Odia
el privatizador, todo regalo que le sea dado u ofrecido a su pecunio
o al bien ajeno. Nada que no cueste dinero le es falso, de ningún
valor, totalmente desestimable. A su alrededor, en su habitación, en
toda su casa, en la oficina donde trabaja, en el sitio de
esparcimiento donde sólo él decide la estancia y no pocas veces la
existencia, sólo hay cosas que costaron dinero, que forzaron una
erogación establecida por algún organismo nacional o internacional
regulador de precios comparables con el oro u otro canon o parámetro
dictador de lo que deben las sociedades establecer para vivir como el
dinero manda. Ve todo con los ojos del costo material que traslada a
las cosas algo que está más allá de la cosa misma, de su simpleza,
de su representación. Siente que el dinero, donde quiera que se
encuentre, siempre estará por encima de la necesidad básica y la
podrá comprar donde quiera que ésta se manifieste; nada que no se
pueda comprar existe en su realidad y si tuviese algún indicio de
existencia, buscaría eliminarla con el peso de todas sus
influencias. Todo regalo le es sospechoso, le levanta los prejuicios
más abominables.