domingo, 12 de febrero de 2017

MAR Y CANELA


Esa noche iba a hablar con el espíritu del muerto, la decisión pasaba por el rasero de todas mis incertidumbres. Había venido a esta casa hacía un par de días en la búsqueda del descanso, con el préstamo de un amigo que la construyó con fines de veraneo. Tenía el mar a pocos metros, las gaviotas saltaban sobre el techo como hadas danzarinas, la sal húmeda rodaba por sus paredes y el rumor entraba, ¡Ah! el rumor cadencioso se metía por todas partes; ese ruido delicioso de olas que hace de los instantes, vaivenes eternos en los oídos y en el alma y me acostaba y ese rumor se metía en mi sueño y me acompañaba en el embeleso hasta más allá de las primeras imágenes de la imaginación dormida. Había venido con lo elemental: cinco mudas de ropa corriente, pantalones cortos, franelas, pantuflas, libros, linterna, velas, enlatados, pan, frutas, agua mineral, un cuchillo de campaña, mi viejo morral y nada que me atase a la ciudad: ni celular, ni radio, ni televisión, ni computadora, ningún otro aparato perturbador; sólo mi ser y esta casa… este mar.
Había llegado en lancha, manejada por un joven baquiano de hablar rápido, torso desnudo y pantalón sencillo, apenas amarrado con un pedazo de mecatillo; era como un pirata portátil. Había trepado a la canoa mecanizada, la amansó con destreza rutinaria, le jurungó el motor de un palancazo, jaló la cuerda del arranque varias veces y a la última, el fuera de borda echó un barruntar estrepitoso, un eructo de vapor negro que jalonaba el agua como si estuviese hirviendo. Por ser día de semana nos acompañaron gentes del pueblo y algún que otro forastero como yo. Mientras nos acercábamos sobre olas mansas, la casa asomaba un simple rectángulo de unos veinte metros de longitud, reseca por el sol, toda de ladrillos rojos sin friso que le daban una apariencia de fuerza a pesar de todo, incluso al techo de platabanda lleno de alcatraces y gaviotas que murmuraban graznidos silbosos. La rodeaba una alambrada de hoyos hexagonales sostenida por estacas de madera delgada que no impedían el irrumpir de jaibas y cangrejos de uno u otro lado jugando a hundirse en la arena delimitada.

Sentí la presencia desde el primer momento en que intenté mover la puerta. La llave giraba con normalidad, sin ningún tipo de trabas pero no la abría; la cerradura cedía, el pasador se trasladaba sin dificultad, la puerta no rodaba, como si una fuerza la sujetarse desde adentro. Retrocedí unos pasos y miré el cielo muy azul del mediodía partido por el filo del techo, las siluetas de algunas gaviotas tranquilas balando sus monótonas voces hacían sombras simétricas a contra luz. Suspiré y luego pasó un frío inusual, un frío que explotó el calor de mi cuerpo y volví a dar marcha atrás en medio de fuertes temblores; fue cuando busqué la plenitud del sol. Bajo fuertes rayos amarillos, desprendí el morral de mis hombros y asumiendo el momento como un enfrentamiento contra alguien oculto dentro de la casa, me dispuse a volver a la puerta (armado del cuchillo) para mover la llave que había dejado pegada en la cerradura. Di algunos gritos de alerta pero hasta las casas próximas no llegaba la cercanía pretendida; eran modestas viviendas de diverso y grácil dibujo estructural, además, por la hora temprana era probable que sus ocupantes se encontrasen pescando o en otras labores productivas. Apenas, al acercar mi mano izquierda a la cerradura la puerta se abrió como si desde adentro algo desconocido o la casa misma hubiesen dado permiso a mi disposición a entrar: finalmente el anclaje había cedido.
