Esa
noche iba a hablar con el espíritu del muerto, la decisión pasaba por el rasero
de todas mis incertidumbres. Había venido a esta casa hacía un par de días en
la búsqueda del descanso, con el préstamo de un amigo que la construyó con
fines de veraneo. Tenía el mar a pocos metros, las gaviotas saltaban sobre el
techo como hadas danzarinas, la sal húmeda rodaba por sus paredes y el rumor
entraba, ¡Ah! el rumor cadencioso se metía por todas partes; ese ruido
delicioso de olas que hace de los instantes, vaivenes eternos en los oídos y en
el alma y me acostaba y ese rumor se metía en mi sueño y me acompañaba en el
embeleso hasta más allá de las primeras imágenes de la imaginación dormida.
Había venido con lo elemental: cinco mudas de ropa corriente, pantalones
cortos, franelas, pantuflas, libros, linterna, velas, enlatados, pan, frutas,
agua mineral, un cuchillo de campaña, mi viejo morral y nada que me atase a la
ciudad: ni celular, ni radio, ni televisión, ni computadora, ningún otro
aparato perturbador; sólo mi ser y esta casa… este mar.
Había
llegado en lancha, manejada por un joven baquiano de hablar rápido, torso
desnudo y pantalón sencillo, apenas amarrado con un pedazo de mecatillo; era
como un pirata portátil. Había trepado a la canoa mecanizada, la amansó con
destreza rutinaria, le jurungó el motor de un palancazo, jaló la cuerda del
arranque varias veces y a la última, el fuera de borda echó un barruntar
estrepitoso, un eructo de vapor negro que jalonaba el agua como si estuviese
hirviendo. Por ser día de semana nos acompañaron gentes del pueblo y algún que
otro forastero como yo. Mientras nos acercábamos sobre olas mansas, la casa
asomaba un simple rectángulo de unos veinte metros de longitud, reseca por el
sol, toda de ladrillos rojos sin friso que le daban una apariencia de fuerza a
pesar de todo, incluso al techo de platabanda lleno de alcatraces y gaviotas
que murmuraban graznidos silbosos. La rodeaba una alambrada de hoyos
hexagonales sostenida por estacas de madera delgada que no impedían el irrumpir
de jaibas y cangrejos de uno u otro lado jugando a hundirse en la arena
delimitada.
Sentí
la presencia desde el primer momento en que intenté mover la puerta. La llave
giraba con normalidad, sin ningún tipo de trabas pero no la abría; la cerradura
cedía, el pasador se trasladaba sin dificultad, la puerta no rodaba, como si una fuerza la sujetarse desde adentro.
Retrocedí unos pasos y miré el cielo muy azul del mediodía partido por el filo del
techo, las siluetas de algunas gaviotas tranquilas balando sus monótonas voces
hacían sombras simétricas a contra luz. Suspiré y luego pasó un frío inusual,
un frío que explotó el calor de mi cuerpo y volví a dar marcha atrás en medio
de fuertes temblores; fue cuando busqué la plenitud del sol. Bajo fuertes rayos
amarillos, desprendí el morral de mis hombros y asumiendo el momento como un
enfrentamiento contra alguien oculto dentro de la casa, me dispuse a volver a
la puerta (armado del cuchillo) para mover la llave que había dejado pegada en
la cerradura. Di algunos gritos de alerta pero hasta las casas próximas no
llegaba la cercanía pretendida; eran modestas viviendas de diverso y grácil
dibujo estructural, además, por la hora temprana era probable que sus ocupantes
se encontrasen pescando o en otras labores productivas. Apenas, al acercar mi
mano izquierda a la cerradura la puerta se abrió como si desde adentro algo
desconocido o la casa misma hubiesen dado permiso a mi disposición a entrar:
finalmente el anclaje había cedido.
