A Graciana Ricabarra
Es tan
veloz esos días que nadie percibe su andar: ni la abuela. Abre los ojos
temprano, suele hacer lo que le cuesta mucho: cepillarse, pasarse el agua por
la cara, mirarse al espejo, alisarse un poco los alambres de la cabeza, tender
la cama. La abuela apenas lo ve y parece comprender el por qué de pasada saluda
al perro, por qué casi no se lleva el saquito de metras dentro de la media
vieja que mete dentro del bolsillo más seguro y lo palpa como su fuese dinero;
por qué tropieza y por poquito se lleva el dintel oscilando en los hombros.
En
San Diego nadie sabe subir las escaleras más rápido con ocho años, ni aguantar
cualquier frío a las cinco de la mañana sin hacer castañuelas con la boca, ni
tomar cualquier peso sobre los hombros como si fuera una hormiga. “¡Culí!” -le
grita algún viejo cuando la neblina apenas muestra su celaje oscuro; corriendo en
zigzag cuando la mente le está ordenando varias cosas a la vez; recto cuando
hay una sola imagen al final de su frente (porque es en la frente donde coloca lo
que desea encontrar, en un lugar tan oscuro como seguro) y hasta que no llega
allí no se detiene, allí donde se ha propuesto hacer lo que quiere, lo que
verdaderamente le gusta, lo que nada ni nadie puede impedir; curveado cuando
busca escapar de una idea que le atormenta y repta su cuerpo sin darse cuenta.