a la querida familia Barreto
En
Venezuela no necesitamos gringos para ver buen beisbol...
No
sé si fue porque viviamos una época en que hubo una transición de
lo que no eramos hacia lo que nunca fuimos; lo cierto es que
sentíamos que cierta gente en el Barrio nos miraba con sospecha. Es
verdad que algunos nos atrevimos a dejarnos el pelo largo y no nos
afeitamos por mucho tiempo; también es verdad que hicimos las
primeras fiestas juveniles con luces de neón y cierta nocturnidad
clandestina parecida al Rock; igual nos parábamos alrededor de ese
sitio filosófico de maravilla lunática que era el poste de luz (de
día o de noche) para hacernos los sabios que siempre fuimos; además
tomábamos cualquier otro rincón de aquel tierrero que nos
atrevíamos a llamar El Barrio, para la cháchara tipo matiné
o para librar cualquier conversa que nos interesara; agregando que le
silbábamos con descaro a las chamas que andaban cutupertas y
aconsejábamos a los más carajitos para el bien; con el colofón de
ser unos vagos hasta por maleficio de una ley que nos tildaba de
maleantes; unos pocos sobrevivimos al bachillerato no sin
resentimientos profundos a la educación; y entonces nos daba
tiempo para joder el parque, nada más esto comportaba aquella mala
fama. Sé que nos ganamos algunos adjetivos poco cariñosos e
injustos, sin embargo, quien nos tenía martillados con sus
desprecios era una señora a quien yo apodaba “corchito” porque
era muy pequeña, gorda, redonda de la cintura hacia arriba, con el
rostro avihuelado, y se ponía oscura con el tiempo como el corcho de
una botella vino. Cierta vez se me acercó para decirme: “Ustedes
son unos jipes, manganzones, zagaletones, vagos y ése que llegó
nuevo es un faramallero”. Corchito miraba al faramallero con una
inquina que le viroleaba los ojos. Ése al que incorporaba a sus
insultos y prejuicios era el compadre Manuel.
Si
era faramallero, no lo sé. Habría que consultar al RAE, cosa que da
cierta ladilla en estos casos, además, es un adjetivo de poco uso en
días como éstos de mucha fecundidad lingüística. Lo cierto es que
desde que el compadre Manuel llegó al barrio, lo rodeó una aureola
de conocedor de cuanto se le hablaba. Si no la ganaba la empataba. Si
no la sabía la inventaba. Llegó exhibiendo una sonrisa de buena
gente y un racimo de hermanos mayores y menores, a los que les hacía
propaganda, como si fuese Carlos Tovar Bracho anunciando la
alineación de un equipo de beisbol que no sólo iba a jugar sino a
ganar. También dio a conocer por igual a dos hermanas a quienes
reverenciaba, la una por profesora de bachillerato y la otra por
madre abnegada. Dime una cosa ahí, le preguntaba yo a cualquiera
-tal cosa, me decían- el compadre Manuel se la sabe, replicaba yo
riendo seguridad. Había venido con su familia de un pueblo oriental llamado Aragua de Barcelona
y luego de una pasantía por el 23 de Enero llegó al Barrio con fama
de boxeador: A mí me dicen el Gallo del Bloque 50 -parloteaba
y es de suponerse que una de las primeras cosas que hizo en el barrial que llamábamos calle
fue ponerse los guantes con los caimacanes del sector El Manguito.
Compartíamos, como muchos, la adoración por el gran Muhamad Alí.
Al
no aguantar dos pedidas para venir a cualquiera de los bonches que
organizábamos, se ganó el apodo de El Hombre Something, ya
que era la (casi única) pieza musical que más le gustaba bailar con
las muchachas en un ladrillito: pedía repetición y repetición y
repetición (que se sepa Los Beatles jamás le cobraron derecho de
autor). No está demás decir que dejaba un reguero de novias en cada
esquina, con su respectiva suegra mirándolo con desconfianza. Cuando
estaba más nuevo los panas le preguntaban: ¿Y dónde queda Aragua
de Barcelona? Él respondía: Donde el Diablo bataqueó la cruz.
