viernes, 21 de junio de 2019

CUANDO LA POLÍTICA TOCA LA PUERTA



Eran menos las veces en que podía tomar el yí para superar la inmensa y sinuosa subida, que cuando lograba, mediante una finta atlética de mi delgadez, empujarme con el resto de los vecinos dentro de ese cajón rodante de latón, que a duras penas nos llevaba hasta la capilla del Niño Jesús. ¿Que cómo hacía cuando no había yí o la cola de pasajeros era muy larga o no lograba la finta en varios intentos o me quedaba dormido por las mañanas? A patica. Cuatro kilómetros de paciencia hermanada con resistencia eran la consecuencia. Porque éste siempre fue un barrio a medias; nunca se terminó de hacer, no daban ganas de continuarlo. A Catia no le quedó más remedio que aceptarlo a escondidas con sus deslizamientos achacosos, su barrial cuando llovía y su catastrófico transporte. Lo inconcluso se clavaba en su huesero de tierra; escaleras de peldaños frustrados, zanjones intervenidos por el cemento (como a brochazos), callejuelas que no iban a ninguna parte, huecos sin justificación ni fondo, grietas purulentas llenas de basura que nadie recogería por ser albergues de perros nómadas que disimulaban la sarna con cierto goce, uno que otro rancho fantasmal que alguna vez alguien levantó con la esperanza de justificar una huida anterior y que ningún terrófago pudo vender ni especular ni engañar, quedando incrustado en su armadura torcida, como la maqueta que nació en la mente de Poe al imaginar su pavorosa casa Usher.


Como cosa rara: uno veía todo esto sólo en bajada. Era como si la subida me diera la sensación de no retorno, de escape, de olvido. La necesidad de olvidar coloca gríngolas en nuestra realidad para que nazca la fantasía y erija su reino. Las ilusiones nos asaltan el cuerpo, el ánimo; la ropa se ilusiona, los bolsillos se ilusionan, la piel, la mirada, las huellas se ilusionan con nosotros. En cambio, de bajada el barrio aparecía como por primera vez, como un territorio momentáneamente desconocido, novedoso, estafando mis esperanzas; desaparecían los castillos neblinosos que había armado en los murmullos del recreo en el liceo, para enfrentar las soledades que siempre me esperaban, cual sirenas resecas, en la boca de la Capilla y presenciaba cómo la planimetría redibujada en los boquetes de mis pensamientos me daban la bienvenida, obsequiándome el amargo manjar de la tristeza. Cada vez que subía, algo me decía que no regresara, que escapara, que me zambullera en el pozo de alguna aventura, pero regresaba. Con el esqueleto granizado bajo la piel, retornaba a dormir.


Iba directo a la cama. Echaba los útiles en el hueco que se hacía entre la litera y la pared, para luego buscarlos como un buzo bajo el colchón, por temor a extraviar sobretodo el lápiz o la goma de borrar. Mi hermano Péirel (o su consecuente sombra que jugaba con saliva), siempre temiendo que me ocurriera algo malo, me acechaba detrás de la cortina blanca que hacía de puerta del cuarto, tejida de un hilo tan grueso que asemejaba el cuero de un animal jurásico. Mi mamá no dejaba de advertirme que si no comía me iba a morir de cáncer en el estómago como mi abuela Juliana. Tan sagradas eran para mí esas tardes luego del mediodía en que me sumergía en un sopor caliente anegado de esa capa tibia que llamamos sudor y que a veces me hacían soñar con una pecosa de mi grado llamada Milagros, que me convertía en un motolito cuando me miraba; como las noches en que me apropiaba del televisor, luego de que mi papá se dormía viendo el noticiero, para meterme en esos programas extraños en que el misterio trepanaba la conciencia, la sorpresa dejaba la emoción hecha añicos, la incertidumbre se presentaba en forma de voces que salen de las esquinas de las casas después que llueve y nos provocan pensamientos encontrados. 
 

