martes, 29 de diciembre de 2020

FUEGO AL CAÑON




A los héroes y heroínas de Carabobo, quienes nos forjaron a sangre y fuego esta Patria Bicentenaria para seguir venciendo en favor de la Paz.

 

Entonces, aquella muchacha me dice: “Mi Mamá lo quiere tanto. Y mi hijo si usted lo viera cuando usted sale por televisión, se para firme y saluda”. Yo le pregunto: “¿Y tu hijo, cuántos años tiene?”. “Tiene tres”, “Cómo se llama”, y tal… Ella me habla y se va llorando. Exploté… y me metí en el baño a llorar, pero en esas lágrimas me pasaban todos los niños pobres del mundo, los descalzos… Fue definitivo aquel mensaje, porque incluso ella me dice: “¡Ay!”, ¿qué será de mi hijo ahora?”. Eso me disparó un sentimiento especial que tenemos nosotros los revolucionarios por los niños, y entonces dije: “¡Dios mío!, ¿qué va a ser de los niños ahora, con este cuadro de escuálidos, de perversos, y de oligarcas controlando Venezuela?, ¿qué va a ser de los niños venezolanos?”. Después me lavé la cara, me senté allá, en una sillita. Y juré una vez más: “Yo tengo que volver”. Aquello me dio duro en el alma. Salí de aquel baño resucitado, retomada la fuerza. Era tarde en la noche y cuando amanece ya yo estaba hablando con los sargentos y unos oficiales jóvenes que me custodiaban, haciendo el plan para irnos a Maracay. Pero no hizo falta, ahí llegó un helicóptero, nos fuimos a la Orchila y allá fue el grupo de paracaidistas y la Fuerza Aérea al rescate. Antes de que saliera el sol por tercera vez consecutiva, ya estaba de nuevo en Miraflores. Fue como un milagro. Venía en el helicóptero, y yo decía: “Dios mío, ¿será verdad esto?”. Entonces me dicen: “Vamos a Maracay”. “A Maracay no, vamos a Caracas, vamos al Palacio”. “Que todavía no hay control sobre las adyacencias”. “No importa. Vamos al Palacio”.

COMANDANTE HUGO CHÁVEZ FRÍAS

CUENTOS DEL ARAÑERO

 

El mejor momento de toda mi niñez era despertar las mañanas al sonar de la diana de El Cuartel Urdaneta. Los gallos la anticipaban con el poder de su orfeón polifónico; tenores cercanos a la oreja dormilona, casi metidos en el sueño desde donde a veces me despertaban; barítonos montados en el cerro del barrio El Amparo; bajos en La Silsa, el mercado de Boccardo o en Lomas de Propatria, y más allá en los lejanos sitios de Catia.

Los primeros portazos los daba mi Papá yendo al baño, entrando al balcón para aspirar la mañana recordando su Duaca natal, sorbiendo el primer café antes de salir a trabajar. Mi Mamá siempre se dejó percibir con su silencio laborioso en la cocina o deslizada como fluir de agua clara hacia los cuartos o dejando entrar la brisa congelada y la lenta neblina al abrir la ventana de su habitación. Se escuchaban en los otros apartamentos las bostezadas palabras de la gente que identificábamos por sus tonalidades y el sonido de sus costumbres.

Enrollado en la cobija me sentía, desde una inmensa y deliciosa flojera metida entre piel y huesos, como uno de los soldados que respondían las órdenes de algún oficial, metiendo mi voz en forma de murmullos dentro del clarín de consignas altaneras; en delirios soporíferos llegaron a sonar sus botas sobre el concreto como metidas en una de esas marcha inolvidables que Tchaikovsky caló en el pentagrama imperecedero de 1812, sus huesos y coyunturas en la distancia escuchados con las intuiciones volátiles de mis oídos y el tronar de los fuertes ecos del grito “¡Firmes!” (que se oía “firrrrrrmmm”) en la fila de un imaginario ejército, trotando en mis pupilas casi cerrándose desde el vidrio de la ventana (entre las sombras del oscuro amanecer) las pocas veces que logré ganar el desafío a las heladas cinco de la mañana.