Parecía tener un sólo defecto insalvable el compadre Manuel y era
ser magallanero hasta en la partida de nacimiento, defecto que
compartía con toda su familia. El ser magallanero supone tener
predilección por la afición desenfrenada y casi irracional a un
equipo de beisbol denominado Navegantes del Magallanes, cuestión que
problematizaba de manera muy sana nuestra amistad, ya que no todos
compartíamos aquel gusto. Los magallaneros se volvieron
insoportables cuando el equipo ganó la Serie del Caribe del año 70
casi invictos. Les hablábamos a duras penas. Pero nos unía ese
deporte que tantas satisfacción producía.
A
través del compadre Manuel conocí a algunos de sus hermanos, a
saber: quien luego sería el compadre Luis Enrique, que por ser de
más edad de nosotros ya tenía empleo y lo tratábamos como a un
hermano mayor aunque siempre me ha tenido un trato cordial y horizontal desde
conocernos; a Carlos y a Goyo que eran estudiantes y los más chamos.
El beisbol, por aquel tiempo, fue pasión y práctica, de allí que
hacíamos ese honor en un peladero de chivo que teníamos azotado
como estadio imaginario en el sector El Manguito, el cual defendíamos
igual que a la tierra en la película Las Uvas de la Ira (con el
tiempo lo abandonamos y se transformó en un renombrado campo de
fútbol); muchas veces la jugábamos con una improvisada pelota usada o envuelta en
teipe negro (si tenía el cuero roto), los guantes que se pudieran
recolectar y un bate sospechoso de quebrarse en cualquier momento. Jugábamos, todas las veces, reinventando las reglas y
terminando en la bodega del portugués a merced de una tunja gigante
azucarada y un refresco de colita. Como esta familia aún conservaba
vínculos en la parroquia 23 de Enero, la práctica organizada
alcanzó allí al menor de todos: Goyo, pues su hermano Carlos se
encargaría de vincularlo a un equipo que se estaba formando en esa
comunidad del 23 con fama de guerrera, por haber enfrentado al
dictador Pérez Jiménez en el año 58. La divisa beisbolera llevaba
por nombre Indios Caracas. Goyo fichó para la categoría infantil
porque tenía ideal contextura física para la edad y decían que buena
vista para batear bien la pelota. Pues no tardó el compadre Manuel
en capitanear el impulso de aquel hermano menor en tan particular
equipo.
Aunque
era muy aficionado al beisbol por imitación a mi padre, en cambio,
el deporte organizado que practiqué de niño fue el fútbol y a
veces me gustaba ver algunos minutos de patadas al cuero en cualquier cancha,
no así pasaba con el beisbol que sólo me apasionaba en el estadio
donde jugaban los profesionales en mi ciudad: el Universitario.
Resulta que el compadre Manuel nos fue involucrando a seguir de cerca
las incidencias de su hermano Goyo en aquellos Indios Caracas que
para mí eran lejanos y de poca monta. Además, el ánimo más
versado que le imprimía el compadre Luis Enrique a la promoción de
su hermano, animaba a la incorporación en aquella campaña amistosa.
Formamos una bandita de seguidores de Indios Caracas y por ende de
Goyo, provenientes de un barrio digno (como todo barrio) pero el más
feo de Catia y cuidado si de Venezuela. Nos fuimos familiarizando con
ese beisbol cercano, expedito, digamos también: nuestro, a la sazón
de que allí se forman en realidad los peloteros que luego juegan en
categorías más experimentadas; algunos animados por sus padres a tener
el sueño de ser estrellas y ganar dólares; y otros, que eran la
mayoría, se entregaban a la diversión y al gusto por ese complejo
deporte. Allí nos enteró el Compadre Manuel de que el director
técnico de Indios Caracas había logrado conformar un equipo
competitivo que disputaba el campeonato a una divisa que ya tenía
tradición en esas ligas pequeñas y venía de ganar los últimos
cinco campeonatos. La tarea que tenían los Indios Caracas era cuesta
arriba y allí Goyo se había convertido en el cuarto bate, ya que
había asimilado fuerza, choque de pelota y agresividad para las
jugadas. Estos ingredientes me convencieron de seguir de cerca aquel
torneo.
