jueves, 9 de febrero de 2017

EL HACEDOR DE LÍNEAS


Hoy me atrevo a develar este secreto. Eran épocas donde las escuelas estaban mucho más separadas de los caseríos que hoy en día, inclusive, no pocos pueblos de Los Andes anhelaban tener una bonita, con los seis grados y un patio con el busto del Libertador que cuidara a los niños y a las niñas durante el recreo, adonde vinieran maestros y maestras para enseñar las claves del mundo. Había que caminar varios kilómetros del caserío hasta mi escuela, desde la salida del sol cuando aún no se desprendía de las montañas que asomaban como sombras silueteadas por la madrugada. Al salir no la sentía tan mía como cuando llegaba al portón, sudado a pesar del frío, cantando canciones de mis mayores o echando cuentos de aparecidos entre los amigos que nos íbamos reuniendo en caminata, para aprender a amar juntos aquel trecho.
Aunque a veces nos daban el aventón en los pocos camiones que había entre agricultores de la zona; salir bien temprano y el ejercicio de nuestros pasos insistentes eran la seguridad de una llegada firme y constante. Conocíamos trochas, pasadizos, ensenadas para recortar camino; lanzábamos piedras a los riscos, agarrábamos flores y les pegábamos la nariz a los pistilos para estornudar el polen destinado a las abejas. Casi al llegar hacíamos la consabida guerra de tártagos —frutos verdes de sabor horrible, del tamaño de una metra, provistos de suaves aguijones que caían de un esquelético árbol— volados como esquirlas desde nuestras manos letales hacia las propias espaldas. Al hacer nuestra entrada entre el muchacherío, por las respiraciones agitadas, las caras enrojecidas, los chorros de sudor sobre la frente, no podíamos simular la rochela que aún nos acompañaba.
Hice el hallazgo en el tercer grado, cuando mis ojos y mi mente pactaron el acuerdo con mis manos y las letras surgieron fluidas de la punta del lápiz y así formaron palabras y frases de trazos impecables. «Terminaste rápido, Jaime»—, me dijo la maestra un día de octubre. «Y además están muy bien escritas tus líneas. Es destacado el ejercicio que has hecho. Tendrás en tus hojas el sello de una carita feliz». Fui el primero en terminar aquellas frases simples que la maestra anotaba al inicio de la hoja con el deber escolar: «El Refugio es un pueblo próspero», «Debemos comer todos los alimentos», «Hay que amar la bandera nacional», «Debemos copiar la tarea con letra clara». Sin embargo, mi primer percance serio me hizo descubrir el gran negocio. Aquel martes, al entrar el turno de la tarde, al Esqueleto Valentín se le resbaló el balón de jugar al fútbol de entre las manos, justo delante de mi (bien entrenada) zurda. ¿Quién puede resistirse a castigar la esférica, el cuero, la redonda, cuando viene descuidada, como puesta por el mismísimo Santo Niño de la Cuchilla, dando saltitos a tu chute predilecto? Yo no me resistí —reconozco que fue un fogonazo sin pensamiento, un antojo indetenible, un lechazo sin aviso— y el balón fue a dar justo al vidrio del estante de la biblioteca de aula; rebotó sobre los añicos por segundos que mi vista siguió con seño catastrófico y fue a unirse al trágico silencio que rompió el taconeo presuroso de la maestra.
—Treinta líneas para Jaime Becerra que digan: «No debo patear los balones dentro del salón de clase». Y que comience de inmediato.
La maestra copió aquella sentencia, luego de borrar lentamente el pizarrón, afincando la tiza como si escribiese con la uña. La piadosa mirada de toda la clase me hizo pensar por vez primera en la tragedia griega de la que a veces hablaban mis tíos de Tucapé. Hubo algunos que se burlaron entre el silencio, sin embargo, el espíritu comerciante que siempre me ha acompañado, hizo que intentara negociar en voz muy baja aquel castigo.
—¿Y si usted recorta… “de clase”, maestra?— Dije con voz delgada pero firme ante algunas risitas susurradas.
—Nada de eso, Becerra. La frase va completa para esas líneas. Usted escribe muy bien y rápido Jaime. Sólo aspiro que su mamá pueda venirlo a buscar a las diez de la noche cuando termine.
