Arte Oscar Rodríguez Pérez |
A mi madre
Son
espíritus errantes en las dimensiones espirituales que no cumplieron su misión
en vida y han quedado vagando por las estancias en la oscuridad.
Sólo
ven lo que quieren ver. Aunque desandan por cualquier parte, prefieren las
casas u otros aposentos cerrados. Vuelven a los sitios donde vivieron para
saldar alguna cuenta pendiente, aunque las hay que (habiendo perecido en algún
desastre o accidente) no encuentran rumbo y caminan perdidas por las calles. Se
hacen presente causando fríos conmovedores e intensos, percusiones en el mobiliario
(sobre todo los trastos), empañando las vidrieras, abriendo y cerrando las
puertas y ventanas, sonando escaparates, desordenando los roperos, mudando las
cosas de lugar, apoyándose en ramalazos de brisa para aparecer o desaparecer.
Hay quienes dicen que se valen del fogonazo digital para mostrarse en las fotografías como fueron en vida o como fulgores.
Funcionan
al revés de la realidad: cuando son invisibles logran ver todo cuanto les rodea
y se desplazan con satisfacción, en cambio, las pocas veces en que se hacen
visibles ante la gente, las invade la ceguera y se sumergen en hondas
melancolías. Algunas andan en grupo y se les escucha murmurar penosos rezos en
los rincones.
Traen
la desgracia si buscan el mal y si anhelan redención traen sortilegios cuando
los devotos las invocan. Las gentes les colocan vasos de vidrio llenos de agua
cristalina en las esquinas de las habitaciones para darles luz, les elaboran
cadenas de oraciones entre los vecinos y les encienden velas los días lunes.
Cuando se acostumbran a los rezos, los reclaman tocando tres veces a la puerta.
Al
encontrar la luz eterna, dejan puñitos de sal en las puertas de entrada en señal de agradecimiento:
lágrimas secas.