Aguardé segundos para vocear avisos hacia adentro y al no
obtener respuesta, me dispuse a abordar la casa con pasos lentos. Era una
soledad hablante la que había, sólo explicable a través de esas sensaciones
sentidas al estar rodeados de oscuridad pura y no ver a nadie y sólo percibir
que el silencio nos manda desde el presentimiento palabras sordas salidas de
los rincones. La inmovilidad de cada cosa habida adentro era aplastante, ni
siquiera la vehemente brisa marina entrada, logró mover una mecedora de madera
oscura que estaba a pocos metros de la bocanada de luz. Cuando la luminosidad
exterior se posicionó en mis ojos, observé la elemental ingeniería interna:
cocina y comedor unificados en la entrada, dos habitaciones, un baño aislado en
el lado norte; un salón de conversación con claraboya en el techo y una
habitación con baño interior en el lado sur, franqueada por otra puerta que
daba al patio cercado. Como la electricidad provenía de un generador que
alimentaba a todo el pueblo y seguramente dejaba de funcionar en algún momento
del día, con sus lógicas fallas, había lámparas de querosene colocadas en
puntos clave, además de la cocina eléctrica y un fogón para cocinar.
Interruptores, enchufes y bombillos colgaban de cables blancos, aunque la casa
se iluminaba por sí sola a través de ventanas construidas con cariño y
eficiencia; pareciera que la electricidad fue colocada como una curiosidad
prescindible, optativa y no como la necesidad imperiosa a la cual estamos
acostumbrados en la ciudad.
Lo justo para un espacio de tránsito como éste se disponía
ante mí y las necesidades de cada día. De estos sitios nos llevamos lo valioso,
lo útil, lo fortalecido, lo amoroso, sólo dejamos restos, lo consumido, lo
desechable, la ceniza, el polvo. Recuerdos, secretos ruidosos, esfuerzos,
reflexiones, cosas leídas o escritas, felicidades, regresan con nosotros,
envueltos en el bastimento para llenarnos el vivir; en cambio, silencio,
soledad, vacío, angustias, ausencias que nos persiguen como sombras extraviadas
se quedan aquí enterradas en algún resquicio, formando nudos de opacidad,
trémulos olvidos: esta casa acaece colmada de olvidos, sobre las hornillas de
la cocina, en las rejillas del refrigerador desconchado, entre las molduras de
las alacenas, bajo las camas hay olvidos, bullentes olvidos que saltan y
plantean desafíos al persistente sonido del oleaje mezclado en la ansiedad de
descanso que traemos.
Fue construida por mi amigo para que trajésemos la vida, para
que la llenáramos con nuestra existencia, con nuestro hálito esencial y luego
le dejáramos el olvido en las esquinas mohosas. Ropa, alimentos y utensilios
coloqué en los lugares adecuados y en el más pertinente de los sitios fui a
echar mi cuerpo anhelante de sosiego: la cama. Sumergí allí mis ensoñaciones de
océano, la espumosa brevedad de mi cansancio, el vuelo gaviotal de los andares
que sobre mis hombros llevaba.
No sé en cual lado de la noche fui despertado por el paso de
una figura femenina de cobriza cabellera ondulada, blusa blanca y largo vestido
de flores violeta. Distinguí, a pesar de la honda oscuridad, su aroma acanelado
envolver los pedazos de sueño que aún conservaba atados a la débil almohada,
mas logré ver su figura, con prístina nitidez: flaca, ligera, tez de rosa,
ciertamente bella, desandar los aposentos como si cantara la alegría de algún
acontecimiento vaporoso, de cierto enamoramiento secreto y divino. «¿Cómo
entró?» —me preguntó la perplejidad. La seguí con mirada ciega hasta
percatarme que proyectaba su propia iluminación: «¡Deseaba que la viera!»
—me dije con fascinación hasta perderla, hundida en la umbra de las paredes que
dan al patio. Su perfume persistió por varios minutos, más allá de la
alambrada, cuando salí a buscarla hacia la playa, entre las espumas oscuras, al
ras de la brisa madrugadora. Algo me decía que a mi lado estaba, sentada,
afincando sus talones descalzos sobre la arena, mirando lo brumoso del
horizonte, el presentimiento de un barco que alguna vez asomó proa para
respirar su hermosura; intuía su sonrisa en un no sé por qué de mis
instintos reptiles, la sabía resguardándome como una hermana en lejanía que me
había descubierto vulnerabilidades secretas.
Sin darme cuenta, el poder de la sal envolvió aquel perfume
hasta delatarme su ausencia. ¿Se puede estar ausente sin haber estado presente?
