“Sólo
se ve con el corazón,
lo esencial es invisible a los ojos”
El Zorro de El Principito
Antoine de Saint Exupery
La
neblina espesaba las visiones, flotando por los pasillos como un algodón frío que
nos salía por la boca desde una avalancha de hielo que teníamos en la barriga. Estando
en la mitad de toda la distancia, no se veía a quién se asomaba en las escaleras
de las puntas, y hasta los apartamentos a veces se llenaban de aquel humo lento
y blanquecino no exento de maravilla. La escalera del medio era propicia para
los cuentos de muertos de la señora Modesta. Me cansé de esperar al Diablo que
compró el alma de Pío, en su La Villa natal, por unos frascos de licor, algunas mujeres “de la vida” y varios baúles
de dinero que sólo él podía tocar. Cuando iba de noche a comprar las hojillas
de afeitar para mi Papá, buscaba que me saliera con cachos en la frente y el
frac de levita hediondo a azufre en el hueco del bajante de la basura, luciendo
unos bigoticos finos y peciolados como los de Dalí. Además traería una barbita grisácea
y lacia que apenas chorrearía por su barbilla. Con la mirada achinada y socarrona
bajo unas cejas ondulantes me observaría desafiante de arriba a abajo, mientras
saludaba levantando con levedad el ala de un sombrero barcino, pelando el
dentero asombrosamente marfilado donde brillaba un solitario canino de oro. Su
mano derecha enguantada, sostendría el tridente de puntas afiladas al rojo
vivo. El par de espuelas de gallo claveteadas a piel y hueso en los tobillos y
el asqueroso rabo cabrío saliendo por el ruedo del pantalón, contribuirían con el
taconeo de chispazos de candela que levantarían sus botas al andar en mi inevitable
pavor. Buscando su presa: "Pío es mío" –repetiría con voces salidas del rechinar de las ruedas de automóviles, del silbido
de mochuelos nocturnales que volaban en busca de ratones desprevenidos, de la
guitarra de algún vago cantor borracho de lejanía o del vapor helado de Pacheco que bajaba del cerro Guaraira a
los bloques de Lomas de Urdaneta con su ulular incesante. Con mi maleta llena
de miedos lo esperé para desafiar su carcajada sardónica pero jamás llegó.
Al entrar
diciembre los fantasmas nos daban tregua. Se ocultaban en las oscuridades
envueltos en esos silencios presentidos que no llegan a llanto ni a susto. Cubrían
sus orejas con tapones de tiempo pasado, para no escuchar los ecos de alegría
que soltaban en las patinatas los muchachos sobre las calles madrugadoras,
olorosas a guiso de hallacas. Con los primeros aguinaldos llegaban a las
escuelas esas letras devotas a la tradición, en pequeñas gacetas arrugadas que
las maestras manejaban como biblias llenas de milagros musicales. Sencillas
poesías despertaban la emoción de ensayar canciones apacibles, trazadas con
dulces deseos, descripciones de tejados, celosías, porches rodeados de jardines
floreados de enredaderas lilas y rojas, sin faltar la mesa llena de postres
almibarados y bollitos de cualquier sabrosura. Cuando vi por primera vez la
guitarrita llamada cuatro sentí un
maravilleo en el pensamiento que me hizo imaginar villancicos pintados en las
nubes. “Es fácil tocarlo” –nos dijo
la maestra tomándolo en sus brazos como una llave de madera que abría puertas misteriosas
en las cavernas de la tierra con sus notas. Nos enteró de que la afinación
llegaba con una clave que se escondía en sus cuatro cuerdas: “cam-bur-pin-ton” y hoy juro que imaginé
las frutas vestidas de conchas lustrosas, colgando a lo largo del racimo verdoso,
por el que salían melodías melcochosas. Su manita bella pasaba sobre las
cuerdas como el cascadeo constante de un agua invisible y su voz se atrevía a incitarnos
a cantar con ella como si fuésemos ángeles para su coro celestial.
“Desempleado
significa que no tiene trabajo fijo” –nos había dicho mi Mamá para hacernos una
idea de que el Niño Jesús estaría lejos ese veinticuatro. Luego de ser
despedido de la Indulac por encabezar la formación de un sindicato de
trabajadores, mi Papá sólo recibía el chance de manejar un carro “libre” de vez
en cuando, para llevar el pan por las tardes y hacer algunas incursiones tímidas
en los abastos. Yo me resistía a aceptar la versión adulta acerca de la
identidad del Niño Jesús. Nunca me recuerdo sin escribir. Mi condición de
analfabetismo la dejé en un olvido tan oscuro y enterrado del recuerdo que al
pensar en mi nacimiento me veo con un lápiz y una hoja de papel en las manos. La
maestra nos había dicho que al redactar una carta, debíamos agregar deseos y
buenos augurios al remitido, por lo que ya no iba en mis líneas sólo con la
petición directa del regalo. Le preguntaba al Niño cómo andaban las cosas allá
arriba, y que no le diera gripe ni lo operaran de las amígdalas. Dejé mi papel
escrito, doblado al pie de un arbolito alumbrado con luces de colores que mi Mamá
desmontaba los siete de enero en un rollo de cables que parecía de púas y que años
más tarde yo percibiría del tamaño de un bastón de juguete. No tardó una hora
en llevarse mi carta el Niño.