En medio del estupor definitivo, el terror infantil coreó un hondo suspiro para comenzar la clase y yo me dediqué a mis treinta líneas con una pasión resignada. Aunque me surgían interminables, igual el reto hacía fluir el lápiz con una ligereza de cuyo asombro no me daba cuenta. Justo a las tres y treinta minutos de la tarde dejaba escuchar mi declaración de triunfo: «¡Terminé maestra!». Un grito ahogado de victoria, susurrante, silencioso, me hicieron llegar aquellos niños y niñas con sus ojos tan sorprendidos como los de la maestra, quien se acercó al pupitre con lentitud marcial para tomar mi cuaderno y revisarlo página por página, línea por línea, palabra por palabra, letra por letra. Debido a la rectitud de su personalidad, la maestra evitó mirar debajo del pupitre para buscar alguna fenomenal ayuda, pero su mirada denunció que no le faltaron ganas.
Aunque tenía que prepararme para la correa de papá, quien debía pagar los daños causados por el patadón fenomenal de su hijo, mis amigos gritaron la victoria cuando nos cercioramos de que la escuela se había alejado lo suficiente como para no escucharnos, no vigilarnos, no perseguirnos. Me sentía como si aquella rotura hubiese sido el gol para ganar el campeonato nacional. Y como también destacaba en matemáticas pues ayudaba con las cuentas a mi abuelo en su depósito de abalorios, no me fue difícil calcular que fueron cuatrocientas líneas en dos horas y media, o sea, poco más de dos líneas y media por minuto. «¡Bárbaro!»— dijo Jesús Pelo e’ Totuma con entusiasmo de hincha. «Esto es una hazaña compañero. Son muchas las cosas que puedes hacer con esa habilidad». Luego de la pela de rigor, la genialidad no me pareció tan satisfactoria. Pasé toda la noche entre lágrima, olor a yodé y dilucidando la primera confusión de mi vida, debido a que estaba sufriendo por una doble victoria, a saber: el glorioso patadón y la hechura record de líneas; luego supe que los filósofos llaman a esto paradoja.
A la mañana siguiente llegaría mi primer usuario, cuando compartía la generosa arepa del tipo rueda de gandola, de carne (a veces era de queso) que me hacía mamá antes del canto del gallo pataruco que merodeaba el patio de la casa; varios amigos con menos suerte que la mía probaban aquel disfrute. Julio Pan de Avena, el más hambriento, el más necesitado, el más agradecido, sin querer me dio la idea. Luego de comerse mi aporte, Avena se quedó mirando la arepa del Boloña Martínez con todo el Ábrete Sésamo y me leyó el pensamiento. Al Bolas lo habían castigado con un sinfín de líneas por quitarle el envoltorio a un lujoso chocolate durante la hora de castellano y dejarnos a todos con los ojos cuchillo y además, para martirio de su conocido egoísmo, fue obligado a repartirlo con lágrimas en los ojos, sin él probarlo siquiera.
—¡Boloña!— le susurré de cerca con sigilo para darle importancia al momento—, te hago las líneas por una arepa de las de tu mamá para mañana. Al Bolo que era flojísimo y con fama de tapado se le alumbraron los ojos y me dio el cuaderno como en un ritual ceremonioso. «Eso sí» le dije para asegurar la calidad de la mercancía: «Que la redonda sea de perico con queso amarillo» porque así la soñaba el Julito Pan de Avena, a quien se le aguaron los ojos al pensar en su próximo recreo. La mamá del Boloña era viuda y había heredado el más grande frigorífico del municipio que quedaba casi al frente de la escuela; ella se tragó la historia del día de compartir, no sin protestar por «la pedidera de las maestras». El papá y la mamá del Pan eran peones.
La fama de mi habilidad se extendió por el salón y la escuela misma. El oficio diario me permitió saber sus secretos. Tuvimos que comprender desde el inicio, para negociar bien, que llamábamos línea a la página y al mismo tiempo se lo decíamos a la línea sola, pero la diferencia para negociar era usar el plural; o sea, cuando decíamos «línea» a secas se trataba de una sola línea con sus letras, palabras y frase, pero cuando decíamos: «Haremos cincuenta líneas», se trataba de páginas con tantas líneas como lo dijera el tamaño del cuaderno. También había descubierto que la soltura de mi mano se debía a no haber recibido jamás el rigor de la palmeta que le fue aplicada a la mayoría de mis amigos. Mis nudillos nunca fueron castigados por golpes ni amenazas (que son peores) por eso la mano fluía con el lápiz como en un baile de pueblo. Aquellos primeros escritos míos iban y venían en el canto de los pájaros de todos los días sin perturbación. A mis compañeros, la letra les salía de una mano azotada y amenazada por infinitos castigos y subestimaciones; engarrotada, temblorosa, afincada; acusada de cometer errores nunca explicados ni comprendidos; letra presa, letra encerrada en martirios; letras, palabras, frases surgidas del dolor.
