A
veces los muertos estamos en las estatuas que nos construyen en
agradecimiento a quienes nos protegieron de memoria. Sólo son
instantes y nos ayuda la mirada de la gente. Cada tanto albergamos
allí para ver al prójimo que pasa practicando la ciudadanía. Son
oleajes de tiempo imposibles al reloj, esos momentos disfrazados de
argamasa. Es como una casa inmóvil de la que nos proveemos para
hacernos de la ilusión vivencial. Alguna gente llega a creer que
estamos allí todo el tiempo y nos honra con su mirada o con una
pregunta silenciosa por nuestro paradero o con un chiste al escultor
que intentó aproximarse a nuestra fisonomía. A veces comprendo al
Libertador Simón Bolívar cuando me habla de la infinidad de
espacios en que debe desdoblarse para saciar la celebridad y la
gloria. No abarcan las estatuas pues lo acechan, lo llaman, lo
anuncian cuadros, fotografías editadas en libros, documentales
fílmicos, estampitas religiosas, muchas otras cañuelas y los actos
públicos. Debe cuidar nuestro héroe todas esas miradas, la
principal está en las plazas de ciudades y pueblos de la Pachamama
adonde van los padres a hablarle a los hijos de su grandeza. Se lo
ganó.