Hoy
me atrevo a develar este secreto. Eran épocas donde las escuelas estaban mucho
más separadas de los caseríos que hoy en día, inclusive, no pocos pueblos de
Los Andes anhelaban tener una bonita, con los seis grados y un patio con el
busto del Libertador que cuidara a los niños y a las niñas durante el recreo,
adonde vinieran maestros y maestras para enseñar las claves del mundo. Había
que caminar varios kilómetros del caserío hasta mi escuela, desde la salida del
sol cuando aún no se desprendía de las montañas que asomaban como sombras
silueteadas por la madrugada. Al salir no la sentía tan mía como cuando llegaba
al portón, sudado a pesar del frío, cantando canciones de mis mayores o echando
cuentos de aparecidos entre los amigos que nos íbamos reuniendo en caminata,
para aprender a amar juntos aquel trecho.
Aunque
a veces nos daban el aventón en los pocos camiones que había entre agricultores
de la zona; salir bien temprano y el ejercicio de nuestros pasos insistentes
eran la seguridad de una llegada firme y constante. Conocíamos trochas,
pasadizos, ensenadas para recortar camino; lanzábamos piedras a los riscos,
agarrábamos flores y les pegábamos la nariz a los pistilos para estornudar el
polen destinado a las abejas. Casi al llegar hacíamos la consabida guerra de
tártagos —frutos verdes de sabor horrible, del tamaño de una metra, provistos
de suaves aguijones que caían de un esquelético árbol— volados como esquirlas
desde nuestras manos letales hacia las propias espaldas. Al hacer nuestra
entrada entre el muchacherío, por las respiraciones agitadas, las caras
enrojecidas, los chorros de sudor sobre la frente, no podíamos simular la
rochela que aún nos acompañaba.