Aguardé segundos para vocear avisos hacia adentro y al no obtener respuesta, me dispuse a abordar la casa con pasos lentos. Era una soledad hablante la que había, sólo explicable a través de esas sensaciones sentidas al estar rodeados de oscuridad pura y no ver a nadie y sólo percibir que el silencio nos manda desde el presentimiento palabras sordas salidas de los rincones. La inmovilidad de cada cosa habida adentro era aplastante, ni siquiera la vehemente brisa marina entrada, logró mover una mecedora de madera oscura que estaba a pocos metros de la bocanada de luz. Cuando la luminosidad exterior se posicionó en mis ojos, observé la elemental ingeniería interna: cocina y comedor unificados en la entrada, dos habitaciones, un baño aislado en el lado norte; un salón de conversación con claraboya en el techo y una habitación con baño interior en el lado sur, franqueada por otra puerta que daba al patio cercado. Como la electricidad provenía de un generador que alimentaba a todo el pueblo y seguramente dejaba de funcionar en algún momento del día, con sus lógicas fallas, había lámparas de querosene colocadas en puntos clave, además de la cocina eléctrica y un fogón para cocinar. Interruptores, enchufes y bombillos colgaban de cables blancos, aunque la casa se iluminaba por sí sola a través de ventanas construidas con cariño y eficiencia; pareciera que la electricidad fue colocada como una curiosidad prescindible, optativa y no como la necesidad imperiosa a la cual estamos acostumbrados en la ciudad.
Lo justo para un espacio de tránsito como éste se disponía ante mí y las necesidades de cada día. De estos sitios nos llevamos lo valioso, lo útil, lo fortalecido, lo amoroso, sólo dejamos restos, lo consumido, lo desechable, la ceniza, el polvo. Recuerdos, secretos ruidosos, esfuerzos, reflexiones, cosas leídas o escritas, felicidades, regresan con nosotros, envueltos en el bastimento para llenarnos el vivir; en cambio, silencio, soledad, vacío, angustias, ausencias que nos persiguen como sombras extraviadas se quedan aquí enterradas en algún resquicio, formando nudos de opacidad, trémulos olvidos: esta casa acaece colmada de olvidos, sobre las hornillas de la cocina, en las rejillas del refrigerador desconchado, entre las molduras de las alacenas, bajo las camas hay olvidos, bullentes olvidos que saltan y plantean desafíos al persistente sonido del oleaje mezclado en la ansiedad de descanso que traemos.
Fue construida por mi amigo para que trajésemos la vida, para que la llenáramos con nuestra existencia, con nuestro hálito esencial y luego le dejáramos el olvido en las esquinas mohosas. Ropa, alimentos y utensilios coloqué en los lugares adecuados y en el más pertinente de los sitios fui a echar mi cuerpo anhelante de sosiego: la cama. Sumergí allí mis ensoñaciones de océano, la espumosa brevedad de mi cansancio, el vuelo gaviotal de los andares que sobre mis hombros llevaba.
No sé en cual lado de la noche fui despertado por el paso de una figura femenina de cobriza cabellera ondulada, blusa blanca y largo vestido de flores violeta. Distinguí, a pesar de la honda oscuridad, su aroma acanelado envolver los pedazos de sueño que aún conservaba atados a la débil almohada, mas logré ver su figura, con prístina nitidez: flaca, ligera, tez de rosa, ciertamente bella, desandar los aposentos como si cantara la alegría de algún acontecimiento vaporoso, de cierto enamoramiento secreto y divino. «¿Cómo entró?» —me preguntó la perplejidad. La seguí con mirada ciega hasta percatarme que proyectaba su propia iluminación: «¡Deseaba que la viera!» —me dije con fascinación hasta perderla, hundida en la umbra de las paredes que dan al patio. Su perfume persistió por varios minutos, más allá de la alambrada, cuando salí a buscarla hacia la playa, entre las espumas oscuras, al ras de la brisa madrugadora. Algo me decía que a mi lado estaba, sentada, afincando sus talones descalzos sobre la arena, mirando lo brumoso del horizonte, el presentimiento de un barco que alguna vez asomó proa para respirar su hermosura; intuía su sonrisa en un no sé por qué de mis instintos reptiles, la sabía resguardándome como una hermana en lejanía que me había descubierto vulnerabilidades secretas.
