(Capítulo 3. El
Retorno)
Quien
no ha visto que los aymaras jamás se rinden no ha visto nada. Pueden esperar
hasta quinientos años para invocar la impaciencia. La tierra de los zemphaíres fue
rodeada por miradas, respiraciones, silencios, esperas, tensiones, palpitares
de miles de hombres y mujeres en una noche de absoluta oscuridad. Con apenas
todas las estrellas del cielo iniciaron su propuesta.
Querían
al niño con sólo la condición de la disculpa. Como la guerra era la respuesta a
cualquier negativa, llegaron pintados y provistos para la ocasión.
Fueron
recibidos con trozos de masa de papa cocida y cierta chicha de batido
improvisado que bebieron con dignidad.
Las
deliberaciones comenzaron luego de intercambiar cantos rituales
imprescindibles. A los dioses fueron elevados votos eternos por el desenlace
favorable a la paz. De ambas partes escogieron a los negociadores más hábiles. Cada
delegación llevaba un amauta y una sabia de comprobado prestigio. Sentáronse a
orillas del gran lago de aguas de cristal para mirar lo provenir.
Se
admitió el robo del niño, sus lágrimas y la indefensión. Como atenuante, el
argumento de la curiosidad cruzó el diálogo. La falta de aviso y la sorpresa
dieron fuego a las palabras de quienes acusaban. Quedaba por discutir acerca de
los afectos que habrían aflorado en su nueva estadía. La secular impaciencia zemphaír
planteaba duros desafíos a la eterna paciencia aymara. Al optar la sabia
decisión de escuchar al niño, aceptaron compartir las responsabilidades. El
cariño y la convivencia serían repartidos con equidad.
Acordaron
dos días de oración y diez de fiesta.
Los
aymaras, como parte afectada, lo tendrían las siguientes ciento ochenta visitas
del sol, más un equivalente al cautiverio.