El
problema hoy día es que no hay desiertos, sino sólo ranchos postizos.
THOMAS
MERTON
Estadounidense
Monje
trapense
Yo
que no tengo abrazo para toda mi tristeza.
ROCIO
NAVARRO
Venezolana
Cultora de la música y la
poesía
Todo
el barrio Mamera caía sobre mis hombros mientras pensaba al voleo de la mente, viendo
en la inercia aquel cuartico de paredes azules desconchadas, alquilado para
sobrellevar mis ausencias y separaciones, metido el ojo melancólico en el
filamento del bombillo encendido como un pequeño mapa de las calles afluentes
de la avenida intercomunal de Antímano, dadas a parecer de noche como un
nacimiento navideño visto desde arriba o desde lejos o desde el Parque Central.
Resiste
aún la calle principal más corta del mundo, franqueada por casas y algunos edificios
de dos o tres pisos que los diciembres veteaban de tonalidades para cubrir muñequitos
escolares y corazones flechados muchas veces hechos a lápiz; y a escritos anónimos
que van saliendo del diálogo confinado en soledad, de la luna escondida entre humo,
sed, tos, ansiedad, vértigo y marcador de tinta indeleble; subidita que da a
Los Abastos –especie de plazoleta alguna vez engalanada de tres carnicerías y
varias bodegas evidentes o secretas, hoy cerradas en silencioso homenaje a lo
que fueron emprendimientos comerciales- extendida entre poste y poste que los
vecinos han caminado desde la fundación hecha piedra contra piedra, del cartón
a la pared de bloque –entre techo de zinc, gestión, cable, discusiones,
cálculo, zanja, tubo, esfuerzo, sancocho, café guarapo y esperanza- haciéndose
de infancia a vejez, en un ir y venir inadvertido de quienes se han quedado
para siempre o se han marchado para volver jamás, mientras, bajo la curvatura
de un aro de basket se persiguen niños tras un balón invisible.
Primero fue el cerro. Lenguas de una sola boca con aliento de lodazal buscando la cima. Transformadas han sido en un tejido de cemento revestido sobre escaleras, callejuelas, lomitas, pasadizos de cuya heredad nacieron casas hechas con el fuerte hormigón de los sueños que algunas veces resbalaron por la lluvia y luego se fueron sosteniendo a pulmón de trabajo diario y al óleo mentolado de la vieja oración a la brisa de Dios. Un muro aquí, un encabillado allá, más allá el encofrado de una zanja bostezando historias de acequias que están ahí, escondidas entre árboles flacuchentos, como subversivas, y nadie las ve.
Primero fue el cerro. Lenguas de una sola boca con aliento de lodazal buscando la cima. Transformadas han sido en un tejido de cemento revestido sobre escaleras, callejuelas, lomitas, pasadizos de cuya heredad nacieron casas hechas con el fuerte hormigón de los sueños que algunas veces resbalaron por la lluvia y luego se fueron sosteniendo a pulmón de trabajo diario y al óleo mentolado de la vieja oración a la brisa de Dios. Un muro aquí, un encabillado allá, más allá el encofrado de una zanja bostezando historias de acequias que están ahí, escondidas entre árboles flacuchentos, como subversivas, y nadie las ve.
Después
fueron Las Casitas. De otros lodazales empinados, al resbalón sometido por el
cielo partido en fecundidades de agua caída para desatar aluviones, vinieron otros
cosechados de pobreza a poblar una planicie, alguna vez hermoseada de repollos,
cebollas, zanahorias, tomates, coliflores, cilantros, cebollines por quienes
huían del espanto dictatorial de un Portugal empobrecido en la Europa de la
postguerra. Gran huerto arrasado por el tractor gubernamental que buscaba
paliar caseríos venidos abajo de cerros y farallones cenagosos. En esa soledad tétrica
provocada por la improvisación que dejaba un hueco en el estómago de la ciudad,
prefabricaron cien cajas de hormigón con sombreros de lata, traídas a fungir de
viviendas. La palabra “provisional” sonaba como un eco en las orejas, venido de
alguna oficina pública, silenciando la preocupación de los vecinos del cerro,
por la llegada imprevista de sustos, corotos, indefensión, angustias, desnudez envueltas
en el pecho de aquella gente.
