Todas
las experiencias se avalanzan sobre los seres humanos con la
inmadurez, así sucedió a Francis Ford Coppola cuando apenas era un
pichón de cineasta y recién acababa de decidirse por una carrera en
la rama de las artes, husmeando acontecimientos en la ciudad de Los
Ángeles. Experimentaba con ideas en aquellos años sesenta cuando
llevó algunas al lápiz, para luego hacerlas imágenes, aún con
débil resultado. Se dedicaba a realizar cintas donde los desnudos
femeninos fueran la atracción, tal vez buscando la alegría de un
enganche con la gran industria, además de aprender. Hasta que llegó
aquella ignota producción titulada The Bellboy and the Playgirls (1),
en la que colocó buena dosis de fe. Andaba buscando
algo que quizás no se le había perdido, un motivo para engranar un
buen trabajo de los actores con la dirección suya, en la plena
comprensión del guión que siempre le hacía sentir como pez en el
agua.