El peor momento de toda mi niñez fue levantarme para ir a la escuela; esas batallas entre madre e hijo en donde aquel niño noctámbulo de tanto acompañar a su Mamá a bajar las montañas de ropa lavada a fuerza de plancha, mientras veía series de películas de terror en la televisión, como la inigualable Dimensión Desconocida (también para terminar tareas agobiantes, ayudadas por su Mamá quien imitaba su letra de segundo, tercero o cuarto grado) tenía todas las de perder; las frases “Ya voy” o “Un ratico más” eran débiles resistencias, ante una madre que jamás se dejó vencer por teatrales toses o falsos dolores de cabeza. Me levantaba rodando por las paredes como un ovillo hasta llegar al baño y de allí era sacado a gritos airados por mis hermanas. De regreso a la habitación, más animado, cumplía el ritual de buscarlo o imaginarlo dentro del cuartel.

Cierta vez de privilegio logré verlo más de cerca. Era el cañón. Desde el balcón, se me había presentado rodado dentro del cuartel, seguramente para maniobras y otros ejercicios más intrincados, complejos, difíciles de concretar para un niño más bien temeroso de las oscuridades. A veces lo colocaban a la entrada como un imponente guardián al lado de la garita porque, a decir verdad, era como una pieza de museo que a mí me parecía brillante, brioso como un caballo de hierro, con su histórica boca llena de batallas secretas y victorias ocultas.

De regreso de una práctica de fútbol realizada en una de las dos canchas del cuartel, sudado y corrinchando entre varios compañeros de equipo, quedé frente a él con el balón entre el brazo y el costado. Estaba solitario, ni tan lejos de lo percibido, y espejeé algunas armas de trípode, vistas muchas veces en la serie televisiva Combate, donde los actores las manejaban con el cuerpo boca abajo sobre la tierra y uno imitaba el juego que llamábamos con el mismo nombre, haciéndolas vivir con nuestras ráfagas imaginarias, matándonos de puro embuste.

Uno de los soldados de guardia nos ordenó que abriéramos paso, ya que venía entrando un carro imponente. Yo no me di cuenta, absorto como estaba mirando el objetivo y fui reconvenido por el guardia con insistencia, llamado que me hizo apartar de manera chaplinesca, provocando risa a mis compañeros. El carro se detuvo por su puerta trasera derecha frente a mí, dejándome a merced e intimidación del vidrio ahumado. En esos momentos nos pasa a los niños una catarata de pensamientos por la mente. Me creí regañado. El vidrio de la puerta bajó y asomó alguien que hizo al guardia colocarse a mi lado y saludarlo con un movimiento rápido de la mano desde la sien. Tenía una de esas gorras duras, usadas por los generales en las películas. Le respondió el saludo al guardia y con rostro entre serio y sonriente y me preguntó: “¿Quieres ver el cañón más de cerca?”. Mis ojos desmesuradamente pelados y un muy leve movimiento de cabeza fueron la única respuesta que recibió, quien abrió más su sonrisa y ordenó al guardia que nos dejara acercar. Me dijo despidiéndose: “Y después derechito a sus casas”. Seguí incrédulo a otro soldado, mientras mis compañeros andaban asombrados, confirmando mi título de presidente del equipo.

Desde el primer momento me di cuenta que los cuarteles son sitios infinitos; mientras andaba fascinado, su universo soleado se abría en el día (mucho más emocionante que los fragmentos mostrados en la televisión, relacionados siempre con la guerra) y comencé a imaginarlos como un gigantesco cosmos dormido, cuyo silencio asemejaba una noche eterna. Como era media tarde, los soldados estaban en ciertas labores, algunos andaban de lejos realizando tareas y otros pasaron por nuestro lado en actitud diligente.

¿Qué iría a decir la Kiki si le dijera que llegué a conocer el cañón que tanto la impresionaba, al momento de escucharlo justo a las doce de la noche de los treinta y uno de diciembre? Mientras hablaba del enorme sonido que producía su “cañonazo” en mí, jamás pudo saber las vueltas que le di para mirarle las partes y grabarlas en las emociones de alguna película que mi imaginación rodaría en mis cuentos del porvenir.

Era el mismo cañón dibujado en el libro Patria, vanguardia imbatible del general Miranda y sus soldados, elevando el tricolor que se batió dos veces en La Vela de Coro contra los realistas. Yo le borraba en las páginas los globos de diálogo para escribir palabras propias y crear otra historia protegida por este admirado cañón. Describía al general Miranda como un ganador invencible que derrotaba a los enemigos de la Patria cada vez que abriera las ajadas y amadas páginas del libro.

