sábado, 30 de enero de 2021

SUEÑO

 


Escuché como si una tenue brisa rozara con la calma y eran los pasos de Dios que me buscaba. Vinieron a mi mente todos mis pecados y ante el temor a ser juzgado pensé en huir. ¿Cómo esconderme de Dios si lo es todo, si tiene todos los dominios, si vive en mi mente? Elaboré un camino y comencé a andar con las dificultades de la oscuridad, los tropiezos en la continuidad de aquel mínimo que eran sus pasos; no me proveí de luz para dificultar, aunque sea por unos instantes (inútilmente) la captura. Quise que mis pasos fueran seguros y firmes; a Dios no se le burla con flaquezas. Visualicé una pequeña bajada que cruzaba en dirección a una hondonada larga donde había un río y allí me detuve porque tenía sed y calor. En cuclillas mojé mi difuso rostro en la imagen del agua, pero al hacer el cuenco con mis manos para beber, escuché un susurro inaudible y me incorporé caminando hacia unas sombras que eran como de árboles en fila, de lado a lado, sin los impulsos del viento porque estaban como estatuas. Imaginé una larguísima escalera que subía hacia una enorme edificación parecida a un castillo medieval o a una torre urbana en ruinas. Me antojé de una luna llena, opacada por nubes espesas sobre la imagen grotesca y grisácea de aquella construcción. No se veían centinelas ni banderas; estaba como abandonada. Dejé caer una neblina lenta con el fin de cubrir el recorrido y así Dios tuviese que emplear a fondo su omnipotente mirada y tal vez se hipnotizara por instantes ante el desandar blanquecino. Al pensar en tomar con mi mano derecha la aldaba de la inmensa puerta de hierro, mi intuición me detuvo, entonces supe que Dios estaba dentro del castillo y sería su huésped. Caminé las gigantescas paredes, tratando de que el miedo quedara aplastado por las plantas de mis pies. Encontré el obstáculo de un puente levadizo sobre un río de agua cristalina donde se reflejaba al fondo un lejano sol ajustado a la imagen de mi rostro; había un paseo de peces extraños e incoloros. Dios me invitaba a entrar; “… además de astucia –pensé- también tiene cortesía”. Con lentitud caminé aquel armatoste de madera; pude sentir mínimas astillas clavarse en mis pies. Sentado en una piedra de cuarzo, mientras sacaba las astillas con mis uñas (extrañamente puntiagudas) sentí aves volando en soplidos sobre una alopecia que jamás he tenido. Vi el puente subir haciendo sonar el pesado herraje del mecanismo. El rechazo a la hospitalidad de Dios podría traerme consecuencias catastróficas a la hora del perdón. La culpa me trajo frío y de seguidas cayó la más abominable nieve que pueda presenciarse, parecía un atol de cal empegostando la ropa. Detrás del castillo pasó una sombra. “Hay alguien más” –pensé- Dios pudiera ser cualquier cosa menos oscuridades volátiles para causar emociones sobre alguien escurridizo a sus designios. Quise un animal que atacara y capturara a la presencia sombría, aunque también pensé que podría tratarse de una criatura de Dios; todos somos criaturas de Dios mas no las diabólicas. Esto me hizo llamar a mi animal, pues el Diablo goza de autonomía ante Dios. Un ser fiel, feroz y hábil fue perfil suficiente para traer a un perro. De inmediato la bestia corrió hacia las sombras y su lamentable chillido antecediendo a ladridos complacientes mostraron el cambio de bando que había experimentado. Ahora el perro venía sobre mí con más rabia. En el desespero frustrante de querer despertar, se me ocurrió rogar a Dios para no ser atacado por la traición de aquel animal que al saltar sobre mí se convirtió en mi maestro de primaria gritando a mis oídos que me entregara, que rindiera cuentas al ser supremo, que nada podría hacer para escapar de este designio bíblico. ¿Cómo agradecer a Dios? porque, queriendo encontrarme para juzgarme y condenarme, luego me salva trayéndome a mi maestro de escuela para convencerme de declinar mi escape. ¿O acaso fui yo quien se reflejó en mi propio maestro para escapar? El caso es que ahora me sentía en deuda con el ser supremo. Sabía que Dios jugaba conmigo porque si quería atraparme lo hubiera hecho sin el menor esfuerzo, pero me preguntaba: ¿Es Dios quien no quiere atraparme o soy quien huyo de su juicio final? Esto me llevó a pensar en que ya había muerto y esto no era un sueño sino la propia condena anunciada por el mismo Dios. Sin embargo, al verme caminar desnudo sobre las aguas del río, mirando el reflejo de mi padre en la corriente, me sentí más en un sueño, pues con qué objetivo querría Dios provocar este artilugio de origen mental; además mi padre debía hallarse dormido en la silla de ruedas del hospicio en donde la vejez lo consumía. Llamé a mi presencia, grité mi nombre, utilizando mis manos como concavidad y nada me respondió; siguió andando esa imagen mía, como si anduviese sobre una cuerda sin tensión; con cada pisada la imagen de mi padre se deformaba en el agua. Me lancé al río para alcanzarlos y nadé inútilmente en un mismo lugar, hacia una orilla inmediata. Al salir, percibí que Dios se reía quizás de mi cuerpo mojado, pues todo reía; reía una montaña oscura pegada como un recorte de cartón a lo lejos, reía la luna que ahora se había vuelto tan grande que se le notaban los cráteres con nitidez, reía un cielo que se me antojó menos oscuro que la montaña. Quise protestar a Dios su indecorosa burla, pero pensé que él puede tener todas las incomprensiones y todas las confusiones que le vengan en gana. Sentí a Dios cansado de jugar conmigo, con ganas de juzgarme de una vez por todas. No me resigné a ser atrapado: a mis pecados los consideraba imperdonables. Encontré una choza muy humilde en un descampado iluminada por una manifestación de luciérnagas. Corrí y entré enfrentando a un espejo, sin tiempo de cerrar la puerta. Al atravesar el umbral, Dios se encontró de frente con el espejo. Escuché un grito inimaginable que hizo temblar todas mis visiones. Salí de la choza abrumado por una adolorida soledad (sólo se escuchaba el silencio) y caminé sin tiempo notando la ausencia absoluta de Dios. Fui a las montañas, entré al castillo y hurgué todas sus estancias, dragué los ríos, subí a los árboles, volví a la choza y Dios se había ido. Ahora yo estaba solo dentro del espejo con el recuerdo de mis pecados y aún no he despertado.