sábado, 21 de diciembre de 2019

DE CUANDO PILLÉ AL NIÑO JESUS TRAYENDO LOS REGALOS



Sólo se ve con el corazón,
lo esencial es invisible a los ojos

El Zorro de El Principito
Antoine de Saint Exupery


La neblina espesaba las visiones, flotando por los pasillos como un algodón frío que nos salía por la boca desde una avalancha de hielo que teníamos en la barriga. Estando en la mitad de toda la distancia, no se veía a quién se asomaba en las escaleras de las puntas, y hasta los apartamentos a veces se llenaban de aquel humo lento y blanquecino no exento de maravilla. La escalera del medio era propicia para los cuentos de muertos de la señora Modesta. Me cansé de esperar al Diablo que compró el alma de Pío, en su La Villa natal, por unos frascos de licor, algunas mujeres “de la vida” y varios baúles de dinero que sólo él podía tocar. Cuando iba de noche a comprar las hojillas de afeitar para mi Papá, buscaba que me saliera con cachos en la frente y el frac de levita hediondo a azufre en el hueco del bajante de la basura, luciendo unos bigoticos finos y peciolados como los de Dalí. Además traería una barbita grisácea y lacia que apenas chorrearía por su barbilla. Con la mirada achinada y socarrona bajo unas cejas ondulantes me observaría desafiante de arriba a abajo, mientras saludaba levantando con levedad el ala de un sombrero barcino, pelando el dentero asombrosamente marfilado donde brillaba un solitario canino de oro. Su mano derecha enguantada, sostendría el tridente de puntas afiladas al rojo vivo. El par de espuelas de gallo claveteadas a piel y hueso en los tobillos y el asqueroso rabo cabrío saliendo por el ruedo del pantalón, contribuirían con el taconeo de chispazos de candela que levantarían sus botas al andar en mi inevitable pavor. Buscando su presa: "Pío es mío" –repetiría con voces salidas del rechinar de las ruedas de automóviles, del silbido de mochuelos nocturnales que volaban en busca de ratones desprevenidos, de la guitarra de algún vago cantor borracho de lejanía o del vapor helado de Pacheco que bajaba del cerro Guaraira a los bloques de Lomas de Urdaneta con su ulular incesante. Con mi maleta llena de miedos lo esperé para desafiar su carcajada sardónica pero jamás llegó.