a la querida familia Barreto
En
Venezuela no necesitamos gringos para ver buen beisbol...
No
sé si fue porque viviamos una época en que hubo una transición de
lo que no eramos hacia lo que nunca fuimos; lo cierto es que
sentíamos que cierta gente en el Barrio nos miraba con sospecha. Es
verdad que algunos nos atrevimos a dejarnos el pelo largo y no nos
afeitamos por mucho tiempo; también es verdad que hicimos las
primeras fiestas juveniles con luces de neón y cierta nocturnidad
clandestina parecida al Rock; igual nos parábamos alrededor de ese
sitio filosófico de maravilla lunática que era el poste de luz (de
día o de noche) para hacernos los sabios que siempre fuimos; además
tomábamos cualquier otro rincón de aquel tierrero que nos
atrevíamos a llamar El Barrio, para la cháchara tipo matiné
o para librar cualquier conversa que nos interesara; agregando que le
silbábamos con descaro a las chamas que andaban cutupertas y
aconsejábamos a los más carajitos para el bien; con el colofón de
ser unos vagos hasta por maleficio de una ley que nos tildaba de
maleantes; unos pocos sobrevivimos al bachillerato no sin
resentimientos profundos a la educación; y entonces nos daba
tiempo para joder el parque, nada más esto comportaba aquella mala
fama. Sé que nos ganamos algunos adjetivos poco cariñosos e
injustos, sin embargo, quien nos tenía martillados con sus
desprecios era una señora a quien yo apodaba “corchito” porque
era muy pequeña, gorda, redonda de la cintura hacia arriba, con el
rostro avihuelado, y se ponía oscura con el tiempo como el corcho de
una botella vino. Cierta vez se me acercó para decirme: “Ustedes
son unos jipes, manganzones, zagaletones, vagos y ése que llegó
nuevo es un faramallero”. Corchito miraba al faramallero con una
inquina que le viroleaba los ojos. Ése al que incorporaba a sus
insultos y prejuicios era el compadre Manuel.