El
compadre Manuel ya tenía la historia completa del contrincante a
vencer. Los conocía al dedillo. Se llamaban Senadores los del equipo
contrario y eran dirigidos por un tal Chino; una especie de brujo
maligno, mañoso, mala sangre, pedazo de bicho que llevaba a sus
muchachos con el pulso de un mariscal de campo, a decir del
Compadre; secretamente, yo lo comparaba con el malísimo Dragón
Chino de la lucha libre llamada Catch as Catch Can que pasaban en la
televisión. El entrenador de Indios Caracas tenía aspecto de tío
bonachón y demostraba a sus jugadores paciencia, calma y educación
deportiva. El caso es que, según nuestro seguro informante, los
Senadores eran unos mal educados y los Indios Caracas eran unos
caballeritos, aunque debíamos reconocer que los del Chino jugaban
una excelente pelota. A todas éstas Goyo demostraba con un bateo
constante, su posición como fuerte receptor del equipo y a veces en
la inicial, cosa de gran valía, que ayudó con su incorporación a
que Indios Caracas llegaran a la final, para disputar el campeonato a
los temibles Senadores. Como en todo torneo de cualquier categoría,
los equipos más consistentes fueron venciendo a los más débiles y
eran, al fin y al cabo, Indios Caracas y Senadores, quienes
disputarían el torneo, la gran final, el trapo campeonil.
Aquel
sábado salí al encuentro del compadre Luis Enrique para ir al
estadio La Planicie y presenciar el tan esperado duelo. Me dijo al
verme: Compadre, Goyo soñó con mi mamá que le dijo que iba a meter
un jonrón con las bases llenas en el juego. Hacía varios años que
la señora Josefa había cambiado de paisaje. Yo no la conocí
personalmente pero el compadre Manuel me la había dibujado mil veces
con su nutrida imaginación. Reconozco que súbitamente se me enchinó
la piel cuando me enteré del detalle onírico y luego seguimos
hablando en el autobús hacia el 23, de que los adecos en el poder ya
se estaban haciendo insoportables. Nos instalamos en la parte alta de
las gradas para mirar las jugadas a placer. El estadio se puso a casa
llena como decía el recordado comentarista Carlitos González. Los
partidarios de Indios Caracas nos colocamos a la izquierda y los de
Senadores a la derecha. El compadre Manuel se colocó en el
centro, detrás de la receptoría (lo que llaman los gringos el back
stop). El lanzador de Indios Caracas había perdido siempre con
Senadores pero era quien tenía el brazo más descansado y por el
enemigo iba a lanzar, nada más y nada menos que el considerado mejor
lanzador de la Liga, el ya legendario y futuro tiburón de La Guaira:
Norman Carrasco. Huelga decir que ya desde la categoría infantil era
un destacado pelotero porque jugaba todas las posiciones y joceaba
(que en términos beisbolísticos significa que no se rinde nunca). Carrasco llegó a ser uno de los mejores
camareros de nuestro beisbol profesional de todos los tiempos, amén
de haber ganado un mundial juvenil, en increíble juego, a la siempre temible selección
de Cuba. En aquel momento era un muchacho que daba sus primeros pasos
y ya brillaba.
Senadores
abrió el juego con dos carreras en la primera entrada y no fue sino
hasta la cuarta entrada que Indios Caracas reaccionaron con tres.
