Eran
menos las veces en que podía tomar el yí para superar la inmensa y
sinuosa subida, que cuando lograba, mediante una finta atlética de
mi delgadez, empujarme con el resto de los vecinos dentro de ese
cajón rodante de latón, que a duras penas nos llevaba hasta la
capilla del Niño Jesús. ¿Que cómo hacía cuando no había
yí o la cola de pasajeros era muy larga o no lograba la finta en
varios intentos o me quedaba dormido por las mañanas? A patica.
Cuatro kilómetros de paciencia hermanada con resistencia eran la
consecuencia. Porque éste siempre fue un barrio a medias; nunca se
terminó de hacer, no daban ganas de continuarlo. A Catia no le quedó
más remedio que aceptarlo a escondidas con sus deslizamientos
achacosos, su barrial cuando llovía y su catastrófico transporte.
Lo inconcluso se clavaba en su huesero de tierra; escaleras de
peldaños frustrados, zanjones intervenidos por el cemento (como a
brochazos), callejuelas que no iban a ninguna parte, huecos sin
justificación ni fondo, grietas purulentas llenas de basura que
nadie recogería por ser albergues de perros nómadas que disimulaban
la sarna con cierto goce, uno que otro rancho fantasmal que alguna
vez alguien levantó con la esperanza de justificar una huida
anterior y que ningún terrófago pudo vender ni especular ni
engañar, quedando incrustado en su armadura torcida, como la maqueta
que nació en la mente de Poe al imaginar su pavorosa casa Usher.
Como
cosa rara: uno veía todo esto sólo en bajada. Era como si la subida
me diera la sensación de no retorno, de escape, de olvido. La
necesidad de olvidar coloca gríngolas en nuestra realidad para que
nazca la fantasía y erija su reino. Las ilusiones nos asaltan el
cuerpo, el ánimo; la ropa se ilusiona, los bolsillos se ilusionan,
la piel, la mirada, las huellas se ilusionan con nosotros. En cambio,
de bajada el barrio aparecía como por primera vez, como un
territorio momentáneamente desconocido, novedoso, estafando mis
esperanzas; desaparecían los castillos neblinosos que había armado
en los murmullos del recreo en el liceo, para enfrentar las soledades
que siempre me esperaban, cual sirenas resecas, en la boca de la
Capilla y presenciaba cómo la planimetría redibujada en los
boquetes de mis pensamientos me daban la bienvenida, obsequiándome
el amargo manjar de la tristeza. Cada vez que subía, algo me decía
que no regresara, que escapara, que me zambullera en el pozo de
alguna aventura, pero regresaba. Con el esqueleto granizado bajo la
piel, retornaba a dormir.
Iba
directo a la cama. Echaba los útiles en el hueco que se hacía entre
la litera y la pared, para luego buscarlos como un buzo bajo el
colchón, por temor a extraviar sobretodo el lápiz o la goma de
borrar. Mi hermano Péirel (o su consecuente sombra que jugaba con
saliva), siempre temiendo que me ocurriera algo malo, me acechaba
detrás de la cortina blanca que hacía de puerta del cuarto, tejida
de un hilo tan grueso que asemejaba el cuero de un animal jurásico.
Mi mamá no dejaba de advertirme que si no comía me iba a morir de
cáncer en el estómago como mi abuela Juliana. Tan sagradas eran
para mí esas tardes luego del mediodía en que me sumergía en un
sopor caliente anegado de esa capa tibia que llamamos sudor y
que a veces me hacían soñar con una pecosa de mi grado llamada
Milagros, que me convertía en un motolito cuando me miraba; como las
noches en que me apropiaba del televisor, luego de que mi papá se
dormía viendo el noticiero, para meterme en esos programas extraños
en que el misterio trepanaba la conciencia, la sorpresa dejaba la
emoción hecha añicos, la incertidumbre se presentaba en forma de
voces que salen de las esquinas de las casas después que llueve y
nos provocan pensamientos encontrados.
Me
dejaba ir por las madrugadas planeando desafíos traviesos que a
veces un perro alimentaba con gárgaras de silencio y las escupía
sobre ese oscuro pentagrama lánguido que formaban grillos y ranas en
cánticos ante mi ventana. Ponía con frecuencia, en un ya viejo
Telefunken, la pieza Ella es un Arcoiris de los Stone, tan
bajito, que la imaginaba en vez de escucharla, mientras el vinil
rodaba en un plato Garrard. Mi papá tocía, mis hermanas se
movían, Péirel murmuraba con sus loquitos bochincheros, un insecto
chocaba contra el vidrio de la ventana y la voz de Mick Jagger
empegostaba mi desvelo. Debo reconocer que mi eterna vocación
noctambulesca no se equiparaba con las tardes en que me despertaba
como a las cuatro para chuchar antes de comer, y luego ver a Johnny
Quest o a Cool Mc Cool, que justificaban el retardo en
leer algo de los exámenes acechantes de mis próximas derrotas
académicas. Lo sagrado era que despertaba imaginando que el
Andreseloy ya no existía, ni la Artigas
con sus muchachitos de bata blanca comprando ponche a la salida, ni
la Técnica de
revoltosos que brotaban
del
portón con bragas
de azul arrogante
y anhelos de
comprometer
el poco prestigio que ya le
quedaba el gobierno;
me ponía a escuchar los ruidos de los muchachos jugando a cualquier
pelota, a vecinos entrelazando chácharas en lenguas extrañas
mientras libaban una taza de café, a carros rodando lejos sobre un
recorte de montaña verde parecido al Guaraira, como buscando el mar.