Era el
propio barrio (y aún es) Mamera. Dicotomía pura en las fronteras donde la
toponimia se dramatiza con el tiempo, son sus sectores. Originarios fueron con
nombres de santos y vírgenes los risueños zanjones. Bautizadas también con el
recuerdo de alguna región provincial las pudorosas veredas y escaleras donde
los gochitos se reunían a recordar aquellos andes dejados atrás, para venir a envolverse
de frío citadino con sus gochitas o alguna novedosa muchacha de fresco
descubrimiento y así macerar esos amores iniciales que dejan marcada la
nostalgia con el primer cigarrillo petulante que se enciende a una sola mano en
la caja de fósforos, cual Sábata viene a matar; y esos besos reos de la
inexperiencia, muchas veces sellados con una preñez mecida en un rincón oscuro,
oloroso a betún.
La
entrada del infiernito me figura en
un antes difuso de búsquedas, aunque sucedido de lejanías marcadas por las
canciones de Ismael Rivera, como himnos con los que las mujeres mueven las
caderas para hermosearse mucho más y se agitan las primeras horas de los
sábados en lo que fueron mis pasos errabundos por lenguajeos íntimos y sorpresivos;
unos platos sonaban celebrando desayunos detrás de las paredes con olor a maíz
molido humeante, redondeado por manos femeninas prestas para echarlo a la
hornilla; alguna correa persiguiendo nalgas infantiles por cualquier inocencia
cometida, zumbaba su fuerza contra cualquier cosa; letanías de Tony Aguilar (compitiendo
con el vallenato colombiano que sonaba en las busetas) ondeaban desde La Grama
o La Batea o San Pablito, prometiendo a las madres, -a violín, trompeta y
guitarrón- dejar la bebida, los amigos, las mujeres alegres y los falsos quereres.
Está
signado por el asalto automotor este barrio como puesto ahí para atrapar frenazos
emocionales. Tuvo una estación de tren, de Trollebus y ahora mismo una del
Metro: la imagino lúgubre, resumando extrañeza por ese regodeo de resabios que
amparan a los abuelos en tardes de dominó y cerveza, tautologías metidas en la
lengua de los jóvenes para causar piquiña en el entendimiento, lenguaradas
desafiantes de muchachas de mirada pendenciera cuando conversan de amantes violentos
y aburridos, de idas al mercado para dialogar ofertas contingentes o de mascotas
callejeras (tal vez un perrito parecido a chihuahua) que ya no hallan donde meterlas.
También tuvo una planta eléctrica que de orfandad fue desmantelada y usada para
apurados coitos de arrabal. Todavía le quedan, una pasarela desde donde echar
la basura a unos containeres colocados debajo se convirtió en deporte infantil;
y la casa de campo de un gobernante que se fue a París montado sobre su propia
guerra caudillesca.
Jamás
carece de infinitud un barrio. Su palabreo no tiene fin. Son inacabadas las
andanzas de quienes quedaron atrapados en sus azares. La unión secreta habida
entre quienes lo han habitado y ahora son recuerdos escondidos en el ulular del
viento que mueve los cables de la luz y quienes se han quedado en su día y
noche para observar la umbra que se forma en las madrugadas mareadas de olvido,
es una cabuya poblada de manos tensadas alrededor de los cuentos pasados por la
revisión de quienes fueron los íngrimos protagonistas de sus propias exequias.
En
todo esto falta de Mamera la tragedia; su particular mundo quebrado, desbarrancamiento
que lo ha perseguido con la notoriedad de un presidiario fugado de todos los
ojos, de todas las bocas, de las tazas de café que nunca faltan para sanar las
nostalgias; su mal hado muchas veces colocado en primera plana para que la
muchedumbre se persigne al escuchar su nombre, siempre faltará en la rendición
de cuentas de cualquier barrio, porque en este perfil Mamera ha sido
completamente original. Menos mal que el tiempo se traslada -oscila cósmicamente-
para velar a otros enfermos y el olvido lanza su red adormecedora sobre quien
la experiencia no le ha dicho la última palabra.
