Hoy
me atrevo a develar este secreto. Eran épocas donde las escuelas estaban mucho
más separadas de los caseríos que hoy en día, inclusive, no pocos pueblos de
Los Andes anhelaban tener una bonita, con los seis grados y un patio con el
busto del Libertador que cuidara a los niños y a las niñas durante el recreo,
adonde vinieran maestros y maestras para enseñar las claves del mundo. Había
que caminar varios kilómetros del caserío hasta mi escuela, desde la salida del
sol cuando aún no se desprendía de las montañas que asomaban como sombras
silueteadas por la madrugada. Al salir no la sentía tan mía como cuando llegaba
al portón, sudado a pesar del frío, cantando canciones de mis mayores o echando
cuentos de aparecidos entre los amigos que nos íbamos reuniendo en caminata,
para aprender a amar juntos aquel trecho.
Aunque
a veces nos daban el aventón en los pocos camiones que había entre agricultores
de la zona; salir bien temprano y el ejercicio de nuestros pasos insistentes
eran la seguridad de una llegada firme y constante. Conocíamos trochas,
pasadizos, ensenadas para recortar camino; lanzábamos piedras a los riscos,
agarrábamos flores y les pegábamos la nariz a los pistilos para estornudar el
polen destinado a las abejas. Casi al llegar hacíamos la consabida guerra de
tártagos —frutos verdes de sabor horrible, del tamaño de una metra, provistos
de suaves aguijones que caían de un esquelético árbol— volados como esquirlas
desde nuestras manos letales hacia las propias espaldas. Al hacer nuestra
entrada entre el muchacherío, por las respiraciones agitadas, las caras
enrojecidas, los chorros de sudor sobre la frente, no podíamos simular la
rochela que aún nos acompañaba.
Hice
el hallazgo en el tercer grado, cuando mis ojos y mi mente pactaron el acuerdo
con mis manos y las letras surgieron fluidas de la punta del lápiz y así
formaron palabras y frases de trazos impecables. «Terminaste rápido, Jaime»—,
me dijo la maestra un día de octubre. «Y además están muy bien escritas tus
líneas. Es destacado el ejercicio que has hecho. Tendrás en tus hojas el sello
de una carita feliz». Fui el primero en terminar aquellas frases simples que la
maestra anotaba al inicio de la hoja con el deber escolar: «El Refugio es un
pueblo próspero», «Debemos comer todos los alimentos», «Hay que amar la bandera
nacional», «Debemos copiar la tarea con letra clara». Sin embargo, mi primer percance serio me hizo descubrir el gran
negocio. Aquel martes, al entrar el turno de la tarde, al Esqueleto Valentín se
le resbaló el balón de jugar al fútbol de entre las manos, justo delante de mi
(bien entrenada) zurda. ¿Quién puede resistirse a castigar la esférica, el cuero,
la redonda, cuando viene descuidada, como puesta por el mismísimo Santo Niño de
la Cuchilla, dando saltitos a tu chute predilecto? Yo no me resistí —reconozco
que fue un fogonazo sin pensamiento, un antojo indetenible, un lechazo sin
aviso— y el balón fue a dar justo al vidrio del estante de la biblioteca de
aula; rebotó sobre los añicos por segundos que mi vista siguió con seño
catastrófico y fue a unirse al trágico silencio que rompió el taconeo presuroso
de la maestra.
—Treinta líneas para Jaime Becerra que digan: «No debo patear
los balones dentro del salón de clase». Y que comience de inmediato.
La maestra copió aquella sentencia, luego de borrar
lentamente el pizarrón, afincando la tiza como si escribiese con la uña. La
piadosa mirada de toda la clase me hizo pensar por vez primera en la tragedia
griega de la que a veces hablaban mis tíos de Tucapé. Hubo algunos que se
burlaron entre el silencio, sin embargo, el espíritu comerciante que siempre me
ha acompañado, hizo que intentara negociar en voz muy baja aquel castigo.
—¿Y si usted recorta… “de clase”, maestra?— Dije con voz
delgada pero firme ante algunas risitas susurradas.
—Nada de eso, Becerra. La frase va completa para esas líneas.
Usted escribe muy bien y rápido Jaime. Sólo aspiro que su mamá pueda venirlo a
buscar a las diez de la noche cuando termine.