Mis amigos más cercanos se trasformaron en socios que compartían el producto de la negociación en comida y chucherías repartida por partes iguales, y negociada entre susurros: —«Se hacen líneas» anunciaban bajito mirando alrededor. El Chato Paredes, —de palabra fácil porque ayudaba a su mamá con el puesto de verduras en el mercado principal—, era el encargado de la propaganda vocal; contorneaba su cuerpo hacia la oreja del usuario como si fuese a cantar y luego soltaba su discreta monserga, parecida a la de esos marchantes árabes que venden lo que sea a quien sea.
Era un negociante de altura paramera el Loro José del Carmen (con fría destreza matemática) pero el Carmucho ocultaba esta destreza con mucho celo por miedo a que le mandaran más tarea, sabía promediar con genialidad los dos factores claves: castigo y líneas con una variable que llamábamos «falta de justicia» y así calculábamos la «tasa» nuestra que era como llamábamos al costo final de las líneas; ese nombre lo sacamos de habernos asesorado con la página de economía del periódico, ya que nos pareció lógico el significado: el cobro llamado «tasa» generaba un producto que metíamos en una «taza». Hubo varios socios que confundían la «s» del costo con la «z» de la ganancia y debimos ayudarlos con las líneas de castigo que les mandaba aquella inquisición gramatical habida en la escuela, pero con esta dinámica de líneas llegaron a comprender satisfactoriamente.
Nuestro sumo cobrador era Vitico Velocidad: lento, lentísimo, tanto que siempre entraba de último al salón; tan lento era que no llegaba nunca a ningún sitio, más bien «aparecía» en los lugares y no sabíamos de dónde había salido porque nunca entraba, más bien salía de algún sitio que sólo él conocía; las maestras le preguntaban asustadas: «¡Muchacho! ¿De dónde saliste tú?» cuando lo veían «estar», nunca «llegar»; otras maestras llegaron a decir que El Velo iba a practicar la brujería cuando grande y él reía todos esos comentarios porque nunca supo cómo lograba tal prodigio que le hacía escuchar silenciosas conversaciones con facilidad, asustar al más pintado, intimidar a cualquier persona o colectivo. Vito sacaba varias veces la cuenta en una calculadora para estar seguro pero era constante como un zamuro y terco hasta el fastidio, insistente y con falsa cara de pendejo, la cual cambiaba a la faz del gorila cuando alguno se hacía el gracioso y pretendía decir: «No traje la tasa» o «Lo traigo después» que era peor.
Tres ingeniosas campañas para hacernos presentes fueron ideadas por David Corneta: la primera provino de pintar con marcador grueso las paredes de los baños con la discreta interrogante: «¿Ya sabes de las líneas?», la cual provocó un revuelo en toda la escuela y midió nuestra lealtad porque se sabía de la existencia de las líneas pero había que averiguar de qué se trataba; la segunda fue ideada cuando nos copó la demanda y entonces escribió en el baño la pregunta: «¿Quieres saber más acerca de las líneas?». Desplegó la tercera en varias paredes de la escuela y del barrio cuando nuestra actividad declinaba: «Ya tenemos tu línea»: escribió con insistencia pero sólo logró despertar el interés de varios apostadores a las carreras caballos.
La calidad de mi trabajo creció al agregar la imitación de cualquier estilo de letra y haber aprendido a dibujar con igual rapidez, aunque las líneas eran el negocio estrella porque salvaban de un castigo directo y seguro. En la medida en que atendíamos grados mayores, el acuerdo subía la tasa. Fue cuando construimos una pequeña bodega oculta para las chucherías y confites en un lugar de la montaña que sólo conocían mis panas y custodiaban desde su sentido de lealtad. Juntos descubrimos que no había nada más grandioso para unos niños que guardar un buen secreto.