No
se recorre Mamera sin que la gente vea a los otros con mirada de saludo; así
sea para espiar siempre hay una bienvenida insospechada en todo olisqueo para
ver qué pasa, quién es, de dónde viene. Y para quienes tienen al odio por
costumbre, aquí no lo encontrarán. Existe entre todos estos huecos que ahora veo
en lo que muchos dicen que ha sido una avenida (llenos de un charco inodoro y pastoso),
en ese apilonamiento de casas casi sin veredas, donde seguramente avisan en una
punta que van a pasar a la otra; hay en este abandono activo un secreto y
extraño amor. ¿Cómo se puede percibir amor en este inmenso terraplén de
necesidades que pareciera cobrar su peso en odio?
“Vamos
a comernos unas empanadas” –dije al poeta Miguel una madrugada fresca y sin
luna. La buena tarde con el yi en día sábado me puso valiente con el bolsillo. Habíamos
estado hablando entre otras cosas de las novelas de Herrera Luque, del último
artículo de Domingo Alberto y de la declinante carrera de Antonio Armas en
Grandes Ligas. Nos metimos a Las Casitas por la salida de El Guásimo porque era
la vía expedita para llegar al “carromato”, como le decíamos a la empanadería. “La
una de la noche, decía Neruda, y este gentío”: - me dijo el poeta que amaba a
este barrio a todas horas. Frente a cualquier otro sitio podía tener el encono
de Nietzsche o el filo de Baudelaire o la radicalidad del Chino Valera Mora, pero frente a Mamera Miguel caía
rendido a sus pies como el barrio-dios nacido con él. Nos anotamos con seis de
carne mechada -“para cuando salgan”– dije comprensivo. Cada quien pescueceaba
creyendo suyas las que burbujeaban fritas de las espumaderas a los tazones de
plástico. Una mujer flaquísima que no dejaba de fumar, vigilaba la producción
mientras otra de afro y cuerpo venusiano amasaba, tomaba con una cucharilla la
porción (que siempre veo mínima) de queso, cazón o pollo, la colocaba en la masa abierta, la doblaba y pasaba por el molde
redondo y ¡zas! al aceite hirviente. No se daban abasto.
“La
reina pide treinta” –dijo a voz oscura un recién llegado bajito, enchaquetado,
con gorra hasta las cejas. Nadie supo de dónde salió un gordo a quien decían García,
por el parecido con el sargento del Zorro; colocó una gran pelota de masa sobre
otra mesa y dejó a una abuelita aplicando velocidad para ese pedido. Inquirí al
poeta con una seña y me la devolvió con la despreocupación de los gatos que le
fascinaban. “¡Con las Loterías!” –cantaba YVKE en voces de un corito gritón de
medianoche. La espera me adormecía hasta que de nuevo en la radio escuchaba:
“¡YVKE Mundial no duerme! ¡No duerme!”. Pasaban las motos cada tanto jineteadas
en pareja. Un pequeño frío comenzó a instalarse en los poros y en las orejas. “¡Son
la una y treinta!” dijo un corito en la programación grabada y varios se vieron
los relojes hasta que llegó ella.
Venía
de parrillera en una tres cincuenta, escoltada por dos parejas de motorizados.
No simularon las armas. La población que abarrotaba el carromato abrió un espacio
apretando los cuerpos y un escolta le dio camino. Rubia, alta, vaquero caminar,
intimidante pose entre gorra de cuero negro y botas altas. Un celaje de
tristeza en la severidad de ojos grises me habló como a un raro ejemplar: “¿Qué
pasó profesor? ¿Tiene hambre?”. García le abrió un saludo de promesas sonrientes
a inmediato cumplimiento. De pronto la radio anunció algo inusual en la canción
que iniciaba. No eran Wilfrido ni Oscar de León. “¡Silencio!” –dijo la mujer
levantando la mano. Todos y todas callamos. “Que triste se oye la lluvia, en los
techos de cartón” inició el cantor con voz grave. “Qué triste vive mi gente en
las casas de cartón”. Bajó el rostro la Reina guturando palabras como si
buscara fractales en el piso. Con la punta de la bota escarbó aplastadas
colillas, pedazos de vidrio de alguna botella demolida por fuerzas brujeriles,
lágrimas empegostadas en un nadir consolador de dolores compartidos con la
desperanza, y el polvillo desértico abandonado en huellas del viento que pasa. “Viene bajando el obrero,
