miércoles, 15 de febrero de 2017

LAS ÁNIMAS


Arte Oscar Rodríguez Pérez

A mi madre

Son espíritus errantes en las dimensiones espirituales que no cumplieron su misión en vida y han quedado vagando por las estancias en la oscuridad.

Sólo ven lo que quieren ver. Aunque desandan por cualquier parte, prefieren las casas u otros aposentos cerrados. Vuelven a los sitios donde vivieron para saldar alguna cuenta pendiente, aunque las hay que (habiendo perecido en algún desastre o accidente) no encuentran rumbo y caminan perdidas por las calles. Se hacen presente causando fríos conmovedores e intensos, percusiones en el mobiliario (sobre todo los trastos), empañando las vidrieras, abriendo y cerrando las puertas y ventanas, sonando escaparates, desordenando los roperos, mudando las cosas de lugar, apoyándose en ramalazos de brisa para aparecer o desaparecer. 

Hay quienes dicen que se valen del fogonazo digital para mostrarse en las fotografías como fueron en vida o como fulgores.

Funcionan al revés de la realidad: cuando son invisibles logran ver todo cuanto les rodea y se desplazan con satisfacción, en cambio, las pocas veces en que se hacen visibles ante la gente, las invade la ceguera y se sumergen en hondas melancolías. Algunas andan en grupo y se les escucha murmurar penosos rezos en los rincones.

Traen la desgracia si buscan el mal y si anhelan redención traen sortilegios cuando los devotos las invocan. Las gentes les colocan vasos de vidrio llenos de agua cristalina en las esquinas de las habitaciones para darles luz, les elaboran cadenas de oraciones entre los vecinos y les encienden velas los días lunes. Cuando se acostumbran a los rezos, los reclaman tocando tres veces a la puerta.

Al encontrar la luz eterna, dejan puñitos de sal en las puertas de entrada en señal de agradecimiento: lágrimas secas.

Les alivia mucho las penas la oración del Ave María.

LA MULA MANIÁ


Arte Oscar Rodríguez Pérez

A mi padre

Andando de joven por las montañas de Urachiche, en el estado Yaracuy, cuenta Antero que vio una mula en un descampado. Cansado como iba, se le acercó con lentitud, haciendo el característico ruido con la boca que denunciaba la calma.

El animal miraba para otro lado mientras observaba sus formas impecables y robustas; su pelambre grisáceo bañado en sudor hacía contraste con la crin y las orejas negras. Su mano fue a posarse sobre el lomo que puso en actividad a un rabo haciendo redondeles latiguiantes en el aire.

“¡Lista!”- pensó y de un salto acostumbrado, diestro, ágil, trepó como un felino.

Los corcoveos irrumpieron con violencia y el cuerpo entero se curvó como una bestia desconocida para el pensar humano que volaba por los aires. Los rebuznos parecían gritos demoníacos. Lanzaba mordiscos para capturar la brisa o algún animalejo que el azar trajo con el mastranto. Sólo por momentos, pudo sostenerse del pescuezo que se erizaba como si tuviese electricidad.

Por fortuna, Antero cayó sobre un tumulto de hierba abundante. Los hedores espantosos de un azufre incendiario salían de las entrañas de la bestia sonando flatulencias ensordecedoras. El boscaje se la tragó entre chillidos que se fueron perdiendo a través de los ruidos de la mañana.

“Le hubieras rezado un Credo”- le dijo su tía Calistra mientras se persignaba. “A ese animal lo manió el demonio. No es bueno montarse en esos bichos realengos porque están encantados por Satanás”.


Con el tiempo, Antero llegó a pensar que las maniaban los hacendados para que cualquiera no se las arriara.