En la escritura diaria de aquellas líneas impuestas fueron saliendo las principales causas de los castigos que las motivaban. La que descollaba por mucho era ésa que aún no parece perder vigencia: —«No debo hablar en clase», obligaba como una mordaza. Nos dimos cuenta, a la distancia que imponía el examen de aquel trabajo tan minucioso y exigente, que sin decirse expresamente, como una orden sigilosa que pasaba fantasmal y reilona frente a nuestra inocencia y nuestros miedos, se imponía una escuela donde no podíamos hablar jamás en la clase; incluso, hasta en los recreos no faltaba el temible «chito» adulto como la salida de un peo venido de lo invisible. Reíamos a cántaros cuando pensábamos en la escuela muda del futuro.
Llegamos a atender con preferencia las líneas motivadas por haber hablado, a conceder rebajas de acuerdo al impedimento causado y a declarar héroes a quienes eran objeto de esta reprimenda. De acuerdo a la circunstancia, si el usuario castigado fue sorprendido declarando amor o respondiendo en este sentido a una niña esta motivación, la exigencia era mínima: tal vez unos caramelos o chucherías menores, igual si se iba a solicitar alguna ayuda o pedir prestado una goma de borrar o sacapuntas; haber sido cachado informando el resultado del juego del Deportivo Táchira hacía que el monto a veces fuera insignificante, de la misma manera si los penalizados criticaban con justicia la clase. Cuando descubrimos que hablar era el máximo castigo y el motivo principal de hacer líneas, se desató en la escuela el síndrome de la habladera en clase. La demanda de líneas creció considerablemente y a los afectados (que aumentaban en número) no les importaba cancelarlas con tal de hablar, tanto, que nuestra escuela fue considerada —muy peligrosamente para nuestra actividad— primero la más habladora del municipio y en algún momento la más parlanchina del estado; nunca supimos con certeza, pero estábamos entre las más cotorreras a nivel nacional. Un lunes por la mañana, la maestra entró muy seria al salón de clase y con la mirada llena de cielos perdidos nos preguntó: «¿Por qué se estará hablando tanto en esta escuela? ¿Alguien me puede decir cuál es la causa de que ustedes estén hablando tanto? ¿Por qué ya no les importa hacer líneas?». Puedo asegurar que en ese momento, todos nuestros rostros ocultaron una sonrisa sabia y victoriosa.
«Debo portarme bien» también era una de las líneas más populares entre las maestras. Su alta incidencia hizo que nos preguntáramos ¿Qué es portarse bien? Mientras escribíamos estos cuantiosos encargos, ejercíamos algunas conductas para ejemplificar el acto de «portarse bien» y todos terminaban en interminables risotadas colectivas. ¿Sería paralizarnos «portarse bien» o estar serios siempre o no sudar luego del recreo o no cabecear de aburrimiento a las tres de la tarde o no ser invisibles ante el olvido de alguna respuesta o no doblar los hombros cuando cargamos el morral o no sonreír o no decir No? Descubrimos que «portarse bien» era como decir siempre .
La tercera línea era tal vez la más polémica y a la vez la más meritoria por ser siempre el motivo de todo tipo de acusaciones antes de ser asignada: «No debo decir groserías». Su demanda era mediana pero la acogimos con un respeto absoluto para quienes se la ganaban, motivo para hacerle rebajas, siempre que la «grosería» no fuese para ofender a alguien pues en este caso no atendíamos ningún ofrecimiento. Sabíamos del placer de la llamada «mala palabra» en nuestras bocas, del goce de la transgresión lingüística por la procacidad venida del prejuicio con el lenguaje por parte de los adultos, de la persecución en la escuela a estas deliciosas formas de sentirse grande. Aunque ya hay diccionarios dedicados a estas incursiones habladas o escritas prohibidas en público, jamás igualarán la experiencia viva de haber emitido el sonido gutural de esas pronunciaciones proscritas con una edad tan pegada al nacimiento.