En medio del estupor definitivo, el terror infantil coreó un
hondo suspiro para comenzar la clase y yo me dediqué a mis treinta líneas con
una pasión resignada. Aunque me surgían interminables, igual el reto hacía
fluir el lápiz con una ligereza de cuyo asombro no me daba cuenta. Justo a las
tres y treinta minutos de la tarde dejaba escuchar mi declaración de triunfo:
«¡Terminé maestra!». Un grito ahogado de victoria, susurrante, silencioso, me
hicieron llegar aquellos niños y niñas con sus ojos tan sorprendidos como los
de la maestra, quien se acercó al pupitre con lentitud marcial para tomar mi
cuaderno y revisarlo página por página, línea por línea, palabra por palabra,
letra por letra. Debido a la rectitud de su personalidad, la maestra evitó
mirar debajo del pupitre para buscar alguna fenomenal ayuda, pero su mirada
denunció que no le faltaron ganas.
Aunque tenía que prepararme
para la correa de papá, quien debía pagar los daños causados por el patadón
fenomenal de su hijo, mis amigos gritaron la victoria cuando nos cercioramos de
que la escuela se había alejado lo suficiente como para no escucharnos, no
vigilarnos, no perseguirnos. Me sentía como si aquella rotura hubiese sido el gol
para ganar el campeonato nacional. Y como también destacaba en matemáticas pues
ayudaba con las cuentas a mi abuelo en su depósito de abalorios, no me fue
difícil calcular que fueron cuatrocientas líneas en dos horas y media, o sea,
poco más de dos líneas y media por minuto. «¡Bárbaro!»— dijo Jesús Pelo
e’ Totuma con entusiasmo de hincha. «Esto es una hazaña compañero. Son muchas
las cosas que puedes hacer con esa habilidad». Luego de la pela de rigor, la
genialidad no me pareció tan satisfactoria. Pasé toda la noche entre lágrima,
olor a yodé y dilucidando la primera confusión de mi vida, debido a que estaba
sufriendo por una doble victoria, a saber: el glorioso patadón y la hechura
record de líneas; luego supe que los filósofos llaman a esto paradoja.
—¡Boloña!— le susurré de cerca con sigilo para darle
importancia al momento—, te hago las líneas por una arepa de las de tu mamá
para mañana. Al Bolo que era flojísimo y con fama de tapado se le
alumbraron los ojos y me dio el cuaderno como en un ritual ceremonioso. «Eso
sí» le dije para asegurar la calidad de la mercancía: «Que la redonda sea de
perico con queso amarillo» porque así la soñaba el Julito Pan de Avena, a quien
se le aguaron los ojos al pensar en su próximo recreo. La mamá del Boloña era
viuda y había heredado el más grande frigorífico del municipio que quedaba casi
al frente de la escuela; ella se tragó la historia del día de compartir,
no sin protestar por «la pedidera de las maestras». El papá y la mamá del Pan
eran peones.
La fama de mi habilidad se extendió por el salón y la escuela
misma. El oficio diario me permitió saber sus secretos. Tuvimos que comprender
desde el inicio, para negociar bien, que llamábamos línea a la página y
al mismo tiempo se lo decíamos a la línea sola, pero la diferencia para
negociar era usar el plural; o sea, cuando decíamos «línea» a secas se trataba
de una sola línea con sus letras, palabras y frase, pero cuando decíamos:
«Haremos cincuenta líneas», se trataba de páginas con tantas líneas como lo
dijera el tamaño del cuaderno. También había descubierto que la soltura de mi
mano se debía a no haber recibido jamás el rigor de la palmeta que le fue
aplicada a la mayoría de mis amigos. Mis nudillos nunca fueron castigados por
golpes ni amenazas (que son peores) por eso la mano fluía con el lápiz como en
un baile de pueblo. Aquellos primeros escritos míos iban y venían en el canto
de los pájaros de todos los días sin perturbación. A mis compañeros, la letra
les salía de una mano azotada y amenazada por infinitos castigos y
subestimaciones; engarrotada, temblorosa, afincada; acusada de cometer errores
nunca explicados ni comprendidos; letra presa, letra encerrada en martirios;
letras, palabras, frases surgidas del dolor.
