miércoles, 29 de mayo de 2019

EL PRIVATIZADOR





Odia el privatizador, todo regalo que le sea dado u ofrecido a su pecunio o al bien ajeno. Nada que no cueste dinero le es falso, de ningún valor, totalmente desestimable. A su alrededor, en su habitación, en toda su casa, en la oficina donde trabaja, en el sitio de esparcimiento donde sólo él decide la estancia y no pocas veces la existencia, sólo hay cosas que costaron dinero, que forzaron una erogación establecida por algún organismo nacional o internacional regulador de precios comparables con el oro u otro canon o parámetro dictador de lo que deben las sociedades establecer para vivir como el dinero manda. Ve todo con los ojos del costo material que traslada a las cosas algo que está más allá de la cosa misma, de su simpleza, de su representación. Siente que el dinero, donde quiera que se encuentre, siempre estará por encima de la necesidad básica y la podrá comprar donde quiera que ésta se manifieste; nada que no se pueda comprar existe en su realidad y si tuviese algún indicio de existencia, buscaría eliminarla con el peso de todas sus influencias. Todo regalo le es sospechoso, le levanta los prejuicios más abominables. 

Ningún servicio por muy eficiente que pueda presentarse a expensas del privatizador funciona si no es pago. Cualquier falla que presente un sistema, una atención, una emergencia, una expedición, una solicitud, un funcionamiento piensa que se debe a que nadie paga por su ejecución. Por su cabeza no pasa que alguien o algunos puedan realizar un servicio al prójimo solo por el hecho de honrar el acto espiritual de servir en sí mismo y que su pago en emolumentos pueda ser considerado ofensivo. No concibe el pago de los impuestos como un arancel de ley sino como una comisión, que a su vez le agrega el aderezo de la discrecionalidad, de la venalidad. El privatizador somete a su ojo y a su avaricia toda función pública siempre queriendo transformarla en objeto de su administración, por esta razón juega a ver todo mal, a mirar fallas en cualquier procedimiento, a juzgar todo resultado de lo público como debilitado, trunco, arcaico, imposible de mejorar si no se paga; la solución para el privatizador es pagar. Considera de la función pública algo pasado de moda y le da todo el crédito de actual, de novedoso, de moderno a la acción que privatiza campos, mares, montañas, árboles, ríos, animales, atmósferas, neblinas, soles, lunas, amaneceres.


En lo personal, el privatizador es absolutamente fiel a sus acciones, hasta el asco; no las reflexiona, no conoce la evaluación, ni la autocrítica porque ya las ha privatizado. Todo en él es comprable y vendible. Lo primero que se permitió vender fue su conciencia, es por esto que su encargo supremo es comprar la conciencia de las demás personas. Es una cadena interminable de la rama mercantil, la compra y venta de las conciencias. El axioma vital de un privatizador es: “mientras menos conciencia tengas, más conciencias debes comprar”. No hay éxito en un privatizador que no esté antecedido de una brutal compra de conciencias. La acción de compra de conciencias de un privatizador, es posterior a la venta de la suya. Le encantan esas escenas de las películas norteamericanas, en donde un tipo saca un dolar a otro para obtener cualquier información y ese otro lo toma (sin pensar) soltando la lengua. La marca de zapatos que lustran sus pies, de calcetines que resguardan sus talones, de pantalones y camisas que luce en reuniones de negocios, de sacos y corbatas que ostenta en festines sociales, del perfume con el que desea encantar en la proximidad personal es el apodo de su conciencia perdida. Toda empresa, oficina o institución pública sometida por un privatizador, tiene el sello del desprestigio que trabajó durante años hasta derribar el muro de la posible eficiencia.


Finalmente el privatizador sueña con vivir en una inmensa casa con piscina y demás servicios. Añora tener unos hijos preciosos que estudien en el exterior, poseer una esposa diligente que va a la peluquería, al gimnasio, al automercado, al ocultista y amaestrar a una amante considerada que le espere en un lujoso restaurante discreto con piano bar. Quiere un perro de marca que le ladre fuerte cuando quiera hacer algún zagas parloteo y se eche a sus pies para resguardar su lectura de las noticias del mundo en su laptop. Se mira en el futuro saliendo del estacionamiento de su gran casa en un automóvil que cambió seis meses antes, envuelto en aires acondicionados y canciones de la juglaría mundial. Desea jugar al golf frecuentemente con socios y adulantes que alaben la original forma de exudar la nariz cuando su palo número cinco choque con la bola hasta el arenal. Desde ya hace a diario ejercicios antes de comer una dieta recomendada por algún gurú de las ciencias homeopáticas, antes de tomar dos o tres pastillas contra el estrés, el colesterol y el insomnio. De seguro tomará las vacaciones en algún tugurio de lujo en Europa, lamentando que los ecologistas hayan criminalizado los safaris. Un yate le permitirá a veces mirar el firmamento y la noche, para compensar su noctambulismo con una traganiquel igual a la que algún Rey lleva en el suyo. Siempre se dormirá, como ahora, pensando en que todo lo que tiene ha sido con el sudor de su frente.

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