A mi Papá
Asombrando
siempre, mi Papá fue un excelente jugador de dominó, lo cual significa que fue
un secreto sabio de las matemáticas, aunque no pasó del cuarto grado de la
instrucción básica. Al leer el libro El
Hombre que Calculaba de Malba Tahan, supe que él estaba en esas páginas
contando bandada de pájaros al vuelo, manada de caballos al trote, granos de
maíz que caían al saco como cascada tornasolada. Se conocía las veintiocho
piedras como si mi abuela lo hubiera parido con ellas – y esa caja rectangular
de madera en que vienen resguardadas con olor a depósito de bazar de chinos. Daba
gusto verlo haciendo el ritual de invitar a los amigos, compadres o vecinos a rodear
las cuatro esquinas de una mesa de pantry de tapete verde que teníamos para
todo.
Yo utilizaba
aquel viejo armatoste de cuando vivíamos en Lomas de Urdaneta para hacer mis
deberes del Liceo, prepararme asquerosos sanguches de pan canilla con cambur y
mortadela extra que acompañaba con una licuadora llena de merengada de lechoza,
cuyas acciones sobre mi barriga son memorables en la familia, también hacía
sobre aquel mausoleo de nuestra cotidianidad, caricaturas para el periódico
político Semillero que el viejo César Albornoz y su pandilla de comunistas distribuían
discretamente en las comunidades; allí las dos hermanas que me siguen en edad, batían
la mezcla de sabrosas tortas de vainilla (no me gusta el chocolate en esos
casos) que a veces rebotaban como extrañas pelotas de gomas en el estómago del
prójimo; el Mago Péirel, cuando nadie se daba cuenta, extendía en una de las
esquinas su colección de artilugios menudos (monedas saltarinas y sonoras,
botones olvidados, mínimas envolturas de caramelos a las que pasaba la lengua
con la esperanza de que todavía estuvieran embarradas de algún melao, barajitas
que capturaba en revistas domingueras, algunas tuercas y tornillos milimétricos,
cuentas de colores sacadas de trozos de tela extraviados en las butacas de la
sala) y conversaba con misteriosos personajes que no lo regañaban por
pendejadas, ni le reclamaban sus manías, mohines y salivaciones; en esa mesa, los
pequeños Ángel y Arelis tejieron su niñez mirando cómo mi Mamá condimentaba los
eternos platillos que nos alimentaban, mientras deletreaban un mundo que apenas
se les venía encima; ante aquella vieja y querida mesa se sentaba mi padre cómo
un rey, para encantar a la amistad con sus recuerdos, colocando el sarcófago
del que resucitaban bullangueras, esas piedras invasoras, como un ejército petulante
de poderes ocultos.
Como
anfitrión, mi Papá siempre barajaba la primera partida. Mostraban los maltratos
dejados en los dedos por el explotador trapiche de los campos de Lara y Yaracuy,
sus manos que flotaban con la maestría de un director de orquesta sobre el
canto blanco de los veintiocho marfiles. “Sale el que tenga la cochina”: -decía
sentencioso si no llevaba el doble seis y cuando le tocaba, lo tomaba finamente
con los dedos de la mano derecha y lo colaba con ambas manos en el centro como
si hubiese recién nacido, provocando un ruidito seco y ceremonioso; nunca usó
su fuerza para chocar alguna piedra contra el tapete cuando la jugada le
despertaba emoción –pendejos o novatos
los que juegan así- decía como burlándose. Miraba en las caras contrarias reacciones
por la partida que el dios lúdico del azar les había dejado, una vez metían
mano en el rebullicio, arrastrando su camada de siete fichas pétreas, para
luego acomodarlas frente a los ojos. Mi Papá preparaba la estrategia de juego alineando
las piedras como en el orden cerrado de un regimiento. Si alguien cuadraba a cinco, él correspondía
diciendo: “Sin cuero vuela el sapo” y
si el cuadre era a ocho soltaba un
susurrante: “Ochoa”. La partida
tomaba cuerpo y cuando había puesto sólo una piedra, tomaba las restantes de
diferente forma; a veces dejaba tres en formación, llevándose casi al pecho las
otras tres con la mano izquierda (donde seguro tenía la siguiente jugada) a las
que miraba simultáneamente con la cartografía que se iba dibujando en el tapete.