¿Desaparecer es cualidad de la presencia o de la ausencia? ¿Se puede estar sin
estar? El sol trajo la anaranjada premonición del alba, salpicados multicolores
vistos como fogosas lenguas de dragones sobre el agua, resplandores lumínicos
brindados a los pajarracos que adornan la mañana, ese mágico frescor otorgado a
peces que aguardan redes para alimentar al pueblo, mas no trajo los
significados de aquella figura nocturna anclada en mi vigilia como la letra de
un jeroglífico oculto en las rocas; clave de esa mujer etérea deambulando por
las cuatro paredes que decidí adoptar como responso.
Con terquedad corporal y anhelo sustancioso en curiosidad,
mantuve el trasnocho transformado en vigilia. Evité tomar libros para no tentar
al sueño y así ubicarme en la hacendosa tarea de curucutear la casa para
hacerle cosquillas, hurgarle pecadillos grabados en los frisos, adentrarme en
sentidos ocultos que resbalan de la desidia para revelar deudas a los recuerdos.
Volvió a casa al medio día, cuando yo merodeaba frágiles
acantilados al noroeste de la playa. Su figura, bella hasta en la penumbra,
flameaba en el vano de la puerta como una bandera amante, su mirada colocada
hacia la extensión del promontorio de agua salada, movida con cierta vehemencia
por el viento, sus cabellos no eran perturbados por la brisa (señal de otro
mundo) más bien chorreaban por sus hombros como hilos retorcidos. Tenía el
brazo izquierdo sobre el marco de la puerta, la cadera inclinada hacia la
derecha, el brazo derecho quebrado en jarra sobre la cintura y la pierna
izquierda cruzada con el pie en punta. Muy dulce, dolorosamente dulce, la
sonrisa escapada de sus labios escalofriaba la arena, la espuma, las nubes, la
brisa, la luz del sol adormecido sobre el firmamento, mi corazón conducido por
palpitares acelerados, desbarrancado dentro de mi pecho, ahogado en el llanto
secreto que se me agolpaba, que se me represaba en el plexo solar, atado por
una leve asfixia hilada desde el entrecejo.
Entró a la casa y yo en su persecución. La delicia de su
acanelado perfume intimidaba a los aposentos, en un reinado de ternura.
Obligado a sentirla, me entregué a presentirla en todos los lugares; escuché
sus pasos atravesar la casa en cada uno de sus diámetros, algo de su oscurecida
voz llegó a mis oídos como la murmuración de una era perdida en el universo, la
tibieza de sus manos se posó sobre mi espalda por plácidos segundos y tanto
sentí (hondamente) la canela de su cuerpo en mi íntimo sentimiento que desmayé
por instantes mi espíritu, mientras mi cuerpo continuó de pie ante la soledad descomunal.
Ella se dejó ver en cinco lugares diferentes a un mismo tiempo: sentada sobre
la antigua mecedora, parada frente el armatoste de cocinar, acostada sobre una
de las camas, arrodillada (como orando) en un rincón y caminando por el pequeño
malecón de piedras clavado en el lado sur de la playa, como si bailase una
dancita de suelto ritmo y mirase los pasos de sus delgados pies con semblante
distraído. Al disiparse todo el olor de su corporeidad que había entrado en mi
ser, su figura se esfumó y con ella la deliciosa sensación femenina que
arrastraba.
El señor Pablo pidió permiso para entrar en la casa, con la
decencia de los hombres de mar que aman la educación, los valores de las
personas, los rituales y el dialogo. Era su cuidador y el conocedor de todos
sus recovecos; razón por la cual nunca se le iba la sonrisa del rostro al
referir las tareas que cumplía para conservarla limpia, presentable, acogedora.
Había un indio en la estatura pequeña del señor Pablo; piel tostada, ojos
oblicuos de vista dulce, aprovechador de cada silencio para mirar cuanto le
rodeaba, perfil de águila, labios apenas visibles cuando pronunciaba las
palabras con apurada lentitud, como si, de tanto pensar las ideas, no tuviera
calma alguna al decirlas, porque las soltaba en lenguaradas cortas, precisas,
trancadas y cantarinas para destaparle el cariño a cualquiera. Iba siempre de
franela blanca, pantalón de tela kaki y alpargatas negras; sólo cambiaba el
atuendo algunos sábados cuando iba al baile de joropo, los domingos por la misa
y raras veces en que le acompañaban a visitar otro pueblo u otra ciudad.
