Dedicado a las
compañeras y compañeros de Casa Alianza de México,
por intentar comprendernos.
Siempre
coincidíamos en el apretuje del ascensor y allí nos dábamos cuenta de la fiel
presencia del personal. Era una cajita metálica de lujo, construida en bloque
paralelepípedo, muy parecida a esas naves espaciales voladas en la ciencia
ficción infantil televisiva, con bordes de chapas plateadas que amalgamaban cuatro
paredes azul, rojo, amarillo y naranja de novedoso resplandor, techo rosado
donde se disponían en círculo veinte pequeños bombillos de potente luz blanca;
también tenía puerta de dos alas en color crema que se retiraban al mando de la
luz sensible y un tablero rectangular negruzco, provisto en la parte superior
de un espacio digital plano e iluminado, igual en rectángulo, que titilaba
números y letras con luces rojas en medida del sube y baja de los pisos, y la
parte inferior lucían una fila de botones dorados, numerados en ascendencia
desde el sótano (S), la planta baja (PB), los pisos del uno al cinco hasta
señalar a un ridículo pent house (PH) que casi no existía, pues comunicaba con
la sede de una de las policías de la ciudad.
En
el salón de usos múltiples del piso cuatro, al lado de la Coordinación General,
nos reuníamos a diario para soñar nuestro trabajo, antes de repartirnos en las
sub-coordinaciones. Era un espacio más adulto, con amplitud medida para
conversar, paredes de fino aglomerado prefabricado color azul y allí contábamos
con varias mesas rectangulares, numerosas sillas recicladas de otras oficinas
públicas y un pizarrón blanco de virgen uso. Nadie faltaba, no había quien
llegara después de la hora convenida debido a que existía el inagotable
entusiasmo digno de los panales de abeja; no habiéndose asegurado la paga
quincenal, ni el nombramiento formal, ni siquiera la promesa del primer sueldo,
cada quien honraba su asistencia con la fe de obtener empleo en un proyecto del
nuevo gobierno, con la iniciativa de quienes fabrican la miel.