Mis amigos más cercanos se trasformaron en socios que
compartían el producto de la negociación en comida y chucherías repartida por
partes iguales, y negociada entre susurros: —«Se hacen líneas» anunciaban
bajito mirando alrededor. El Chato Paredes, —de palabra fácil porque ayudaba a
su mamá con el puesto de verduras en el mercado principal—, era el encargado de
la propaganda vocal; contorneaba su cuerpo hacia la oreja del usuario como si
fuese a cantar y luego soltaba su discreta monserga, parecida a la de esos
marchantes árabes que venden lo que sea a quien sea.
Era un negociante de altura paramera el Loro José del Carmen
(con fría destreza matemática) pero el Carmucho ocultaba esta destreza con
mucho celo por miedo a que le mandaran más tarea, sabía promediar con
genialidad los dos factores claves: castigo y líneas con una variable que
llamábamos «falta de justicia» y así calculábamos la «tasa» nuestra que era
como llamábamos al costo final de las líneas; ese nombre lo sacamos de habernos
asesorado con la página de economía del periódico, ya que nos pareció lógico el
significado: el cobro llamado «tasa» generaba un producto que metíamos en una
«taza». Hubo varios socios que confundían la «s» del costo con la «z» de la
ganancia y debimos ayudarlos con las líneas de castigo que les mandaba aquella
inquisición gramatical habida en la escuela, pero con esta dinámica de líneas
llegaron a comprender satisfactoriamente.
Nuestro sumo cobrador era Vitico Velocidad: lento, lentísimo,
tanto que siempre entraba de último al salón; tan lento era que no llegaba
nunca a ningún sitio, más bien «aparecía» en los lugares y no sabíamos de dónde
había salido porque nunca entraba, más bien salía de algún sitio que sólo él
conocía; las maestras le preguntaban asustadas: «¡Muchacho! ¿De dónde saliste
tú?» cuando lo veían «estar», nunca «llegar»; otras maestras llegaron a decir
que El Velo iba a practicar la brujería cuando grande y él reía todos esos
comentarios porque nunca supo cómo lograba tal prodigio que le hacía escuchar
silenciosas conversaciones con facilidad, asustar al más pintado, intimidar a
cualquier persona o colectivo. Vito sacaba varias veces la cuenta en una
calculadora para estar seguro pero era constante como un zamuro y terco hasta el
fastidio, insistente y con falsa cara de pendejo, la cual cambiaba a la faz del
gorila cuando alguno se hacía el gracioso y pretendía decir: «No traje la tasa»
o «Lo traigo después» que era peor.
Tres ingeniosas campañas para hacernos presentes fueron ideadas
por David Corneta: la primera provino de pintar con marcador grueso las paredes
de los baños con la discreta interrogante: «¿Ya sabes de las líneas?», la cual
provocó un revuelo en toda la escuela y midió nuestra lealtad porque se sabía
de la existencia de las líneas pero había que averiguar de qué se trataba; la
segunda fue ideada cuando nos copó la demanda y entonces escribió en el baño la
pregunta: «¿Quieres saber más acerca de las líneas?». Desplegó la tercera en
varias paredes de la escuela y del barrio cuando nuestra actividad declinaba:
«Ya tenemos tu línea»: escribió con insistencia pero sólo logró despertar el
interés de varios apostadores a las carreras caballos.
La calidad de mi trabajo creció al agregar la imitación de
cualquier estilo de letra y haber aprendido a dibujar con igual rapidez, aunque
las líneas eran el negocio estrella porque salvaban de un castigo directo y
seguro. En la medida en que atendíamos grados mayores, el acuerdo subía la
tasa. Fue cuando construimos una pequeña bodega oculta para las chucherías y
confites en un lugar de la montaña que sólo conocían mis panas y custodiaban
desde su sentido de lealtad. Juntos descubrimos que no había nada más grandioso
para unos niños que guardar un buen secreto.
En la escritura diaria de aquellas líneas impuestas fueron
saliendo las principales causas de los castigos que las motivaban. La que
descollaba por mucho era ésa que aún no parece perder vigencia: —«No debo
hablar en clase», obligaba como una mordaza. Nos dimos cuenta, a la distancia
que imponía el examen de aquel trabajo tan minucioso y exigente, que sin
decirse expresamente, como una orden sigilosa que pasaba fantasmal y reilona
frente a nuestra inocencia y nuestros miedos, se imponía una escuela donde no
podíamos hablar jamás en la clase; incluso, hasta en los recreos no faltaba el
temible «chito» adulto como la salida de un peo venido de lo invisible. Reíamos
a cántaros cuando pensábamos en la escuela muda del futuro.