Dentro de la casa era tan inquieto cuando estaba acompañado
como cuando estaba solo, ya que no dejaba de mover las cosas acostumbradas, de
hablar con los rincones, de tocar las paredes, de palmear la presencia de algún
bicho volador, de acomodar desperfectos que parecía dejar justo para ese
momento, de sugerir algún secreto para sentirse bien, en ese lugar que con su
presencia cobraba el valor de un recinto sagrado. Me di cuenta que sólo se
podía conversar con él afuera de la casa, por lo que me lo llevé al patio con
dos de las sillas del comedor y allí nos sentamos para disfrutar de sus preciados
testimonios.
Hombre de mil cuentos y uno más, el señor Pablo tenía la vida
de su pueblo dentro de su propia vida. Escucharlo era saber del pequeño sitio
donde estábamos (savia de su existencia) y a la vez era vincularse con el
universo entero. En una de esas miradas sensibles que solía dirigir a quienes
tomaba afecto, seguro de la respuesta, me preguntó: «¿Ya se te presentó?».
No esperé un instante para afirmar la presencia de aquella extraña doncella que
deambulaba por la casa como un hada del mar. Él la veía desde su salida de la
adolescencia, mucho antes de la construcción de la casa, cuando una noche sin
luna, escapado de una fiesta con una muchacha risueña, en este mismo lado de la
playa, de particular belleza para los romances o los momentos donde el
pensamiento nos abruma, se le vino un fuerte olor a canela y en instantes
apareció ella justo cuando aproximaba el primer beso a los labios de la novia
de ocasión.
Dejó aquel amor plantado en la oscuridad y fue tras la misma
figura femenina que yo había visto a mi llegada, con la misma ropa, el mismo
vuelo en el andar, la misma tristeza en la sonrisa, el mismo aroma y se detuvo
cuando la vio en el lugar en que ahora estaba la casa, ejecutando una danza
suave, de propia luz, lentos movimientos, como un tai chi Caribe,
ahogado en la mirada brumosa. Siguió su andar veloz hasta un cocotero milenario
que se oculta entre otros arbustos y allí desapareció. Al regresar a la
oscuridad donde había dejado a la amada en plantón sentimental, no halló rastro
alguno y jamás la volvió a ver en esas fiestas del pueblo, en cambio, la
muchacha con olor a canela se le presentaba siempre en estos lugares, como una
saeta del día, como una luciérnaga de noche, y la casa parece haber sido
construida para ella, porque desde el primer día se apoderó de sus sitios. «Muy
pocos la han visto» —me dijo el señor Pablo, «porque se debe tener
facultades para sostener su figura en la mirada y mucha paciencia para saber lo
que quiere. Aunque casi todos logran olerle el aroma. ¿De dónde vendrá ese
olor? —me preguntan— y yo me hago el distraído».
Esa noche la esperaba con todos los conjuros y objetos de
poder recomendados por el señor Pablo. Cuando la persona muere, dice él, su
cuerpo sigue el rotar de la tierra y su espíritu queda vagando libre en el
universo y cada espíritu debe encontrar por sí mismo la vía hacia la gran
energía universal. Para él hay espíritus que han logrado su vía hacia esa
infinita luz desde antes de morir, por su proceder correcto en la vida, pero
hay espíritus que se pierden de la gran luz por su mal proceder o por alguna
deuda que tienen o por el extravío de algún hecho sucedido a sus existencias.
Están en otros planos diferentes de la realidad nuestra, pero al igual que
nosotros, nos presienten y buscan comunicación para resolver sus cuestiones de
la tierra y encontrar la luz.
