A
veces los muertos estamos en las estatuas que nos construyen en
agradecimiento a quienes nos protegieron de memoria. Sólo son
instantes y nos ayuda la mirada de la gente. Cada tanto albergamos
allí para ver al prójimo que pasa practicando la ciudadanía. Son
oleajes de tiempo imposibles al reloj, esos momentos disfrazados de
argamasa. Es como una casa inmóvil de la que nos proveemos para
hacernos de la ilusión vivencial. Alguna gente llega a creer que
estamos allí todo el tiempo y nos honra con su mirada o con una
pregunta silenciosa por nuestro paradero o con un chiste al escultor
que intentó aproximarse a nuestra fisonomía. A veces comprendo al
Libertador Simón Bolívar cuando me habla de la infinidad de
espacios en que debe desdoblarse para saciar la celebridad y la
gloria. No abarcan las estatuas pues lo acechan, lo llaman, lo
anuncian cuadros, fotografías editadas en libros, documentales
fílmicos, estampitas religiosas, muchas otras cañuelas y los actos
públicos. Debe cuidar nuestro héroe todas esas miradas, la
principal está en las plazas de ciudades y pueblos de la Pachamama
adonde van los padres a hablarle a los hijos de su grandeza. Se lo
ganó.
En
cambio, los artistas: un pintor como yo debe revivir en los libros,
en los museos, en las escuelas de arte y en otras referencias a cada
llamado lejano, tardío, mareado de distancia; a los cultores, las
estatuas no nos ocupan el amplio universo que nos queda luego que
cambiamos de paisaje. Solemos revivir en las escuelas de primaria
cuando una maestra hace de nuestro onomástico algún ejercicio
educativo para soñar con niños y niñas. Los dibujos nacen de una
cromaticidad recién despierta para caer en catarata sobre las hojas
y poblar la mirada paciente que dice: Ahora hablemos del
pintor fulano de tal o del escultor sutano
de cual. Esa infancia atenta a nuestra vida andariega por
los caminos del arte que nos correspondió fatigar. Igual pasa en el
salón de algún artista de la plástica dedicado al aprendizaje de
iniciados. Allí se detallan más nuestras andanzas, aderezadas con
aportes hechos a la humanidad desde algún detalle significativo y
además la obra.
La
ausencia y Macuto eran una sola dimensión con la brisa marina que me
arrastra. No sé qué tiempo, tal vez años, incluso, no estaba allí
con detenimiento desde que colocaron el monumento. Mis playas, mis
azules, la blanquitud de la espuma que grita al océano escondido en
la oscuridad, se mezclaban con mi corporeidad y estrellas atravesaban
mi espíritu con destellos lánguidos. Veía a toda la Pachamama y a
la tierra donde nací a un mismo tiempo. Cuando andamos de espíritu
vemos todo y nada, la materia y la antimateria, lo evidente y lo
inmanente. Mamá, ese señor me guiñó el ojo,
dijo un niño cierta vez que
me petrifiqué en Sabana Grande por instantes y le hice creer su
infancia metida en un fantasmal hecho. Así
vamos, en ese vaivén como de relámpago. Tratando
de recordar las formas de Juanita en algún alero de la antigua casa.
Sobre sus cobertizos algunas gaviotas graznan y aprovecho para
fantasmar entre cáñamos de
aquellos bastidores arrumados en las esquinas donde
juega a las cartas el olvido.
Me hago
visible frente a las casas del barrio y
niños aprietan
escalofríos contra sus pechos
cuando me ven pasar, porque
caen en cuenta de que no
llevo sombra y los perros
(que no ladran al ánima del
artista) guardan silencio.
Hay pinceles míos
sepultados en las antiguas arenas; pomos
a medio usar que resbalaron por
la abulia atmosférica olorosa a fósiles llenos de sal; algunos
rollos de lienzo desgastado que esperaron manos,
ojos, aliento, pasión, mezclas de mi sísmica percepción que
nunca llegaron.
