domingo, 15 de enero de 2017

LA MAESTRA

A Graciana Ricabarra


Es tan veloz esos días que nadie percibe su andar: ni la abuela. Abre los ojos temprano, suele hacer lo que le cuesta mucho: cepillarse, pasarse el agua por la cara, mirarse al espejo, alisarse un poco los alambres de la cabeza, tender la cama. La abuela apenas lo ve y parece comprender el por qué de pasada saluda al perro, por qué casi no se lleva el saquito de metras dentro de la media vieja que mete dentro del bolsillo más seguro y lo palpa como su fuese dinero; por qué tropieza y por poquito se lleva el dintel oscilando en los hombros.

En San Diego nadie sabe subir las escaleras más rápido con ocho años, ni aguantar cualquier frío a las cinco de la mañana sin hacer castañuelas con la boca, ni tomar cualquier peso sobre los hombros como si fuera una hormiga. “¡Culí!” -le grita algún viejo cuando la neblina apenas muestra su celaje oscuro; corriendo en zigzag cuando la mente le está ordenando varias cosas a la vez; recto cuando hay una sola imagen al final de su frente (porque es en la frente donde coloca lo que desea encontrar, en un lugar tan oscuro como seguro) y hasta que no llega allí no se detiene, allí donde se ha propuesto hacer lo que quiere, lo que verdaderamente le gusta, lo que nada ni nadie puede impedir; curveado cuando busca escapar de una idea que le atormenta y repta su cuerpo sin darse cuenta.


Un soldado que es él se detiene frente a la plaza. Nunca repara en la iglesia mas sí en el busto del héroe, sí en la gente que se riega sobre los bancos como distraídamente, sí en las humedades nacidas verdes de tiempo. Quienes lo ven se dan cuenta de su ausencia de todo lo que no signifique ella. “¿Buscas algo?” -suele preguntar alguna vecina y su aparente sordera se traslada a esperar que ella salga del todo desparramado en cajas que se abren, bolsas que caen al suelo, ollas que suenan al ser colocadas sobre las mesas, gritos de hombres y mujeres que van de un lado a otro buscando lo todavía no hecho entre la nada asustada del todo que se encima.

“Busco a la maestra”- dice con una voz muy bajita. El susurro se le mete dentro. Antes la ha visto muchas veces, pero es mejor decir que la ha soñado con el mismo pañuelo en la cabeza o con una gorra de muchos colores que le aplasta el castaño cabello o en otras ocasiones con viseras que le descubren el sudor y la secreta música que se le sale de cualquier lado sin llevar algún instrumento. A Culí le parece que ella cantara cuando baja de su casa con el equipo de sonido y lo pone frente a sí en una esquina al lado de la vieja casa, entonces se pone a mirarlo por breves instantes, primero como calculando sus medidas, luego, con una paciencia rápida, desenreda el cablero para conectar la caja llena de botones a las cornetas. Al principio todo le sale mal y es chévere que le salga mal porque se pone a jugar a desconectar los cables de los micrófonos y les dice: “Aló, aló, probando…”; los micrófonos responden con un ronquido y los botones se pegan a la yema de sus dedos y la oreja le viaja invisible por el aire para buscar el sonido que debería salir, “¡pero si ya salió!” -se dice Culí sorprendido y sonreído porque este sonido parece que se oye bien pero; “…no, no ha salido bien” escucha de ella a lo lejos cuando se traslada a mover los botones; salió un ruido, malo, feo, lo primero que se oye no es lo que sale bien, porque éste debe traer el canto del joropo, de la voz del cantor a la oreja de la gente para que se mueva el cuerpo y salga la alegría; y el arpa (cuando ve y escucha ese instrumento, Culí se traslada a un lugar desconocido y le provoca bailar y saltar hacia el cielo y trazar rayas sobre la tierra con los pies descalzos) y el arpa debe soltar ese sonido a campo, a bosta de vaca, a ternera frita, a sancocho donde todo el pueblo mete el sabor y el paladar, a zapateo de abuela que danza como una zaranda de madera; debe sonar a gloria el arpa cuando salga toda por esas cornetas con Dios bailando en el zapateo de los abuelos del pueblo.


El joropo está presto a salir de un grupo de paisanos que tiene ya sus instrumentos entre las manos como armas celestiales. Culí prueba el sonido ladeando la cabeza y le parece que está bien, sí, “está perfecto”-piensa- “ella lo hizo de nuevo”. Llena de los cariños de quienes la han visto comenzar este mismo joropo, desde antes, con sus sueños y esperanzas, da la bienvenida. Una vez arranca el joropo, continúa mirando lo que suena, escuchando el baile de la gente, sintiendo a algunos abuelos recordar que si no bailan ahora, como alguna vez lo hicieron, es porque los reumatismos lo impiden. La abuela sorprende a Culí y se lo quiere llevar del brazo para que se tome un plato de sancocho pero éste se suelta con suavidad porque aún no le ha bastado mirarla; quiere verla tal y como la guarda en su mente, como la lleva de horizonte, de salida del sol, de tarde cuando el frío aprieta como un latiguillo, de oscuridad cuando los grillos y los sapos se quedaron con el “joy, joy tuyero” cantado a la siguiente madrugada. Le sigue viendo las magias para atraparlas junto a sus metras en los bolsillos del recuerdo.

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