casi arrastrando sus pasos por el peso del sufrir”. “¡Calla!” –dijo con firme
encono a un espaldero que intentó romper el silencio. “Ese pana me parte el
alma con eso, con esa guitarra”. Sólo el silenciado ruido de la fritura bogaba sobre
las cuatro cuerdas a estribor de la melodía. Reojos extrañados iban y venías entre
quienes con seños perplejos caíamos en la cuenta de un ritual chamánico
insospechado. “Arriba, deja la mujer preñada, abajo está la ciudad y se pierde
en su maraña”. “¡Qué jodido!” –se dijo abriendo los carnosos labios, bellos de
autoridad y saliva sensual. Se lo repitió varias veces: “¡Qué jodido!”, como la
voz de la desconsolada novia de Narciso. Cerró el puño de su mano derecha con
vibraciones tensas y tocó su pecho varias veces mientras movía la cabeza en
señal negativa. “Hoy es lo mismo que ayer, es su mundo sin mañana”. El cantor colocaba
latidos de corazón ante la cuna de un niño; de pronto sus notas se hallaban agitando
los portones de las fábricas o espetando su arrechera en un juzgado de
leguleyos pelucones o tomando las manos de una abuela preocupada por el hijo o
mirando nuestros ojos tan a fondo como esta muchacha –mujer a la fuerza- lo veía
en su escalera de sentires. Las tristezas se comparten ante hechos trágicos
para que pesen menos, pero este lugar común no detiene tal caudal de tristeza, una
extraña melancolía que comenzamos a compartir espontánea, súbita, como venida
sin querer de una tragedia percibida por ella hace mucho tiempo y por nosotros
también pero se nos había quedado suspendida –inadvertidamente- en el alma y
ahora se revertía hacia quienes la veíamos escuchando lo que escuchábamos con
su misma reverencia. Fue una solidaridad antigua, escondida en el presentimiento
pero descubierta cuando ella se elevó a esa reverencia única, compartida sin
obligación. “Usted no lo va a creer, pero hay escuelas de perros y les dan
educación, pa´que no muerdan los diarios, pero el patrón, hace años muchos
años, que está mordiendo al obrero”. Elevó el rostro para llenarlo de noche, buscando
en las estrellas alguna lógica y ese diálogo íntimo más allá de la armonía, de
las síncopas atipladas en la atmósfera como tejiendo dulzuras. “Esto sucede”
–dijo hablando con nuestro asombro. Echándonos miradas perdidas. “Esto siempre sucede”. Y el cantor dijo al final: “Que
lejos pasa la esperanza, en las casas de cartón, oh, oh, oh”.
“¡García!”. “Dime Reina”. “¿Ya están listas?”. “Todas listas, mi Reina”. “¡Cancela Yiyo!”. Uno de los motorizados tomó las bolsas engrasadas y salieron tras la mujer que caminaba afincando los tacones. Las motos hicieron el coro rugiente tan admirado por la adolescencia que anhela dejar la bicicleta, perdido como algarabía mecánica dispuesta a despertar a las ánimas. Su largo cabello movía con fiera estética la brisa a manera de pincelada espiritual. Dejamos aquel silencio impuesto frente a la radio noctámbula, poco a poco, con serena dificultad. Extendí la mano a la flaca para recibir las seis de mechada y pagar. El mutismo del momento cobraba acento, con cada mordisco que dábamos a la masa caliente, gustosa. ¿Quién podría decir adónde se fue aquel sentimiento que nos acompañó?
“¡García!”. “Dime Reina”. “¿Ya están listas?”. “Todas listas, mi Reina”. “¡Cancela Yiyo!”. Uno de los motorizados tomó las bolsas engrasadas y salieron tras la mujer que caminaba afincando los tacones. Las motos hicieron el coro rugiente tan admirado por la adolescencia que anhela dejar la bicicleta, perdido como algarabía mecánica dispuesta a despertar a las ánimas. Su largo cabello movía con fiera estética la brisa a manera de pincelada espiritual. Dejamos aquel silencio impuesto frente a la radio noctámbula, poco a poco, con serena dificultad. Extendí la mano a la flaca para recibir las seis de mechada y pagar. El mutismo del momento cobraba acento, con cada mordisco que dábamos a la masa caliente, gustosa. ¿Quién podría decir adónde se fue aquel sentimiento que nos acompañó?
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