Esa noche apareció para que la siguiera, como si supiera la
intención de oler de nuevo su aroma a canela. Me llevó hasta el cocotero y allí
desapareció junto a su olor. Tuve un corto desconcierto, calmado por el
instinto de la paciencia. Un fuerte olor a pólvora se apoderó de mi olfato y me
hizo estornudar. Del cocotero emanó una bruma grisácea que borró totalmente a
la enorme planta y de allí, de esa espesura novedosa surgió un muchacho blanco
con el cuerpo pintado de rojo y una especie de guayuco blanco con franjas
enrojecidas, que cubría las partes pudorosas. Al aproximarse, lanzó una mirada
de preso en soledad y me di cuenta del motivo sangriento llevado sobre su
cuerpo, alejado del ornamento, más bien eran heridas y hematomas regados sobre
la piel. Pensé en el Cristo y sentí hondas ganas de llorar que intensificaron
el olor a canela, de regreso con la presencia de la doncella. Algo me dijo de
acostarme sobre la arena, relajado; de cerrar los ojos y concentrarme en mi
entrecejo; de caminar hacia mí como si se tratase de la entrada a un hogar
hasta ahora conocido sólo por fuera, con la necesidad de quererlo transitar
relajado, tranquilo, sin angustias, sin alarmas de invasión. Miré las estrellas
que me enviaban señales de calma desde sus brillos desprendidos de la techumbre
oscura y esto me provocó el más delicioso de los ahogos, pues me sumergí en un
mundo pastoso, como de barro colorido a través del cual nadé hasta el hueco de una
superficie extraña. Salí al espacio de una celda solitaria, en la que momentos
después fue traído el mismo muchacho que había visto aparecer en la humareda
del cocotero; —lo traían desmayado dos hombres fuertes y sudorosos, hecho una
piltrafa sangrienta, moribundo: lleno de golpes. No me veían su verdugos, él
sí.
A través de sus ojos que se iban al infinito lo vi nacer, ser
amamantado, acariciado con amor por su madre, ir a la escuela de la mano del
padre, aprender las primeras letras del maestro, jugar en el patio de la
escuela, multiplicar la merienda con los amigos en la hora de recreo, hacer los
mandados y quedarse hablando con las rosas de los jardines, con la tristeza de
los mendigos, con los autobuses que iban llenos de gentes, salir al liceo y recibir
las primeras conciencias, estudiar a Marx a escondidas en las escaleras de los
edificios, en las plazas, en su primera entrada a la casa del Partido
Comunista, lanzar las primeras piedras a la policía, subir a las montañas para
vestir traje militar, botas, boina y fal, encontrarse con ella en un
contacto urbano (donde se le quedaron sus besos tenues, sus ojos adormecidos,
su cabello largo y enroscado y su olor a canela), ser asediado por la policía
política en una casa de seguridad, caer malherido, metido en un tigrito,
golpeado, ahogado, electrocutado, guindado, desgarrado, enterrado a los pies de
un cocotero. Ella cayó abatida junto a otros compañeros, en un enfrentamiento a
las puertas de la compañía petrolera y durmió por varios años en urna sellada,
sin que los familiares pudieran verle el rostro apaciguado, mirarle la sonrisa
leve, oler su acanelado espíritu.
En un instante del universo ella salió a buscarlo y logró ver
su cuerpo mancillado, varios metros bajo la arena; deambuló por estas playas,
por estos acantilados llenos de agua y salitre, llamándolo con voces sordas. Él
percibía su aroma y cada tanto asomaba entre la bruma del cocotero sin lograr
encuentro alguno: «… los fantasmas no se ven a sí mismos»—me había dicho
el señor Pablo. — Él la llamó aquella noche desde la celda por última vez, con
la mirada apagándose en mi imagen fantasmal; gritó su nombre envuelto en la
bruma del cocotero, en un solo eco abierto y doloroso sobre la playa que, de
seguro, partió la madrugada en dos, despertó prematuramente a los alcatraces y
a los perros y sonó como una canción de cuna en la perdida alma de ella.
«Ya no volverá» —me dijo el señor Pablo, cuando lo
encontré a mi regreso, sentado en la mecedora de madera oscura, asido a una
taza de café humeante.
PINTURA DE ENCARNA OSUNA |
Dejé
mis ojos cerrados en la playa, dejé todo el descanso en la casa, todo el olvido
en la mañana y me dispuse a viajar a la ciudad con el vuelo de las primeras
aves. «¿Ha dormido bien usted?»— me preguntó la fiscal. Con una sonrisa
trasnochada la miré, le ofrecí parte de una arepa con queso guayanés que venía
comiendo, antes de decirle: «No podré dormir en muchos días, doctora, estoy
lleno de recuerdos y he venido a poner una denuncia».
Del libro inédito El Hacedor de Líneas
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