Antes de irnos, tocamos varias veces con las manos alguna parte de su cuerpo heroico, como para dejar nuestras huellas e impregnarnos de su fuerza vencedora, llevada en su boca como la invisible lava memoriosa de un volcán dormido. Vimos al oficial firme bajo la sombra de un árbol, vigilante, sonriente, como si hubiese cumplido un secreto mandato. La timidez nos hizo guardar el agradecimiento para darlo al guardia cuando abandonamos el cuartel, y luego transformarnos en una bullente conversación llena de “bum”, “tatatá”, “ñeeeeeeee… buuuum”, que emplearíamos en nuestro próximo juego. La ventaja que llevaríamos frente a los enemigos es que el cañón a utilizar, sería el que habíamos tocado en el cuartel y vencería a los contrarios con el solo testimonio.

En la parranda navideña de la escuela, cada vez que interpretáramos ese aguinaldo, mi recuerdo ya tendría un poderoso aliado al momento de cantar: “¡Fuego al Cañon!”, porque mi voz de respuesta tendría el poder del amigo acompañante para siempre: “¡Buuum!”. “¡Fuego al Cañon!” y yo como un sencillo soldado del general Bolívar respondiendo: “¡Buuum!”.

En aquellos fines de año, descubrí que ningún cañonazo sonaba justo a las doce para despedir el año viejo mientras las gentes se abrazan, como juraba haber oído la Kiki (“¿A dónde va a caer una bala tan pesada?” –le preguntaba; y para apoyar a su hermana, la Nena me decía que “la atrapa el Niño Jesús para hacer los juguetes del próximo año”); con el tiempo, fui sabiendo que el cañón democratiza su sonido en los miles de estallidos de pólvora en las cañas, guafas y bambúes del pueblo, siempre celebrando sus labores y logros en busca de la Paz en sus corazones. Reparte su “bum” este cañón histórico, en las fiestas de sombrero de pajilla, redoblante y clarinete de músicos caraqueños que llevan escondidos en su maleta, embrujos de un pasado antañón; su “bum” también resuena en la bajada de los palmeros del cerro Guaraira que imploran rezos para iniciar la Semana Santa recibiendo en mula al Nazareno; en los carnavales de Carúpano y El Callao, también suenan los cañones en el cruzado de pies y piernas rítmicas de quienes disfrutan la vida disfrazados de amaneceres y en las festividades dedicadas a los peces dadores del alimento capturado en las redes en Puerto la Cruz, Cumaná y Margarita que los niños han bailado en los actos culturales de la escuela; siguen sonando en la Culebra de Ipure con su camaleónica belleza, hermosura bajando las templadas labores ganadas por el tesón colectivo; en el sortilegio del palo del tamunangue a San Antonio de Padua casandero y estudioso de las ninfas y las aguas y en la adoración multitudinaria a la Divina Pastora, virgen guara cumplidora de promesas populares; en los chimbangles de Bobures inmortalizados por Juan de Dios Martínez y en la votividad a La Chinita con su desfile de furrucos memoriosos; en la cadena de Diablos danzantes que espantan las malas influencias para el buen sembrar de la tierra desde los Valles del Tuy hasta la costa de caribes y africanos indomables de Aragua, Miranda y La Guaira -toque bullente de tambor insomne para acompañar a San Juan en el puro baile realizador de los milagros del trabajo; en las fiestas montañeras armonizadas por violín, valses y bambuco que van desde Carache a Rubio produciendo ensueños; en los corríos y joropos a Florentino, donde garzas vuelan esteros y sabanas, para continuar venciendo al Diablo y al miedo.

Por los cuatro costados de la Patria suena el cañón de un pueblo parrandero que impone respeto con su alegría, sacando cantos aún de las tragedias, para hacer huir a la muerte con el santo y seña de la memoria. Suena ese cañón en mil cañones festivos, y así dejarlo descansar del heroísmo pasado sin olvidarlo, deseando ser el recuerdo de la dignidad ganada en pasos, gritos y acciones de libertadores y libertadoras.

¡Ay de aquella fuerza foránea, agresiva e imperial que quiera perturbar su descanso glorioso! encontrará a todos los cañones festivos reunidos y alertas en su boca libertaria, llena de la pólvora valiente que cubre el digno proyectil de un pueblo que ha sabido luchar y vencer por su independencia.