lunes, 21 de enero de 2019

YO NO ESTABA EN ESA ESTATUA





A veces los muertos estamos en las estatuas que nos construyen en agradecimiento a quienes nos protegieron de memoria. Sólo son instantes y nos ayuda la mirada de la gente. Cada tanto albergamos allí para ver al prójimo que pasa practicando la ciudadanía. Son oleajes de tiempo imposibles al reloj, esos momentos disfrazados de argamasa. Es como una casa inmóvil de la que nos proveemos para hacernos de la ilusión vivencial. Alguna gente llega a creer que estamos allí todo el tiempo y nos honra con su mirada o con una pregunta silenciosa por nuestro paradero o con un chiste al escultor que intentó aproximarse a nuestra fisonomía. A veces comprendo al Libertador Simón Bolívar cuando me habla de la infinidad de espacios en que debe desdoblarse para saciar la celebridad y la gloria. No abarcan las estatuas pues lo acechan, lo llaman, lo anuncian cuadros, fotografías editadas en libros, documentales fílmicos, estampitas religiosas, muchas otras cañuelas y los actos públicos. Debe cuidar nuestro héroe todas esas miradas, la principal está en las plazas de ciudades y pueblos de la Pachamama adonde van los padres a hablarle a los hijos de su grandeza. Se lo ganó. 

En cambio, los artistas: un pintor como yo debe revivir en los libros, en los museos, en las escuelas de arte y en otras referencias a cada llamado lejano, tardío, mareado de distancia; a los cultores, las estatuas no nos ocupan el amplio universo que nos queda luego que cambiamos de paisaje. Solemos revivir en las escuelas de primaria cuando una maestra hace de nuestro onomástico algún ejercicio educativo para soñar con niños y niñas. Los dibujos nacen de una cromaticidad recién despierta para caer en catarata sobre las hojas y poblar la mirada paciente que dice: Ahora hablemos del pintor fulano de tal o del escultor sutano de cual. Esa infancia atenta a nuestra vida andariega por los caminos del arte que nos correspondió fatigar. Igual pasa en el salón de algún artista de la plástica dedicado al aprendizaje de iniciados. Allí se detallan más nuestras andanzas, aderezadas con aportes hechos a la humanidad desde algún detalle significativo y además la obra.


La ausencia y Macuto eran una sola dimensión con la brisa marina que me arrastra. No sé qué tiempo, tal vez años, incluso, no estaba allí con detenimiento desde que colocaron el monumento. Mis playas, mis azules, la blanquitud de la espuma que grita al océano escondido en la oscuridad, se mezclaban con mi corporeidad y estrellas atravesaban mi espíritu con destellos lánguidos. Veía a toda la Pachamama y a la tierra donde nací a un mismo tiempo. Cuando andamos de espíritu vemos todo y nada, la materia y la antimateria, lo evidente y lo inmanente. Mamá, ese señor me guiñó el ojo, dijo un niño cierta vez que me petrifiqué en Sabana Grande por instantes y le hice creer su infancia metida en un fantasmal hecho. Así vamos, en ese vaivén como de relámpago. Tratando de recordar las formas de Juanita en algún alero de la antigua casa. Sobre sus cobertizos algunas gaviotas graznan y aprovecho para fantasmar entre cáñamos de aquellos bastidores arrumados en las esquinas donde juega a las cartas el olvido. Me hago visible frente a las casas del barrio y niños aprietan escalofríos contra sus pechos cuando me ven pasar, porque caen en cuenta de que no llevo sombra y los perros (que no ladran al ánima del artista) guardan silencio. Hay pinceles míos sepultados en las antiguas arenas; pomos a medio usar que resbalaron por la abulia atmosférica olorosa a fósiles llenos de sal; algunos rollos de lienzo desgastado que esperaron manos, ojos, aliento, pasión, mezclas de mi sísmica percepción que nunca llegaron.


No he abandonado a los acompañantes de mi luna perdida. Ellos me observan haciendo del silencio trazos de diálogo fugaz. Algunos se atreven a la tela en blanco y me invitan a seguirles el trueno que hay en su pincelada. Me apabullan con ojos desorbitados. Tratan de atraerme a su detención para que les alumbre con mis blancos o mis azules. No saben que sólo soy tal vez una hebra de recuerdo enredada en la punta de alguno de sus delirios. Callan. Cuando pintan callan, aunque dedican a la carcajada un breve misterio sonoro. Aún no sabiéndome me sienten. Me presienten en los sitios donde su afección se dilata como la goma cerebral que ya no les alcanza para la razón. Impedidos de dormir, la vigilia se les hace un correr sobre rayas ínfimas de colores deshilachados por el desorden atascado en el pensar. Cuando el motivo que intentaron bosquejar les cobra alguna forma, se detienen ante su hechura tratando de salir del embrujo que contribuyó a emanarlo; muere entre sus manos roto por la angustia de no comprender el triunfo del color o a veces pervive desandando en trazos logrados cuando les llega el presagio de algún sentido; lo cargan varios días para mostrarlo a seres invisibles, hasta que lo desgasta el manoseo. En las estepas de fierro cementoso, adonde los médicos y celadores no llegan, acurruco mi vapor y les soplo pistas para imaginar formas mientras logran alguna dormidera en el día.


Atrapados por nebulosas terribles, irremediables, como la baja entraña que les gobierna, fascistas atacaron un símbolo. Suelen lanzar su brutalidad contra la vida y cuando no la consiguen arremeten contra lo inerte, lo suspendido en la figura, lo detenido en la conmoción. Es posible que hayan atropellado algún cariño ciudadano o cierto sentimiento por la historia o esa mentalidad de souvenir artístico ensortijada en el recuerdo. No me buscaban. Saben que los veo desde una trinchera del cosmos y les enardece. Ni siquiera saben de aquel nazi que hizo fama al igualar la cultura con el revólver. Tal vez soltaron insultos al muñeco antes de destrozarlo, animados por ciertos líquidos agravantes. (¿Sabrá el funcionario que decidió su colocación que esa rabia le afecta?). Buscan con el tridente de su infierno al pueblo. Rumian la agonía restante de humanidad porque ese pueblo se impone sobre el rastrojo de maldad que les queda. Quieren sus entrañas en las manos. Esos zapatos encharcados de miseria política, patearon un lugar ausente. Toda acción fascista es una señal, un aviso que anhela efectismo. Es el látigo de la contrarrevolución del que habló León Trostky, decía el Comandante Chávez
 

Yo estoy eterno en la canción de Alí, en su voz y en aquella guitarra, aquel violín de donde nadie me podrá sacar. Allí estoy con mi paltó de ternuras. Estoy en una película de Rízquez, resguardado por un guión, una aspiración y un sueño. En la brava terquedad del artista ando con mis títeres y mis muñecas, acompañando al pueblo que soy en sus gestas de ahora, por esto los fascistas atacan mis señales. En las escuelas me pueden encontrar, repito, y en la clase de educación artística del liceo a veces aparezco. También algunas universidades nuevas procuran mi entrada. Y en las huellas de mi pueblo héroe y vencedor me hago presente con el aroma de Macuto en mis destellos. Fallaron los fascistas. Yo no estaba en esa estatua.

1 comentario:

  1. Muy bueno su artículo poeta Oscar, entrelaza lo complejo y tierno de la escritura

    ResponderEliminar

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.