Sin darme cuenta, el poder de la sal envolvió aquel perfume hasta delatarme su ausencia. ¿Se puede estar ausente sin haber estado presente? ¿Desaparecer es cualidad de la presencia o de la ausencia? ¿Se puede estar sin estar? El sol trajo la anaranjada premonición del alba, salpicados multicolores vistos como fogosas lenguas de dragones sobre el agua, resplandores lumínicos brindados a los pajarracos que adornan la mañana, ese mágico frescor otorgado a peces que aguardan redes para alimentar al pueblo, mas no trajo los significados de aquella figura nocturna anclada en mi vigilia como la letra de un jeroglífico oculto en las rocas; clave de esa mujer etérea deambulando por las cuatro paredes que decidí adoptar como responso.
Con terquedad corporal y anhelo sustancioso en curiosidad, mantuve el trasnocho transformado en vigilia. Evité tomar libros para no tentar al sueño y así ubicarme en la hacendosa tarea de curucutear la casa para hacerle cosquillas, hurgarle pecadillos grabados en los frisos, adentrarme en sentidos ocultos que resbalan de la desidia para revelar deudas a los recuerdos.
Volvió a casa al medio día, cuando yo merodeaba frágiles acantilados al noroeste de la playa. Su figura, bella hasta en la penumbra, flameaba en el vano de la puerta como una bandera amante, su mirada colocada hacia la extensión del promontorio de agua salada, movida con cierta vehemencia por el viento, sus cabellos no eran perturbados por la brisa (señal de otro mundo) más bien chorreaban por sus hombros como hilos retorcidos. Tenía el brazo izquierdo sobre el marco de la puerta, la cadera inclinada hacia la derecha, el brazo derecho quebrado en jarra sobre la cintura y la pierna izquierda cruzada con el pie en punta. Muy dulce, dolorosamente dulce, la sonrisa escapada de sus labios escalofriaba la arena, la espuma, las nubes, la brisa, la luz del sol adormecido sobre el firmamento, mi corazón conducido por palpitares acelerados, desbarrancado dentro de mi pecho, ahogado en el llanto secreto que se me agolpaba, que se me represaba en el plexo solar, atado por una leve asfixia hilada desde el entrecejo.
Entró a la casa y yo en su persecución. La delicia de su acanelado perfume intimidaba a los aposentos, en un reinado de ternura. Obligado a sentirla, me entregué a presentirla en todos los lugares; escuché sus pasos atravesar la casa en cada uno de sus diámetros, algo de su oscurecida voz llegó a mis oídos como la murmuración de una era perdida en el universo, la tibieza de sus manos se posó sobre mi espalda por plácidos segundos y tanto sentí (hondamente) la canela de su cuerpo en mi íntimo sentimiento que desmayé por instantes mi espíritu, mientras mi cuerpo continuó de pie ante la soledad descomunal. Ella se dejó ver en cinco lugares diferentes a un mismo tiempo: sentada sobre la antigua mecedora, parada frente el armatoste de cocinar, acostada sobre una de las camas, arrodillada (como orando) en un rincón y caminando por el pequeño malecón de piedras clavado en el lado sur de la playa, como si bailase una dancita de suelto ritmo y mirase los pasos de sus delgados pies con semblante distraído. Al disiparse todo el olor de su corporeidad que había entrado en mi ser, su figura se esfumó y con ella la deliciosa sensación femenina que arrastraba.
El señor Pablo pidió permiso para entrar en la casa, con la decencia de los hombres de mar que aman la educación, los valores de las personas, los rituales y el dialogo. Era su cuidador y el conocedor de todos sus recovecos; razón por la cual nunca se le iba la sonrisa del rostro al referir las tareas que cumplía para conservarla limpia, presentable, acogedora. Había un indio en la estatura pequeña del señor Pablo; piel tostada, ojos oblicuos de vista dulce, aprovechador de cada silencio para mirar cuanto le rodeaba, perfil de águila, labios apenas visibles cuando pronunciaba las palabras con apurada lentitud, como si, de tanto pensar las ideas, no tuviera calma alguna al decirlas, porque las soltaba en lenguaradas cortas, precisas, trancadas y cantarinas para destaparle el cariño a cualquiera. Iba siempre de franela blanca, pantalón de tela kaki y alpargatas negras; sólo cambiaba el atuendo algunos sábados cuando iba al baile de joropo, los domingos por la misa y raras veces en que le acompañaban a visitar otro pueblo u otra ciudad.