Llegamos a atender con preferencia las líneas motivadas por
haber hablado, a conceder rebajas de acuerdo al impedimento causado y a
declarar héroes a quienes eran objeto de esta reprimenda. De acuerdo a
la circunstancia, si el usuario castigado fue sorprendido declarando amor o
respondiendo en este sentido a una niña esta motivación, la exigencia era
mínima: tal vez unos caramelos o chucherías menores, igual si se iba a
solicitar alguna ayuda o pedir prestado una goma de borrar o sacapuntas; haber
sido cachado informando el resultado del juego del Deportivo Táchira hacía que
el monto a veces fuera insignificante, de la misma manera si los penalizados
criticaban con justicia la clase. Cuando descubrimos que hablar era el máximo
castigo y el motivo principal de hacer líneas, se desató en la escuela el
síndrome de la habladera en clase. La demanda de líneas creció
considerablemente y a los afectados (que aumentaban en número) no les importaba
cancelarlas con tal de hablar, tanto, que nuestra escuela fue considerada —muy
peligrosamente para nuestra actividad— primero la más habladora del municipio y
en algún momento la más parlanchina del estado; nunca supimos con certeza, pero
estábamos entre las más cotorreras a nivel nacional. Un lunes por la mañana, la
maestra entró muy seria al salón de clase y con la mirada llena de cielos
perdidos nos preguntó: «¿Por qué se estará hablando tanto en esta
escuela? ¿Alguien me puede decir cuál es la causa de que ustedes estén hablando
tanto? ¿Por qué ya no les importa hacer líneas?». Puedo asegurar que en
ese momento, todos nuestros rostros ocultaron una sonrisa sabia y victoriosa.
«Debo portarme bien» también era una de las líneas más
populares entre las maestras. Su alta incidencia hizo que nos preguntáramos
¿Qué es portarse bien? Mientras escribíamos estos cuantiosos encargos,
ejercíamos algunas conductas para ejemplificar el acto de «portarse bien» y
todos terminaban en interminables risotadas colectivas. ¿Sería paralizarnos
«portarse bien» o estar serios siempre o no sudar luego del recreo o no
cabecear de aburrimiento a las tres de la tarde o no ser invisibles ante el
olvido de alguna respuesta o no doblar los hombros cuando cargamos el morral o
no sonreír o no decir No? Descubrimos que «portarse bien» era como decir
siempre Sí.
La tercera línea era tal vez la más polémica y a la vez la
más meritoria por ser siempre el motivo de todo tipo de acusaciones antes de
ser asignada: «No debo decir groserías». Su demanda era mediana pero la
acogimos con un respeto absoluto para quienes se la ganaban, motivo para
hacerle rebajas, siempre que la «grosería» no fuese para ofender a alguien pues
en este caso no atendíamos ningún ofrecimiento. Sabíamos del placer de la
llamada «mala palabra» en nuestras bocas, del goce de la transgresión
lingüística por la procacidad venida del prejuicio con el lenguaje por parte de
los adultos, de la persecución en la escuela a estas deliciosas formas de
sentirse grande. Aunque ya hay diccionarios dedicados a estas
incursiones habladas o escritas prohibidas en público, jamás igualarán la
experiencia viva de haber emitido el sonido gutural de esas pronunciaciones
proscritas con una edad tan pegada al nacimiento.
Ayudábamos mucho y cobrábamos fuerte cuando se trataba de
copiar palabras mal escritas o con la tilde equivocada de algún acento; las
maestras se afincaban (parece que gozaban) y se convertían en pescadoras de
estas incongruencias en alguna tarea o trabajo o exposición especial porque
decían a la víctima, con asombrosa ligereza: «De estas palabras mal escritas
puedes hacer unas veinte páginas para este fin de semana. Así aprenderás a
escribirla rápido», decían como si ellas fueran las poseedoras del prodigio del
aprendizaje rápido y estuviesen seguras de una adivinación donde ellas
enseñaban y uno aprendía como por arte de magia, para que la infancia no
tuviese qué hacer sus oficios serios los sábados y domingos. Es sabido que
aquellas supuestas palabras «mal escritas» generaban una rebaja de puntos en la
calificación de los trabajos y las maestras se reservaban el derecho de imponer
aquella «tasa de interés gramático» a su antojo y lo más sorprendente es que
nunca devolvían aquellos puntos sustraídos, una vez concluidas las líneas
realizadas para saldar el trabajo castigado, con la repetición de aquellas
desafortunadas palabras que nos hacían odiar la escritura. ¿Cuánta de esta
ponderación sustraída a nuestros esfuerzos gramaticales es adeudada por la
institución educativa a generaciones de infantes en sus salones de clase?