Carrasco estaba intraficable, situación que nos tenía nerviosos. En
el misma cuarta entrada Senadores ripostó con tres y en el quinto
Indios Caracas anotó la misma dosis y se fue arriba hasta la última
y séptima entrada. Allí le metimos una bulla infernal a los
bateadores de Senadores para que sucumbieran a un lanzador relevo y
así Indios Caracas pudiera llevarse el torneo, pero el apagafuegos
recibió los batazos necesarios para dejarse anotar dos y adelantar al rival
por una carrera que pesaba una tonelada lanzando Carrasco. A todas
éstas, el Chino depositaba toda su confianza en su excelente
lanzador para cerrar la última entrada y ganar el campeonato
cubriendo toda la ruta. El compadre Manuel, dirigiendo a nuestra barra,
hizo señas de poner nerviosos a Carrasco y al Chino en aquella
entrada crucial, aunque el muchacho había demostrado nervios de
acero en cada bateador y el Chino que -según el Compadre Manuel- era
brujo y brujo no pierde la pócima fácilmente. No podrás con
nosotros, Chino -fue el grito de guerra del compadre Manuel cuando
el Chino dejó a su estelar en la caja de lanzar para iniciar aquella entrada no apta para nerviosos. Cada lanzamiento de
Carrasco era chiflado por nuestra barra, pero con tres rectazos puso
fuera al primer bateador. El Chino aplicó la psicológica de salir a
animar a su lanzador y lo recibimos con una silbatina de improperios,
a través de la cual el compadre Manuel lo acusó de recomendar a
Carrasco la mítica bola de saliva. Todos reímos a rabiar.
No
dejamos de presionar con bulla casi insoportable hasta lograr que
Carrasco diera el pase a la inicial al siguiente bateador. El
compadre Manuel lanzó su clásica consigna: ¡Con base por bolas
también se vale!. Venía el segundo bate indígena: un refuerzo
de apellido Capella, que había sido el campeón bate de toda la
Liga. A decir verdad, el jovencito era una regadera de batazos por
todos los ángulos y no perdonó a Carrasco, pues se la metió entre
el jardín central y el izquierdo. El director de Indios paró al
corredor en la tercera almohadilla, cuando a todos nos pareció que
pudo haber empatado el juego. Se calentaron las tribunas y nosotros
salimos en crítica al dirigente indígena. ¿Qué pasó? -nos
preguntamos en medio de una coral ensordecedora. Que si anotaba, que
si no anotaba, que si empataba, que si lo ponían fuera esperado, que
si no tenía tiempo de anotar. Lo cierto es que Indios Caracas tenía
hombres en tercera y en segunda con uno fuera y venía el tercer
bate, al que Carrasco ponchó con tres rectazos de puro guapo porque
la gritería era insoportable de lado y lado. Entonces el Chino se
lanzó la jugada magistral para cerrar el juego, la jugada de librito
como decía Carlitos González. Ganaba por una carrera. Estaba a un
ao de la victoria y del campeonato. Si le daban un batazo a su
lanzador perdía con la carrera de segunda y le empataban con la de
tercera con dos fuera. Decidió pasar al cuarto bate que estaba
encendido y así llenar las tres almohadillas para enfrentar a Goyo
(el quinto bateador que no había visto luz). El Chino quiere
buscar el ao en cualquier parte -me gritó el compadre Luis
Enrique. Al ver las almohadillas llenarse, me recordó el sueño de
Goyo a grito pelao: Goyo va pegar el jonrón, Compadre -me gritó lanzándome su afonía casi total. Yo le respondí con un grito más alto y
emocionado -Ojalá. La tensión habida podía producir truenos
y centellas.
EL CÓMICO MEXICANO RESORTES EN EL FILME EL BEISBOLISTA FENÓMENO |
Carrasco
lanzó un primer rectazo en zona buena que Goyo abanicó a todo
poder, causando un barullo que se escuchó hasta en la Plaza Bolívar
de Caracas. Tranquilo que el equipo gana -le gritó a su
hermano el compadre Luis Enrique. No te equivoques Donpaya -le
gritó el compadre Manuel al árbitro principal para poner más
calor. Luego el lanzador Senador tiró una rabo e’ cochino (como
años después lo diría el comandante Hugo Chávez) que según el Donpaya cayó en zona mala y Goyo casi se embarca al hacer un medio
abanico. Los reclamos de los seguidores contrarios fueron enconados.