Me dejaba ir por las madrugadas planeando desafíos traviesos que a veces un perro alimentaba con gárgaras de silencio y las escupía sobre ese oscuro pentagrama lánguido que formaban grillos y ranas en cánticos ante mi ventana. Ponía con frecuencia, en un ya viejo Telefunken, la pieza Ella es un Arcoiris de los Stone, tan bajito, que la imaginaba en vez de escucharla, mientras el vinil rodaba en un plato Garrard. Mi papá tocía, mis hermanas se movían, Péirel murmuraba con sus loquitos bochincheros, un insecto chocaba contra el vidrio de la ventana y la voz de Mick Jagger empegostaba mi desvelo. Debo reconocer que mi eterna vocación noctambulesca no se equiparaba con las tardes en que me despertaba como a las cuatro para chuchar antes de comer, y luego ver a Johnny Quest o a Cool Mc Cool, que justificaban el retardo en leer algo de los exámenes acechantes de mis próximas derrotas académicas. Lo sagrado era que despertaba imaginando que el Andreseloy ya no existía, ni la Artigas con sus muchachitos de bata blanca comprando ponche a la salida, ni la Técnica de revoltosos que brotaban del portón con bragas de azul arrogante y anhelos de comprometer el poco prestigio que ya le quedaba el gobierno; me ponía a escuchar los ruidos de los muchachos jugando a cualquier pelota, a vecinos entrelazando chácharas en lenguas extrañas mientras libaban una taza de café, a carros rodando lejos sobre un recorte de montaña verde parecido al Guaraira, como buscando el mar. Algunos enanos correlones bajaban del prescolar, enrojecidos de tierra, al son de la música que le daba la gana de poner a un maestro, desde unos altavoces del tiempo de los nazis, colgados en la ventana de su casa. “¿Y quién se cree ese señor para poner ese música tan alto?” -pregunté cierta vez a mi mamá, porque no podía escuchar La Pantera Rosa: “¡Y qué importa si en esa comiquita nadie habla!” -exclamó mi hermano Ángel sin quitar los ojos de la pantalla.


Mientras pude, escapé de quien luego llamaría el Viejo; o bien cuando tenía la suerte de llegar en el yí, pues me ocultaba entre la hilera de matas que caían fuera del jardín de la señora Peraza como sombrillas; o bien recostado del cerro que daba grima mirar hacia arriba, porque parecía que nos aplastaba en cualquier instante. Hasta que una tarde, la cacería pasó a ser invitación formal. “Levántate que el maestro César te está llamando” -anunció mi mamá. Con la flojera más deliciosa del universo atascada entre frente y pecho, pregunté el motivo del llamado, no sé si soñando o flotando sobre las ganas de comerme una taza de gofio con azúcar. “El maestro pregunta si le puedes hacer unos dibujos. Nadie te manda a estar haciendo dibujos a las sobrinas.” -respondió mi mamá con ganas de que no fuera. “César es buena gente -solía decir mi papá- pero es comunista”. Protesté, gruñí como un jabalí acosado, volví a mi cama de las tardes buscando boca abajo un disco de Eric Burdon que me salvara, que me diera razón para quedarme escuchando Al correr de los Años, pero ya estaba siendo esperado o en cierta forma algo desconocido me estaba comprometiendo.


Un vaso de jugo de tamarindo helado me ofreció la esposa del Viejo: “dicen que los ácidos espabilan” -pensé. Mientras el maestro César me hablaba, vi por primera vez de cerca una diapositiva y un proyector de dispositivas. Tuve en mis manos una diapositiva. ¡Una diapositiva! Miré al trasluz los dibujitos y figuras estampados en una diapositiva. Tomé en la palma de mi mano un grupo de diapositivas y los barajé al azar como jugando a las maravillas. Olí una, dos, cinco, diez diapositivas. Miré varias diapositivas metidas en el carrete de un aparato eléctrico, girar frente a un foco de luz y vi las imágenes que tenían dentro aparecer como duendes que una pared blanca atraía con la potencia de un imán. Aún así, queriendo escapar de aquel embrujo, justifiqué mi negativa de dibujar indígenas con pintura de témpera (que luego serían fotografiados por el Viejo, para realizar diapositivas que formarían parte de una composición organizada para ser visualizadas), diciendo que tenía mucha tarea, que venían los parciales, que el médico me había recomendado descansar el cerebro, que a veces veía puntos verdes cuando miraba la claridad.Si quieres, también puedes dibujar caricaturas en un periódico que editamos llamado Semillero” -ofertó el Viejo sin darse por vencido, extendiéndome una especie de cartilla como hecha a mano, que comencé a hojear mientras seguía pensando en salir corriendo.


