Arte Oscar Rodríguez Pérez |
A mi padre
Andando
de joven por las montañas de Urachiche, en el estado Yaracuy, cuenta Antero que
vio una mula en un descampado. Cansado como iba, se le acercó con lentitud,
haciendo el característico ruido con la boca que denunciaba la calma.
El
animal miraba para otro lado mientras observaba sus formas impecables y
robustas; su pelambre grisáceo bañado en sudor hacía contraste con la crin y
las orejas negras. Su mano fue a posarse sobre el lomo que puso en
actividad a un rabo haciendo redondeles latiguiantes en el aire.
“¡Lista!”-
pensó y de un salto acostumbrado, diestro, ágil, trepó como un felino.
Los
corcoveos irrumpieron con violencia y el cuerpo entero se curvó como una
bestia desconocida para el pensar humano que volaba por los aires. Los
rebuznos parecían gritos demoníacos. Lanzaba mordiscos para capturar la brisa o
algún animalejo que el azar trajo con el mastranto. Sólo por momentos, pudo sostenerse del pescuezo que se erizaba como si tuviese electricidad.
Por
fortuna, Antero cayó sobre un tumulto de hierba abundante. Los hedores
espantosos de un azufre incendiario salían de las entrañas de la bestia sonando
flatulencias ensordecedoras. El boscaje se la tragó entre chillidos que se
fueron perdiendo a través de los ruidos de la mañana.
“Le
hubieras rezado un Credo”- le dijo su tía Calistra mientras se persignaba. “A
ese animal lo manió el demonio. No es bueno montarse en esos bichos realengos
porque están encantados por Satanás”.
Con
el tiempo, Antero llegó a pensar que las maniaban
los hacendados para que cualquiera no se las arriara.
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