El Chino salió de la cueva como una fiera. De nuevo: que si Goyo
abanicó, que si no pasó el bate, que el Donpaya principal está
ciego, que tiene lentes de suela, que se debía preguntar al árbitro
de la primera almohadilla. En cuenta de una y uno, Goyo abanicó el
siguiente lanzamiento y se puso a punto de mate. Senadores cantaban
victoria pues consideraban a Goyo ponchao por adelantado. El
siguiente lanzamiento de Carrasco fue precedido por un silencio
filoso. Tiene que ser muy buena, Goyo: -le gritó el compadre
Manuel. Y fue una recta alta que el indígena supo aguantar. Ahora
en cuenta de dos y dos y dos fuera, Goyo pellizcó milagrosamente el
siguiente lanzamiento que nos dejó un nudo en la garganta. De
vaina no se fue el muchacho -me gritó el compadre Luis Enrique con angustia.
Buscando inteligentemente que se fuera con una bolota, Carrasco lanzó
desviado y Goyo la adivinó aguantando el abanico, quedando en cuenta
de tres y dos. El compadre Luis Enrique me miró con el sueño
anunciado en las pupilas. El lanzador se preparó en medio de otro
silencio que gritaba palpitaciones y vino con una curva que se quedó
arriba y Goyo le descargó todo el poder. Con mis lentes seguí la trayectoria de la pelota sin pestañar, como si fuese la cámara de
César Tahuil, sin perderme nada de lo que pasaba en el campo y en el
graderío. El jardinero izquierdo se detuvo para observar cómo la
pelota pasaba a varios metro sobre su cabeza, superaba la barda del
terreno legal, se iba por encima de unas casas y caía en el
estacionamiento de un superbloque para rebotar contra el piso uno.
¡Qué tabla, Compadre! -le grité a Luis Enrique que lloraba de la
emoción. Alguien dijo que había sido el jonrón más largo
conectado en ese campo. Nadie lo podía asegurar.
La
banca india se vació para esperar a Goyo en el jon, al mismo ritmo
del graderío de la izquierda que deseaba alzar en hombros (como es
ritual) al héroe del campeonato, mientras el graderío de la derecha
se vaciaba lentamente, paralizado por la tristeza. Goyo debió contar
su turno al bate a cada uno de sus compañeros de equipo y a cada
amigo que le preguntaba por el jonrón y luego a cada vecino del
barrio y a cada familiar y a todo el que se enteraba de la hazaña.
El entrenador y fundador de Indios Caracas lloró de la emoción
delante de sus muchachos, acompañado del compadre Manuel que para
sentimental búsquenlo. Con refuerzos, Indios Caracas se
transformó en la selección del Distrito Federal que fue a los
nacionales de San Juan de Los Morros, hasta donde fuimos para ver
cómo regresaban campeones.
REGALO |
Fue
la primera vez que salí de Caracas por cuenta propia, para seguir
estas hazañas. Creo que éste es, entrada por entrada, el mejor
juego de beisbol que he visto en toda mi vida; y sépase que vi en el
estadio Universitario proezas como los no-imparables de Luis Tiant
contra los Leones y de Urbano Lugo Jr contra los Tiburones para ganar
el campeonato; vi con asombro la atrapada de Vitico Davalillo en el
jardín central a batazo del norteño Bob Darwin; la sensacional
dejada en el terreno de los Leones contra los Tiburones en la semi
final 73-74 con imparable del zurdo oriental Gonzalo Márquez contra
el zurdo norteño Jim Rooker; el jonrón de Antonio Armas, siendo un novato, contra el
norteño de La Guaira Ken Forsh para dejar en el terreno a Tiburones
con el Universitario de bote en bote; el jonrón número 20 de
Baudilio Díaz contra el cubano Aurelio Monteagudo y muchos juegos
más. Entre importantes diferencias a favor, está que en aquel
maravilloso juego entre peloteros infantiles, además de ponerle toda la bondad posible, también se colocó una
imborrable premonición.
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