Creyéndome el rey de la astucia, pasé frente a una mesa de madera cubierta con fotografías en blanco y negro al despedirme, con la inevitable sentencia de observar aquellos motivos sorprendentes. Ocultaban voces esas rúbricas que destrozaban mi sueño. Mi tiempo se detuvo frente a gritos inimaginables que se agolpaban en mis oídos como buscando entrar en un viaje sin retorno. Las repasé una a una. Miré con desgarrador detenimiento cada fotografía, cada rostro, cada expresión, su blanquinegro hipnotizante como antiguo pero nuevo, las figuras expuestas, las personas colocadas como en un teatro que tenía un orden y que por igual se podía desordenar en la mente o mirar desde cualquier lugar para volver al mismo lugar. “¿Sabes de dónde son estas fotografías?” -me preguntó el Viejo. Sin dejar de mirarlas negué. “Son del Vietnam” -se respondió a sí mismo, mientras me invitaba a visitar la maqueta del globo terráqueo que reposaba sobre un escritorio. “Aquí queda Vietnam” -señaló con el dedo índice y convocó mis ojos a mirar muy de cerca primero, desafiando las dioptrías de mis espejuelos, y luego a poner mi dedo índice sobre el suyo para que yo lo señalara con propiedad. Mi dedo estaba sobre Vietnam, mi pequeña historia estaba sobre un territorio que desconocía, un lugar del cual estaba completamente alejado, un punto bajo mi dedo, bajo mis pies, bajo mi pensamiento, bajo mis aprendizajes, bajo mi doliente cotidianidad; un nicho que recién llegaba a mí de la mano de este Viejo medio loco que me invitaba a abrir una puerta invisible que había estado cerrada a mi lado sin saberlo. “Ese país está en la Península de Indochina, -dijo con lágrimas en los ojos- y allí está ocurriendo lo que ves en las fotografías”. Y volvimos a la mesa.
 

Un soldado metiendo un puñal de campaña a un muchacho en el abdomen. Una abuela atada a una silla; amordazada, insultada por otro soldado. Como cincuenta niños desnudos, llorando dentro un hueco cavado en la tierra, sin sus madres, sin sus alegrías, sin sus juegos, sin sus esperanzas. Un helicóptero que lanzaba ráfagas de ametralladora sobre muchachas que corrían a través de un campo. “Y esto que se quema ¿qué es? -pregunté. “Arrozales” -respondió. “¿Es con un lanzallamas?” -repregunté. “No es con un lanzallamas. Es con Napalm” -respondió. En brevedad quejumborosa, silenciosa volvió a decir: “Es un agente químico que incendia todo lo que toca. Quema la naturaleza, quema la piel humana, quema los huesos, quema la vida”. Una escuela quemada. Vacas quemadas. Una fila de jóvenes a punto de ser fusilados. Una madre con una niña en los brazos frente a un tanque. Soldados disparando contra un barrio. Y más torturas, y más humillación, y más violencia y más muerte y más fotografías. ¿Y quién hace esto?” -susurré. “El ejército de los Estados Unidos de América” -dijo el Viejo con un leve apretar de dientes.


Mi aposento noctámbulo tenía un inmenso vacío, apenas ocupado por un puñado de experiencias lanzadas al azar de aquel muchacho timorato, dormilón, taciturno. A veces manifestaba un largo set de canciones de rocanrol y blues que morían en su aburrimiento, otras un juego de manías persecutorias donde la figura materna se hundía en un pipote de lata lleno de agua. Algunos sucesos callejeros o familiares también subían como lenta humareda de recuerdos ansiosos de olvido. O aisladas nostalgias de la niñez que resistía irse con sus quimeras a la galaxia de la seriedad. Sólo había en algún lugar un recuerdo llamado Alberto Lovera que sostenía la clave de un vínculo oculto en esa terca infancia (muy poderosa en porvenires) que su costumbre de leer el periódico compuso en un cadáver-portada que salió encadenado del mar, como un Hércules vencido por un Vulcano traidor, encontrado por pescadores en una playa. Lo demás era una vastedad casi infinita que lo provocado por las fotografías, por la experiencia con el Viejo, comenzó a ocupar. Su ser siempre silencioso se profundizó a niveles de secreto íntimo en el barrio, el liceo y la familia. Un renacimiento socavó su paciencia devastando todo indicio de adormecimiento. El sueño de las tardes hizo maletas, quizás escondiéndose disfrazado de rocío, tras el pasote crecido frente a la bodega de la señora Ernestina, esperándolo en la bajadita de la duda o la decepción. Saber que ese mundo existía sin que él lo supiera le pareció tan injusto, su distanciamiento era tan insólito, que se echó al insomnio (no pocas veces con llanto) sin contemplaciones para pensar y repensar el lugar en que se colocaría en adelante. Apresuró lo retardado, empujó lo postergado, aceleró lo lento, empinó lo pesado y se vio en el mismo lugar desnudo, recién nacido, con muchas cosas qué hacer, con una biblioteca por leer. Comprend que hablarle a la luna no era del todo descabellado, que hacerle señales al sol valía la pena, que la inacción tiene su casa en el miedo.

Varios insomnios después toqué a la puerta de la casa del viejo César:

-“Me ofrezco para pintar los indígenas y dibujar en el periódico”.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.