Dentro de la casa era tan inquieto cuando estaba acompañado como cuando estaba solo, ya que no dejaba de mover las cosas acostumbradas, de hablar con los rincones, de tocar las paredes, de palmear la presencia de algún bicho volador, de acomodar desperfectos que parecía dejar justo para ese momento, de sugerir algún secreto para sentirse bien, en ese lugar que con su presencia cobraba el valor de un recinto sagrado. Me di cuenta que sólo se podía conversar con él afuera de la casa, por lo que me lo llevé al patio con dos de las sillas del comedor y allí nos sentamos para disfrutar de sus preciados testimonios.
Hombre de mil cuentos y uno más, el señor Pablo tenía la vida de su pueblo dentro de su propia vida. Escucharlo era saber del pequeño sitio donde estábamos (savia de su existencia) y a la vez era vincularse con el universo entero. En una de esas miradas sensibles que solía dirigir a quienes tomaba afecto, seguro de la respuesta, me preguntó: «¿Ya se te presentó?». No esperé un instante para afirmar la presencia de aquella extraña doncella que deambulaba por la casa como un hada del mar. Él la veía desde su salida de la adolescencia, mucho antes de la construcción de la casa, cuando una noche sin luna, escapado de una fiesta con una muchacha risueña, en este mismo lado de la playa, de particular belleza para los romances o los momentos donde el pensamiento nos abruma, se le vino un fuerte olor a canela y en instantes apareció ella justo cuando aproximaba el primer beso a los labios de la novia de ocasión.
Dejó aquel amor plantado en la oscuridad y fue tras la misma figura femenina que yo había visto a mi llegada, con la misma ropa, el mismo vuelo en el andar, la misma tristeza en la sonrisa, el mismo aroma y se detuvo cuando la vio en el lugar en que ahora estaba la casa, ejecutando una danza suave, de propia luz, lentos movimientos, como un tai chi Caribe, ahogado en la mirada brumosa. Siguió su andar veloz hasta un cocotero milenario que se oculta entre otros arbustos y allí desapareció. Al regresar a la oscuridad donde había dejado a la amada en plantón sentimental, no halló rastro alguno y jamás la volvió a ver en esas fiestas del pueblo, en cambio, la muchacha con olor a canela se le presentaba siempre en estos lugares, como una saeta del día, como una luciérnaga de noche, y la casa parece haber sido construida para ella, porque desde el primer día se apoderó de sus sitios. «Muy pocos la han visto» —me dijo el señor Pablo, «porque se debe tener facultades para sostener su figura en la mirada y mucha paciencia para saber lo que quiere. Aunque casi todos logran olerle el aroma. ¿De dónde vendrá ese olor? me preguntan— y yo me hago el distraído».
Esa noche la esperaba con todos los conjuros y objetos de poder recomendados por el señor Pablo. Cuando la persona muere, dice él, su cuerpo sigue el rotar de la tierra y su espíritu queda vagando libre en el universo y cada espíritu debe encontrar por sí mismo la vía hacia la gran energía universal. Para él hay espíritus que han logrado su vía hacia esa infinita luz desde antes de morir, por su proceder correcto en la vida, pero hay espíritus que se pierden de la gran luz por su mal proceder o por alguna deuda que tienen o por el extravío de algún hecho sucedido a sus existencias. Están en otros planos diferentes de la realidad nuestra, pero al igual que nosotros, nos presienten y buscan comunicación para resolver sus cuestiones de la tierra y encontrar la luz.