Ayudábamos mucho y cobrábamos fuerte cuando se trataba de copiar palabras mal escritas o con la tilde equivocada de algún acento; las maestras se afincaban (parece que gozaban) y se convertían en pescadoras de estas incongruencias en alguna tarea o trabajo o exposición especial porque decían a la víctima, con asombrosa ligereza: «De estas palabras mal escritas puedes hacer unas veinte páginas para este fin de semana. Así aprenderás a escribirla rápido», decían como si ellas fueran las poseedoras del prodigio del aprendizaje rápido y estuviesen seguras de una adivinación donde ellas enseñaban y uno aprendía como por arte de magia, para que la infancia no tuviese qué hacer sus oficios serios los sábados y domingos. Es sabido que aquellas supuestas palabras «mal escritas» generaban una rebaja de puntos en la calificación de los trabajos y las maestras se reservaban el derecho de imponer aquella «tasa de interés gramático» a su antojo y lo más sorprendente es que nunca devolvían aquellos puntos sustraídos, una vez concluidas las líneas realizadas para saldar el trabajo castigado, con la repetición de aquellas desafortunadas palabras que nos hacían odiar la escritura. ¿Cuánta de esta ponderación sustraída a nuestros esfuerzos gramaticales es adeudada por la institución educativa a generaciones de infantes en sus salones de clase? ¿Quién paga estas calificaciones perdidas debido a la justa ignorancia y luego ganadas con el más doloroso aprendizaje? A cada quien nos ha correspondido sacar el balance de esas horas perdidas de ocio infantil y cobrarlas a la vida cada quien a su modo.
La inmensa demanda producida trajo la mayor gloria de este secreto, cuando nos propusimos instruir a los interesados en hacer líneas. Montamos una especie de centro oculto en el monte, al cual jamás osamos llamar «escuela», en el cual nos ocupamos de entrenar a quienes quisieran aprender a soltar la mano para hacer líneas y así paliar la avalancha de castigos impuestos. Se sorprendería toda la docencia del mundo si supieran los interesantes resultados obtenidos. Es de suponer que los estilos para imitar las castigadas letras de las líneas se multiplicaron, la velocidad de la escritura también aumentó y más y más compañeros se incluyeron en aprender a hacer líneas, con la ilusión de acariciar una melcocha o un tamarindo o una copita de ponche con almíbar de granadina para su salivosa boca.
La demanda de líneas fue bajando cuando más de la mitad de los chicos de la escuela y otras del estado habían descubierto el placer y la rapidez de hacerlas. Cada quien hacía sus propias líneas por el placer de mover la mano, de conocer letras, palabras y frases y se fue olvidando del castigo. Se revirtió el efecto cuando los niños fueron presentando a sus maestras historias escritas surgidas de la espontaneidad que iban más allá de las líneas; éstas hablaban de diversos temas y experiencias maravillosas. Algunos de estos trabajos voluntarios eran aceptados por docentes que valoraban el trabajo espontáneo, pero otros se quedaban en la visión antigua del castigo y miraban estas historias de la misma forma como veían a la infancia que intentaban educar: con enorme desconfianza.
Nuestra actividad siempre fue entre niños. Supimos que las niñas se defendían a su manera frente a las líneas e inventaron sus propias formas de hacerlas y ayudarse. El hermetismo que empleamos nos obligó a actuar sin acordar nunca con ellas. Hubiese sido importante, para niños y niñas, haber hecho las líneas en conjunto pero los castigos por jugar reunidos y otras persecuciones al respecto nos hicieron desistir cualquier asociación. Aunque nos mantuvimos bajo discreción, con ellas no pasamos del intercambio de aprendizaje formal y de los aventurados y riesgosos besos. Ellas escucharon de nuestro método pero jamás supieron en qué consistía.
Llegado al bachillerato me quedé sin usuarios; allí había un campo de negociación interesante, pero mis amigos tomaron otros destinos y debía comenzar de cero. A veces, de repente en una tarde, para recordar viejos tiempos, accedía a hacer líneas de gratis entre los chamos postergados del barrio, siempre que no fuera por castigos pendejos. Como balance, debo decir que supimos de la ganancia y aprendimos del excedente pero nos cuidamos mucho de la plusvalía, al compartir siempre lo obtenido. Hubo una regla puntual que acordamos bajo sagrado pacto: jamás cobramos dinero en efectivo.

El día de la inauguración de la cooperativa de taxistas, cuando mostré con alegría a los colegas, mis sencillos y rudimentarios cuadernos para llevar las cuentas de las carreras realizadas a los usuarios y al ver las ordenadas escrituras de mis balances, realizadas con estilizadas líneas en lapicero negro, algunos de ellos recordaron las líneas hechas en la escuela y rememoramos la hazaña de haber sorteado sus motivaciones. Por la tarde, al doblar hacia la plaza Bolívar del pueblo con destino a casa, en unos de mis carros pagados con esfuerzo administrado, miré algunos niños jugando frente al portón de mi vieja escuela y me pregunté con velada nostalgia, si entre alguno de ellos se hallaría algún hacedor de líneas.

Del libro inédito El Hacedor de Líneas

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