Algunos enanos correlones bajaban del prescolar, enrojecidos de
tierra, al son de la música que le daba la gana de poner a un
maestro, desde unos altavoces del tiempo de los nazis, colgados en la
ventana de su casa. “¿Y quién se cree ese señor para poner ese
música tan alto?” -pregunté cierta vez a mi mamá, porque no
podía escuchar La Pantera Rosa: “¡Y qué importa si en esa
comiquita nadie habla!” -exclamó mi hermano Ángel sin quitar los
ojos de la pantalla.
Mientras
pude, escapé de quien luego llamaría el
Viejo; o
bien cuando tenía
la suerte de llegar en el yí,
pues me
ocultaba
entre la hilera de matas que
caían fuera
del jardín de la señora
Peraza como sombrillas; o
bien recostado
del cerro
que daba grima mirar hacia
arriba, porque parecía que
nos
aplastaba
en cualquier instante.
Hasta que una tarde, la
cacería pasó a ser
invitación formal.
“Levántate que el maestro
César te está llamando” -anunció
mi mamá. Con
la flojera más deliciosa del universo
atascada entre frente y
pecho, pregunté el motivo
del llamado,
no sé si
soñando o
flotando sobre las ganas de
comerme una taza de gofio con azúcar.
“El maestro pregunta
si le puedes
hacer unos dibujos. Nadie
te manda a estar haciendo dibujos a las sobrinas.”
-respondió mi mamá con
ganas de que no fuera. “César
es buena gente -solía
decir
mi papá- pero es comunista”.
Protesté, gruñí
como un jabalí acosado, volví
a mi cama de las tardes buscando
boca abajo un
disco de Eric Burdon que me salvara, que
me diera razón para quedarme escuchando Al correr de los
Años,
pero ya estaba siendo esperado o
en cierta forma algo
desconocido me estaba
comprometiendo.
Un
vaso de jugo de tamarindo helado
me ofreció
la esposa del Viejo:
“dicen que los ácidos
espabilan” -pensé.
Mientras el maestro César me
hablaba, vi por primera vez
de cerca una diapositiva y un
proyector de dispositivas.
Tuve en mis manos una
diapositiva. ¡Una
diapositiva! Miré al trasluz
los dibujitos y figuras
estampados en
una diapositiva. Tomé en la
palma de mi mano un grupo de diapositivas y los barajé al azar como
jugando a las maravillas. Olí una, dos, cinco, diez diapositivas.
Miré varias
diapositivas metidas en el carrete de un aparato eléctrico, girar
frente a un foco de luz y vi las imágenes que
tenían dentro aparecer como
duendes que una
pared blanca atraía
con
la potencia de un
imán. Aún
así, queriendo escapar de aquel embrujo, justifiqué
mi negativa de dibujar indígenas
con pintura de
témpera
(que
luego serían fotografiados por
el Viejo, para
realizar diapositivas
que formarían parte de
una composición organizada para
ser
visualizadas),
diciendo
que tenía mucha tarea, que
venían
los parciales,
que el médico me había
recomendado descansar el
cerebro, que a veces veía
puntos verdes cuando miraba
la claridad.
“Si quieres, también
puedes dibujar caricaturas en un periódico que editamos llamado
Semillero” -ofertó
el Viejo sin
darse
por vencido, extendiéndome
una especie de cartilla como hecha a mano, que comencé a hojear
mientras seguía pensando
en salir corriendo.
Creyéndome
el rey de la astucia,
pasé frente a una mesa de
madera cubierta con
fotografías en blanco y negro al
despedirme, con la inevitable sentencia de observar aquellos motivos
sorprendentes. Ocultaban
voces esas
rúbricas que destrozaban
mi sueño. Mi tiempo se
detuvo frente a gritos
inimaginables que se
agolpaban en
mis oídos como buscando
entrar en
un viaje sin retorno. Las
repasé una a una. Miré
con desgarrador detenimiento
cada fotografía, cada
rostro, cada expresión, su
blanquinegro hipnotizante
como antiguo pero nuevo,
las figuras expuestas,
las personas colocadas como
en un teatro que tenía un orden y que por igual se podía desordenar
en la mente o
mirar desde cualquier lugar para
volver al mismo lugar.
“¿Sabes de dónde son estas fotografías?” -me preguntó el
Viejo.