Elevada
la temperatura del juego, llegaba la señal para dejar salir sus frases
lapidarias con la intención de tomar el mando psicológico del ambiente. Sus
cálculos eran tan precisos que al conocer las fichas de su llave y de los
contrarios, a conveniencia les ponía las pintas para que jugaran fácil con la
frase: “Jabón pa’que laves”. Quienes
conocen la dinámica del dominó saben que el jugador que no tiene ficha con qué responder
a su turno, debe decir “paso” o dar
un golpe en la mesa. Cuando esto sucedía al oponente, luego de una jugada suya,
exclamaba gozoso: “¡Agárrenlo que va
herido!”, en señal de que tenía la partida en sus manos o también lo miraba
como amenazante, mientras le decía a su pareja (señalándolo con el dedo): “Juegue usted Compadre”. Cuando percibía
que su par andaba como perdido, entonces levantaba la mirada y decía: “Ahora sí que llegó la de Chencho en Quibor”.
Si un oponente se arrepentía de colocar la ficha, justo sobre la arquitectura
de la partida, exclamaba muy guaramente: “¡Ah
Mundo!”. Sabiéndose perdedor de una mano
o de la partida completa, dejaba escapar con resignación la frase: “Perro a llorá”. Igual cuando le hacían pasar a su acompañante y tenía cómo
responder, murmuraba: “Perro no come
perro”. Si percibía que su pareja jugaba mal y luego los oponentes caían en
lo mismo, sentenciaba: “La ley de la
compensación”. Y si estaba a la defensiva y el oponente quería darle “jabón” le reclamaba como resabiado: “No te recortes las uñas”. Las veces que
lo hacían sacar obligado una pinta importante, soltaba su frase favorita de
Joaquín Trincado: “El que nada sacrifica
a nada tiene derecho”. Nunca faltaba el momento en que a cualquier jugador
se le salía una novatada y luego en la dinámica se enderezaba su entuerto, por
esto guturaba: “Al inocente lo salva Dios”.
Porque un oponente venía haciéndolo bien y sorprendía con una mala jugada,
exclamaba atónito: “Se le salió la clase”.
Pregonaba también: -“Dejo esto igual”,
cuando colocaba una ficha de doble pinta y si era el doble seis decía: “Un peso menos” y si cuadraba las dos
puntas a blanco predicaba: “La túnica de
Jesucristo”. Cuando la partida le daba una ventaja holgada dejaba sonar: “Los tenemos comiendo en la mano”. Si el
juego se trancaba y a los oponentes les quedaban muchas fichas, inmediatamente
conmiseraba: “Se les llenó el cuarto de
agua”, y el tratamiento era igual cuando iban en su contra. Al ver que una
tranca le daba muchos dividendos publicaba:
“Esta es la pipa de Bentancúr”. A veces en la dinámica de la mano alguien decía: “Sale Antero” y mi
Papá replicaba: “El hijo de Rosa Rodríguez”.
Le
gustaba el dominó porque se resolvía rápidamente al igual que las bolas
criollas. No era hombre de esperar mucho, de allí su puntualidad y su eterno
afán de madrugar. Impensable verlo ante el tablero de ajedrez; el espionaje
contraindicaba su personalidad. Cuando ganaba (momento en que quedaba sin
fichas) pedía las piedras a los vencidos para sumarlas con asombrosa destreza, colocándolas
una a una hasta juntarlas como una fila de momias dispuestas al sarcófago:
jamás se equivocaba en el resultado. No faltaba quien le pidiera reconteo ante
la perplejidad y si el demandante constataba la justa sumatoria le decía con firmeza: “Yo
nací en Duaca, estado Lara”. Nunca lo vi guardando las piedras en la caja
olorosa a bazar de chinos; aún viaja en mi memoria su estampa patriarcal esperando
a que los compadres se sentaran ante la mesa de pantry para disputar un mache por jugar no más. No apostó más
que la caja de cervezas para sobre llevar las alegrías contra la tristeza
antigua que lo perseguía en secreto. Como a todos, le gustaba ganar, pero nadie
puede decir que se molestó por perder o humilló alguna vez al perdedor. Jugaba
con la seriedad con que un niño juega. Cuando escucho cualquier caja rectangular
ocultando el tembloroso baile de las piedras del dominó, pienso en su sonrisa
franca y en su voz de líder diciendo: “Sale usted Compañero”.
Tremenda anécdota...
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