Esa noche apareció para que la siguiera, como si supiera la intención de oler de nuevo su aroma a canela. Me llevó hasta el cocotero y allí desapareció junto a su olor. Tuve un corto desconcierto, calmado por el instinto de la paciencia. Un fuerte olor a pólvora se apoderó de mi olfato y me hizo estornudar. Del cocotero emanó una bruma grisácea que borró totalmente a la enorme planta y de allí, de esa espesura novedosa surgió un muchacho blanco con el cuerpo pintado de rojo y una especie de guayuco blanco con franjas enrojecidas, que cubría las partes pudorosas. Al aproximarse, lanzó una mirada de preso en soledad y me di cuenta del motivo sangriento llevado sobre su cuerpo, alejado del ornamento, más bien eran heridas y hematomas regados sobre la piel. Pensé en el Cristo y sentí hondas ganas de llorar que intensificaron el olor a canela, de regreso con la presencia de la doncella. Algo me dijo de acostarme sobre la arena, relajado; de cerrar los ojos y concentrarme en mi entrecejo; de caminar hacia mí como si se tratase de la entrada a un hogar hasta ahora conocido sólo por fuera, con la necesidad de quererlo transitar relajado, tranquilo, sin angustias, sin alarmas de invasión. Miré las estrellas que me enviaban señales de calma desde sus brillos desprendidos de la techumbre oscura y esto me provocó el más delicioso de los ahogos, pues me sumergí en un mundo pastoso, como de barro colorido a través del cual nadé hasta el hueco de una superficie extraña. Salí al espacio de una celda solitaria, en la que momentos después fue traído el mismo muchacho que había visto aparecer en la humareda del cocotero; —lo traían desmayado dos hombres fuertes y sudorosos, hecho una piltrafa sangrienta, moribundo: lleno de golpes. No me veían su verdugos, él sí.
A través de sus ojos que se iban al infinito lo vi nacer, ser amamantado, acariciado con amor por su madre, ir a la escuela de la mano del padre, aprender las primeras letras del maestro, jugar en el patio de la escuela, multiplicar la merienda con los amigos en la hora de recreo, hacer los mandados y quedarse hablando con las rosas de los jardines, con la tristeza de los mendigos, con los autobuses que iban llenos de gentes, salir al liceo y recibir las primeras conciencias, estudiar a Marx a escondidas en las escaleras de los edificios, en las plazas, en su primera entrada a la casa del Partido Comunista, lanzar las primeras piedras a la policía, subir a las montañas para vestir traje militar, botas, boina y fal, encontrarse con ella en un contacto urbano (donde se le quedaron sus besos tenues, sus ojos adormecidos, su cabello largo y enroscado y su olor a canela), ser asediado por la policía política en una casa de seguridad, caer malherido, metido en un tigrito, golpeado, ahogado, electrocutado, guindado, desgarrado, enterrado a los pies de un cocotero. Ella cayó abatida junto a otros compañeros, en un enfrentamiento a las puertas de la compañía petrolera y durmió por varios años en urna sellada, sin que los familiares pudieran verle el rostro apaciguado, mirarle la sonrisa leve, oler su acanelado espíritu.
En un instante del universo ella salió a buscarlo y logró ver su cuerpo mancillado, varios metros bajo la arena; deambuló por estas playas, por estos acantilados llenos de agua y salitre, llamándolo con voces sordas. Él percibía su aroma y cada tanto asomaba entre la bruma del cocotero sin lograr encuentro alguno: «… los fantasmas no se ven a sí mismos»—me había dicho el señor Pablo. — Él la llamó aquella noche desde la celda por última vez, con la mirada apagándose en mi imagen fantasmal; gritó su nombre envuelto en la bruma del cocotero, en un solo eco abierto y doloroso sobre la playa que, de seguro, partió la madrugada en dos, despertó prematuramente a los alcatraces y a los perros y sonó como una canción de cuna en la perdida alma de ella.
«Ya no volverá» —me dijo el señor Pablo, cuando lo encontré a mi regreso, sentado en la mecedora de madera oscura, asido a una taza de café humeante.
PINTURA DE ENCARNA OSUNA
Dejé mis ojos cerrados en la playa, dejé todo el descanso en la casa, todo el olvido en la mañana y me dispuse a viajar a la ciudad con el vuelo de las primeras aves. «¿Ha dormido bien usted?»— me preguntó la fiscal. Con una sonrisa trasnochada la miré, le ofrecí parte de una arepa con queso guayanés que venía comiendo, antes de decirle: «No podré dormir en muchos días, doctora, estoy lleno de recuerdos y he venido a poner una denuncia».

Del libro inédito El Hacedor de Líneas

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