martes, 21 de febrero de 2017

SAGABIR


Dedicado a las compañeras y compañeros de Casa Alianza de México, 
por intentar comprendernos.

Siempre coincidíamos en el apretuje del ascensor y allí nos dábamos cuenta de la fiel presencia del personal. Era una cajita metálica de lujo, construida en bloque paralelepípedo, muy parecida a esas naves espaciales voladas en la ciencia ficción infantil televisiva, con bordes de chapas plateadas que amalgamaban cuatro paredes azul, rojo, amarillo y naranja de novedoso resplandor, techo rosado donde se disponían en círculo veinte pequeños bombillos de potente luz blanca; también tenía puerta de dos alas en color crema que se retiraban al mando de la luz sensible y un tablero rectangular negruzco, provisto en la parte superior de un espacio digital plano e iluminado, igual en rectángulo, que titilaba números y letras con luces rojas en medida del sube y baja de los pisos, y la parte inferior lucían una fila de botones dorados, numerados en ascendencia desde el sótano (S), la planta baja (PB), los pisos del uno al cinco hasta señalar a un ridículo pent house (PH) que casi no existía, pues comunicaba con la sede de una de las policías de la ciudad.
En el salón de usos múltiples del piso cuatro, al lado de la Coordinación General, nos reuníamos a diario para soñar nuestro trabajo, antes de repartirnos en las sub-coordinaciones. Era un espacio más adulto, con amplitud medida para conversar, paredes de fino aglomerado prefabricado color azul y allí contábamos con varias mesas rectangulares, numerosas sillas recicladas de otras oficinas públicas y un pizarrón blanco de virgen uso. Nadie faltaba, no había quien llegara después de la hora convenida debido a que existía el inagotable entusiasmo digno de los panales de abeja; no habiéndose asegurado la paga quincenal, ni el nombramiento formal, ni siquiera la promesa del primer sueldo, cada quien honraba su asistencia con la fe de obtener empleo en un proyecto del nuevo gobierno, con la iniciativa de quienes fabrican la miel.