, mohines y salivaciones; en esa mesa, los pequeños Ángel y Arelis tejieron su niñez mirando cómo mi Mamá condimentaba los eternos platillos que nos alimentaban, mientras deletreaban un mundo que apenas se les venía encima; ante aquella vieja y querida mesa se sentaba mi padre cómo un rey, para encantar a la amistad con sus recuerdos, colocando el sarcófago del que resucitaban bullangueras, esas piedras invasoras, como un ejército petulante de poderes ocultos.

Como anfitrión, mi Papá siempre barajaba la primera partida. Mostraban los maltratos dejados en los dedos por el explotador trapiche de los campos de Lara y Yaracuy, sus manos que flotaban con la maestría de un director de orquesta sobre el canto blanco de los veintiocho marfiles. “Sale el que tenga la cochina”: -decía sentencioso si no llevaba el doble seis y cuando le tocaba, lo tomaba finamente con los dedos de la mano derecha y lo colaba con ambas manos en el centro como si hubiese recién nacido, provocando un ruidito seco y ceremonioso; nunca usó su fuerza para chocar alguna piedra contra el tapete cuando la jugada le despertaba emoción –pendejos o novatos los que juegan así- decía como burlándose. Miraba en las caras contrarias reacciones por la partida que el dios lúdico del azar les había dejado, una vez metían mano en el rebullicio, arrastrando su camada de siete fichas pétreas, para luego acomodarlas frente a los ojos. Mi Papá preparaba la estrategia de juego alineando las piedras como en el orden cerrado de un regimiento. Si alguien cuadraba a cinco, él correspondía diciendo: “Sin cuero vuela el sapo” y si el cuadre era a ocho soltaba un susurrante: “Ochoa”. La partida tomaba cuerpo y cuando había puesto sólo una piedra, tomaba las restantes de diferente forma; a veces dejaba tres en formación, llevándose casi al pecho las otras tres con la mano izquierda (donde seguro tenía la siguiente jugada) a las que miraba simultáneamente con la cartografía que se iba dibujando en el tapete.

Elevada la temperatura del juego, llegaba la señal para dejar salir sus frases lapidarias con la intención de tomar el mando psicológico del ambiente. Sus cálculos eran tan precisos que al conocer las fichas de su llave y de los contrarios, a conveniencia les ponía las pintas para que jugaran fácil con la frase: “Jabón pa’que laves”. Quienes conocen la dinámica del dominó saben que el jugador que no tiene ficha con qué responder a su turno, debe decir “paso” o dar un golpe en la mesa. Cuando esto sucedía al oponente, luego de una jugada suya, exclamaba gozoso: “¡Agárrenlo que va herido!”, en señal de que tenía la partida en sus manos o también lo miraba como amenazante, mientras le decía a su pareja (señalándolo con el dedo): “Juegue usted Compadre”. Cuando percibía que su par andaba como perdido, entonces levantaba la mirada y decía: “Ahora sí que llegó la de Chencho en Quibor”. Si un oponente se arrepentía de colocar la ficha, justo sobre la arquitectura de la partida, exclamaba muy guaramente: “¡Ah Mundo!”. Sabiéndose perdedor de una mano o de la partida completa, dejaba escapar con resignación la frase: “Perro a llorá”. Igual cuando le hacían pasar a su acompañante y tenía cómo responder, murmuraba: “Perro no come perro”. Si percibía que su pareja jugaba mal y luego los oponentes caían en lo mismo, sentenciaba: “La ley de la compensación”. Y si estaba a la defensiva y el oponente quería darle “jabón” le reclamaba como resabiado: “No te recortes las uñas”. Las veces que lo hacían sacar obligado una pinta importante, soltaba su frase favorita de Joaquín Trincado: “El que nada sacrifica a nada tiene derecho”. Nunca faltaba el momento en que a cualquier jugador se le salía una novatada y luego en la dinámica se enderezaba su entuerto, por esto guturaba: “Al inocente lo salva Dios”. Porque un oponente venía haciéndolo bien y sorprendía con una mala jugada, exclamaba atónito: “Se le salió la clase”. Pregonaba también: -“Dejo esto igual”, cuando colocaba una ficha de doble pinta y si era el doble seis decía: “Un peso menos” y si cuadraba las dos puntas a blanco predicaba: “La túnica de Jesucristo”. Cuando la partida le daba una ventaja holgada dejaba sonar: “Los tenemos comiendo en la mano”. Si el juego se trancaba y a los oponentes les quedaban muchas fichas, inmediatamente conmiseraba: “Se les llenó el cuarto de agua”, y el tratamiento era igual cuando iban en su contra. Al ver que una tranca le daba muchos dividendos  publicaba: “Esta es la pipa de Bentancúr”. A veces en la dinámica de la mano alguien decía: “Sale Antero” y mi Papá replicaba: “El hijo de Rosa Rodríguez”.

Le gustaba el dominó porque se resolvía rápidamente al igual que las bolas criollas. No era hombre de esperar mucho, de allí su puntualidad y su eterno afán de madrugar. Impensable verlo ante el tablero de ajedrez; el espionaje contraindicaba su personalidad. Cuando ganaba (momento en que quedaba sin fichas) pedía las piedras a los vencidos para sumarlas con asombrosa destreza, colocándolas una a una hasta juntarlas como una fila de momias dispuestas al sarcófago: jamás se equivocaba en el resultado. No faltaba quien le pidiera reconteo ante la perplejidad y si el demandante constataba la justa sumatoria le decía con firmeza: “Yo nací en Duaca, estado Lara”. Nunca lo vi guardando las piedras en la caja olorosa a bazar de chinos; aún viaja en mi memoria su estampa patriarcal esperando a que los compadres se sentaran ante la mesa de pantry para disputar un mache por jugar no más. No apostó más que la caja de cervezas para sobre llevar las alegrías contra la tristeza antigua que lo perseguía en secreto. Como a todos, le gustaba ganar, pero nadie puede decir que se molestó por perder o humilló alguna vez al perdedor. Jugaba con la seriedad con que un niño juega. Cuando escucho cualquier caja rectangular ocultando el tembloroso baile de las piedras del dominó, pienso en su sonrisa franca y en su voz de líder diciendo: “Sale usted Compañero”.
       

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