No
he abandonado a los
acompañantes de mi
luna perdida.
Ellos me observan haciendo del silencio trazos de diálogo fugaz.
Algunos se atreven a la tela en blanco y me invitan a seguirles el
trueno que hay en su pincelada. Me
apabullan con
ojos desorbitados. Tratan de
atraerme
a su detención para que les alumbre con mis blancos o
mis azules. No
saben que sólo soy tal vez una hebra de recuerdo enredada en
la punta de alguno de sus
delirios. Callan. Cuando pintan callan, aunque dedican a la carcajada
un breve misterio sonoro. Aún
no sabiéndome me sienten.
Me presienten en
los sitios donde su afección se
dilata como la goma cerebral que ya no les alcanza para la razón.
Impedidos de dormir, la
vigilia se les hace un correr sobre rayas ínfimas de colores
deshilachados por el
desorden atascado en el
pensar. Cuando el motivo que
intentaron bosquejar les cobra alguna forma,
se detienen ante su hechura
tratando de salir del embrujo que contribuyó a emanarlo; muere
entre sus manos roto por
la angustia de no comprender
el triunfo del color o a
veces pervive desandando en
trazos logrados cuando
les llega el presagio de algún sentido; lo
cargan varios días para
mostrarlo a seres
invisibles, hasta que lo desgasta el manoseo.
En las estepas de fierro
cementoso, adonde
los médicos y celadores no llegan,
acurruco mi vapor y les
soplo pistas para imaginar formas mientras logran alguna dormidera en
el día.
Atrapados
por nebulosas terribles,
irremediables, como
la baja entraña que les
gobierna, fascistas atacaron
un símbolo. Suelen
lanzar su brutalidad contra
la vida y cuando no la consiguen arremeten contra lo inerte, lo
suspendido en la figura, lo detenido en la conmoción. Es
posible que hayan atropellado algún cariño ciudadano o
cierto sentimiento por la
historia o
esa mentalidad de souvenir artístico
ensortijada en el recuerdo.
No me buscaban.
Saben
que los veo desde una
trinchera del cosmos y les
enardece. Ni
siquiera saben
de aquel
nazi que hizo fama
al igualar la cultura con el
revólver. Tal vez soltaron
insultos al muñeco antes
de destrozarlo, animados
por ciertos líquidos agravantes. (¿Sabrá
el funcionario que decidió su colocación que esa rabia le afecta?).
Buscan con
el tridente de su
infierno al pueblo. Rumian
la agonía restante
de humanidad porque ese
pueblo se impone sobre
el rastrojo de
maldad que les queda.
Quieren sus
entrañas en las
manos. Esos
zapatos encharcados de miseria política,
patearon un lugar
ausente. Toda acción
fascista es una señal, un
aviso que anhela efectismo.
Es el látigo de
la contrarrevolución del que habló León Trostky,
decía el Comandante Chávez.
Yo
estoy eterno en la canción de Alí, en
su voz y en
aquella guitarra, aquel
violín de donde
nadie me podrá sacar. Allí
estoy con mi paltó
de ternuras.
Estoy en una película de
Rízquez,
resguardado
por un guión, una
aspiración y un sueño. En
la brava terquedad del artista ando
con mis títeres y mis
muñecas, acompañando al pueblo que soy
en sus gestas de ahora, por esto
los fascistas atacan
mis señales.
En las escuelas me pueden
encontrar, repito, y en la clase de educación artística del liceo a
veces aparezco. También
algunas universidades nuevas procuran
mi entrada. Y en las
huellas
de mi
pueblo héroe y vencedor me
hago presente con el aroma
de Macuto en mis destellos.
Fallaron los
fascistas. Yo no estaba en
esa estatua.
Muy bueno su artículo poeta Oscar, entrelaza lo complejo y tierno de la escritura
ResponderEliminar