Sin dejar de mirarlas negué.
“Son del Vietnam” -se
respondió a
sí mismo, mientras me
invitaba
a visitar la
maqueta del globo terráqueo que reposaba sobre un escritorio.
“Aquí queda Vietnam”
-señaló con el dedo índice
y convocó
mis ojos
a mirar muy
de cerca primero, desafiando
las dioptrías de mis espejuelos,
y luego a poner mi dedo índice sobre el suyo para que yo lo señalara
con propiedad.
Mi dedo estaba
sobre Vietnam, mi pequeña
historia estaba sobre un
territorio que desconocía, un lugar del
cual estaba completamente alejado, un
punto bajo mi dedo, bajo mis
pies, bajo mi pensamiento, bajo
mis aprendizajes, bajo mi
doliente cotidianidad;
un nicho que recién llegaba
a mí de la mano de este Viejo
medio loco que me invitaba a
abrir una puerta invisible que
había estado cerrada a
mi lado sin saberlo. “Ese
país
está en la Península de Indochina, -dijo con lágrimas en los ojos-
y allí está ocurriendo lo que ves en las fotografías”. Y
volvimos a la mesa.
Un
soldado metiendo un puñal de campaña a un muchacho en el abdomen.
Una abuela atada a una silla; amordazada,
insultada por otro soldado.
Como cincuenta
niños desnudos, llorando
dentro
un hueco cavado en la tierra, sin
sus madres, sin sus alegrías, sin
sus juegos, sin sus
esperanzas. Un
helicóptero que lanzaba ráfagas de ametralladora sobre muchachas
que corrían a través de un
campo. “Y esto que se quema ¿qué es? -pregunté. “Arrozales”
-respondió. “¿Es con
un lanzallamas?”
-repregunté. “No
es con
un lanzallamas.
Es con
Napalm” -respondió. En
brevedad quejumborosa,
silenciosa volvió
a decir: “Es un agente químico que incendia todo
lo que toca. Quema la
naturaleza, quema la piel humana, quema
los huesos, quema la vida”.
Una escuela quemada. Vacas
quemadas. Una fila de jóvenes
a punto de ser fusilados. Una
madre con una niña en los brazos frente a un tanque. Soldados
disparando contra
un barrio. Y más torturas, y
más humillación, y más violencia y más muerte y
más fotografías. “¿Y
quién hace esto?” -susurré. “El ejército de los Estados Unidos
de América” -dijo el Viejo
con un leve apretar
de dientes.
Mi
aposento noctámbulo tenía un inmenso vacío, apenas ocupado por un
puñado de experiencias lanzadas al
azar de aquel
muchacho timorato, dormilón, taciturno.
A veces manifestaba
un largo
set de canciones de rocanrol y blues que
morían en su
aburrimiento, otras un juego
de manías persecutorias donde
la figura materna se
hundía en un pipote de lata lleno
de agua. Algunos
sucesos callejeros o
familiares también
subían como lenta
humareda de
recuerdos ansiosos de olvido. O
aisladas nostalgias de
la niñez que resistía irse con sus quimeras a la
galaxia de la seriedad. Sólo
había en algún lugar un
recuerdo
llamado Alberto Lovera que
sostenía la clave de un
vínculo oculto en
esa
terca infancia (muy
poderosa en porvenires)
que
su costumbre de leer el
periódico compuso
en un cadáver-portada
que salió encadenado del
mar, como
un Hércules vencido por un
Vulcano
traidor,
encontrado por pescadores en una playa. Lo
demás era una vastedad casi infinita que lo provocado por las
fotografías, por la experiencia
con el Viejo, comenzó a
ocupar. Su ser siempre
silencioso se profundizó a niveles de secreto
íntimo en el
barrio, el liceo y la
familia. Un
renacimiento socavó
su
paciencia devastando todo
indicio de adormecimiento. El
sueño de las tardes hizo maletas, quizás
escondiéndose disfrazado de
rocío, tras
el pasote
crecido frente a la bodega de
la señora Ernestina, esperándolo
en la bajadita de la duda
o la decepción.
Saber que ese mundo existía
sin que él
lo supiera le
pareció tan injusto, su
distanciamiento era
tan insólito,
que se
echó
al insomnio (no pocas veces
con llanto) sin
contemplaciones para pensar y
repensar el lugar en que se
colocaría en
adelante. Apresuró
lo retardado, empujó
lo postergado,
aceleró
lo lento, empinó
lo pesado y
se
vio
en el mismo lugar desnudo,
recién nacido, con muchas cosas qué hacer, con una biblioteca por
leer. Comprendió
que hablarle a la luna no era del todo descabellado, que hacerle
señales al sol valía la pena, que
la inacción
tiene su casa en el miedo.
Varios
insomnios después toqué a
la puerta de
la casa del viejo
César:
-“Me
ofrezco para pintar
los indígenas y dibujar en el periódico”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.