¿Quién paga estas calificaciones perdidas debido a la justa ignorancia y luego
ganadas con el más doloroso aprendizaje? A cada quien nos ha correspondido
sacar el balance de esas horas perdidas de ocio infantil y cobrarlas a la vida
cada quien a su modo.
La inmensa demanda producida trajo la mayor gloria de este
secreto, cuando nos propusimos instruir a los interesados en hacer líneas.
Montamos una especie de centro oculto en el monte, al cual jamás osamos llamar
«escuela», en el cual nos ocupamos de entrenar a quienes quisieran aprender a
soltar la mano para hacer líneas y así paliar la avalancha de castigos
impuestos. Se sorprendería toda la docencia del mundo si supieran los
interesantes resultados obtenidos. Es de suponer que los estilos para imitar
las castigadas letras de las líneas se multiplicaron, la velocidad de la
escritura también aumentó y más y más compañeros se incluyeron en aprender a
hacer líneas, con la ilusión de acariciar una melcocha o un tamarindo o una
copita de ponche con almíbar de granadina para su salivosa boca.
La demanda de líneas fue bajando cuando más de la mitad de
los chicos de la escuela y otras del estado habían descubierto el placer y la
rapidez de hacerlas. Cada quien hacía sus propias líneas por el placer de mover
la mano, de conocer letras, palabras y frases y se fue olvidando del castigo.
Se revirtió el efecto cuando los niños fueron presentando a sus maestras
historias escritas surgidas de la espontaneidad que iban más allá de las
líneas; éstas hablaban de diversos temas y experiencias maravillosas. Algunos
de estos trabajos voluntarios eran aceptados por docentes que valoraban el
trabajo espontáneo, pero otros se quedaban en la visión antigua del castigo y
miraban estas historias de la misma forma como veían a la infancia que
intentaban educar: con enorme desconfianza.
Nuestra actividad siempre fue entre niños. Supimos que las
niñas se defendían a su manera frente a las líneas e inventaron sus propias
formas de hacerlas y ayudarse. El hermetismo que empleamos nos obligó a actuar
sin acordar nunca con ellas. Hubiese sido importante, para niños y niñas, haber
hecho las líneas en conjunto pero los castigos por jugar reunidos y otras
persecuciones al respecto nos hicieron desistir cualquier asociación. Aunque
nos mantuvimos bajo discreción, con ellas no pasamos del intercambio de
aprendizaje formal y de los aventurados y riesgosos besos. Ellas escucharon de
nuestro método pero jamás supieron en qué consistía.
Llegado al bachillerato me quedé sin usuarios; allí había un
campo de negociación interesante, pero mis amigos tomaron otros destinos y
debía comenzar de cero. A veces, de repente en una tarde, para recordar viejos
tiempos, accedía a hacer líneas de gratis entre los chamos postergados del
barrio, siempre que no fuera por castigos pendejos. Como balance, debo decir que
supimos de la ganancia y aprendimos del excedente pero nos cuidamos mucho de la
plusvalía, al compartir siempre lo obtenido. Hubo una regla puntual que
acordamos bajo sagrado pacto: jamás cobramos dinero en efectivo.
El
día de la inauguración de la cooperativa de taxistas, cuando mostré con alegría
a los colegas, mis sencillos y rudimentarios cuadernos para llevar las cuentas
de las carreras realizadas a los usuarios y al ver las ordenadas
escrituras de mis balances, realizadas con estilizadas líneas en lapicero
negro, algunos de ellos recordaron las líneas hechas en la escuela y
rememoramos la hazaña de haber sorteado sus motivaciones. Por la tarde, al
doblar hacia la plaza Bolívar del pueblo con destino a casa, en unos de mis
carros pagados con esfuerzo administrado, miré algunos niños jugando frente al
portón de mi vieja escuela y me pregunté con velada nostalgia, si entre alguno
de ellos se hallaría algún hacedor de líneas.
Del libro inédito El Hacedor de Líneas
Del libro inédito El Hacedor de Líneas
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