Eran
menos las veces en que podía tomar el yí para superar la inmensa y
sinuosa subida, que cuando lograba, mediante una finta atlética de
mi delgadez, empujarme con el resto de los vecinos dentro de ese
cajón rodante de latón, que a duras penas nos llevaba hasta la
capilla del Niño Jesús. ¿Que cómo hacía cuando no había
yí o la cola de pasajeros era muy larga o no lograba la finta en
varios intentos o me quedaba dormido por las mañanas? A patica.
Cuatro kilómetros de paciencia hermanada con resistencia eran la
consecuencia. Porque éste siempre fue un barrio a medias; nunca se
terminó de hacer, no daban ganas de continuarlo. A Catia no le quedó
más remedio que aceptarlo a escondidas con sus deslizamientos
achacosos, su barrial cuando llovía y su catastrófico transporte.
Lo inconcluso se clavaba en su huesero de tierra; escaleras de
peldaños frustrados, zanjones intervenidos por el cemento (como a
brochazos), callejuelas que no iban a ninguna parte, huecos sin
justificación ni fondo, grietas purulentas llenas de basura que
nadie recogería por ser albergues de perros nómadas que disimulaban
la sarna con cierto goce, uno que otro rancho fantasmal que alguna
vez alguien levantó con la esperanza de justificar una huida
anterior y que ningún terrófago pudo vender ni especular ni
engañar, quedando incrustado en su armadura torcida, como la maqueta
que nació en la mente de Poe al imaginar su pavorosa casa Usher.