Mi
Papá logró pegar en el Ministerio del
que se jubilaría veinticinco años después. Escuché que manejaba camiones
grandes y un laboratorio andante que llamaban reflectógrafo, con el que tomaban la temperatura a los caminos. Antes
de la nochebuena percibí movimientos frecuentes hacia el mercado y una
escondedera de bolsas y paquetes en closet y rincones que puso a soñar a mis
hermanas. Alí insistía en que había descubierto el verdadero paradero del Niño
Dios y yo reía al encontrar absurdas sus palabras. Si mi argumento tenía la
debilidad de la comprobación, el de mi amigo se quejaba por la duda. Fue
cuando decidí descubrir in situ al
Niño en el momento de colocar mi regalo debajo de la cama, justo a las doce de
la noche. Alí me decía que era imposible porque el sueño lo vencía antes de las
once. Hicimos un plan para que la señora Flor lo dejara jugar hasta las diez y
así tratara de llegar hasta las doce, pero a las nueve, cuando en la televisión
cantaban los últimos aguinaldos con el Himno Nacional como final, y la pantalla
se ponía de rayas, la disciplina maternal se le cumplió a mi amigo con
severidad.
Me
quedé visitando por enésima vez el gigantesco nacimiento de la señora Filomena en
el piso siete. Era un museo de tesoros hermosos que me arrebujaba el corazón. Siempre
le encontraba algo nuevo entre sus caminitos, riachuelos, escaleras y montañas.
Junto a sus hijos Alfredo y David nos sorprendíamos al descubrir mil barrios de
Trujillo metidos en aquel montarascal de papel que poblaban ovejas, camellos, tigres,
leones, soldados franceses de plomo y gringos de plástico apostados en hondonadas.
Quietos cisnes nadaban en lagos de cristal. Tres camellos reproducidos en
varios cerros, avanzaban hacia el pesebre cargando a tres hombres de túnica y turbante
que miraban una estrella plateada de papel celofán, colgada de un hilo de
nailon que flotaba casi invisible sobre el pesebre. Un retazo de mundos
boconoenses entre asombros caraqueños. Luces iban y venían en la maravilla de
permanecer despierto ante las miniaturas de las que formaba parte, como un rey
mago excepcional que también buscaba a la divinidad con la brújula traviesa de
la niñez. En el pesebre, la cestita de moriche estaba vacía. ¡Claro! El Niño andaba
buscando los regalos.
La
Kiki me había dicho que para ver al Niño Jesús siguiera sus recomendaciones una
por una; las había aprendido de su abuela Luisa, quien acababa de partir recientemente
en un viaje largo hacia el cielo. Había que acostarse cuando me dijera mi Mamá.
Seguidamente debía hacerme el dormido como si me estuvieran despertando para ir
a la escuela un lunes por la mañana. Una vez tuviera la certeza de que se
apagaban todas las luces, y sólo las del arbolito mostraran su intermitencia
incesante moviendo las penumbras, abriera los ojos y no los despegara de la
ventana; por allí entraría el Niño Jesús con los regalos en sus manos benditas.
Pero. Faltaba un paso muy importante. Escucharía ruidos en el apartamento; tal
vez susurros de gente grande o paquetes cayendo al suelo siendo movilizados. En
ese instante debía cerrar fuertemente los ojos, como si tratara de ver todas
las estrellas del firmamento en el negro del universo infinito. La Kiki decía
la verdad. Vi al Niño Jesús entrando a través de la ventana. Se iluminó la
habitación con una luz parecida a la del sol, hasta mostrar el movimiento
respiratorio de mis hermanas y del Mago Péirel atrapados por ese sueño del que sólo
se regresa con los ojos frisados de lagañas. Caía por montones de su pequeña
túnica, el polvo de estrellas que se regaba y se confundía con el granito del
piso. Los regalos cubiertos por papeles de colores y flores de montaña, se
deslizaron suavemente de sus brazos a la cueva debajo de la cama, con la
ternura de una ardilla cuando roe una nuez. Me dejó la música de su sonrisa en
el recuerdo que lo ayudó a atravesar la ventana hasta desaparecer entre la neblina.
Abrí los ojos y estaban los regalos.
Hermoso.... Gracias por compartir!!!
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