martes, 18 de junio de 2019

LA PARADOJA BOXÍSTICA DE DONALD TRUMP




Quienes llegamos a conocer la historia de Donatella Bracci Spencer sentada siempre frente al espejo de su cómoda mientras lamentaba las pecas marrones que llenaban su rostro alargado, llorando el par de ojeras oscuras colgadas de los párpados inferiores que sostenían los ojos azules cuando miraban con odio el pelo rojizo como traído de un chamizal encendido por el verano a su cabeza redonda que sufría pensando constantemente en la sonrisa de boca corta, de labios aquíleos que nunca llegaron a dibujar el carmín, pues de tan delgados parecían incapaces de arquear una alegría; supimos que lo amaba desde que abrió los ojos al mundo. Hacía muecas a la imagen del otro lado, que se reía de su desespero por creer que ganaría su amor en algún momento, cuando la imaginación le adornaba su falta de alcurnia que se extendía entre los dos como un gigantesco muro. Sólo los resguardaba la adolescencia.
La amistad es como esa araña indispensable de la realidad que teje la vida sin darnos cuenta. Fue Caryl Stephenson quien mejor conoció a Donatella y proporcionó datos importantes sobre su vida: de familia genovesa-irlandesa juntada en el Bronx marginado de los años cuarenta; de padre sicario, que había muerto al tratar de colocar varios escorpiones venenosos en la cama de Tarantino Wondell, capo rival del conocido mafioso Chiappino “el silencioso” Da Vanny. Había casado el difunto (y envenenado) Gianni Bracci, con la exuberante Robustiana Spencer, de madre irlandesa y padre desconocido, venida a menos en el despecho, al lanzar el difícil dardo de la infidelidad a un tal Alfred “Dum Dam” White, saxofonista de la banda “Carlyle Terence and the Cocoliso’s Blues”. Donatella terminó de pasar su niñez en la casa de la bondadosa Freda Knight, amante preferida de Dum Dam y sirvienta de la familia Trump.

Además de la amistad y la edad, a Caryl y Donatella las unió la curiosidad. Aquella vida vulnerable, entristecida, ajada por la frustración de Donatella, interesó a Caryl desde el periodismo que llevaba dentro. Apenas alfabetizada, Caryl tomó nota en un diario amarillo, de todas las dinámicas que su amiga desplegaba hasta descubrir su amor frustrado. Un niño de familia acaudalada donde trabajaba la madrastra, había prendado su corazón sin que jamás la atención y la retribución hicieran nido en sus anhelos. Donald se llamaba aquel chicuelo adiestrado por la alcahuetería paternal en las artes de la arrogancia, la inmodestia, el desprecio, la discriminación, la superioridad.
 
En silencio, Donatella seguía la vida de su amor infantil como un sabueso perdido en la frustración de no tener siquiera el mendrugo de su deseo, mientras Caryl escribía sin perder el hilo de una sutil tragedia que guardaría como el secreto de una pirámide faraónica. Con diez años, Donatella acordó con Freda servir de chaperona a Donald para mantenerlo cerca, hasta que éste atrapó en sus ojos la verdad que lo involucraba. Avieso, cínico, la hizo presa de un sin número de sometimientos y humillaciones. Ambos llegaron a comprenderse en la distancia, cuando a Donald se le cruzó la idea de ser boxeador, al ver en los noticieros, no sin rencorosa envidia, que los cuadriláteros comenzaban a poblarse de campeones negros. 
 
El único gimnasio de la comarca era un alargado tugurio de tablas y latón coordinado por el entrenador Joe “el resbaloso” Wilson, quien había sido sparring del campeón de los guantes de oro de 1948, Teodoro Mc Silver a quien apodaban “Mandinga”. A ese horno espantoso de sudores, gritos, jadeos, ejercicios, saltos que llamaban “The Rapids”, llegó Donatella junto a Freda para inscribir secretamente a Donald. -“Oye negra, ¿Tú estás segura de que la familia de este chico quiere que ingrese a este antro?” -preguntó el entrenador a Freda con curiosa inquietud, mientras Donatella asentía en silencio. La nota explicativa escrita con excelente caligrafía, donde la madre de Donald autorizaba el trámite y pedía con expresa significación que el niño no se juntara con ningún otro de los alumnos, vibraba en la mano de Joe como una nubecita de aguacero; había sido escrita con precisión de cerrajero por Caryl. 

Acompañado por un sirviente de confianza, aquel pichón de adolescente escuchaba las indicaciones de Joe y sentía las miradas curiosas y resentidas de los muchachos del Bronx que soñaban con ser campeones mundiales. Arrogante, exigió no guantear con ningún negro. Quería aprender sin enfrentarse; sin que lo tocaran. “¿Pero cómo te harás boxeador si no te fajas?” -le argumentó Joe. “No importa. Lo lograré. Hazme boxeador, para eso te pago bien”. Muy cerca estaba una niña solitaria que veía, escuchaba y tomaba notas dentro del gimnasio sin que la notaran, como haciendo una tarea de la escuela: Caryl.

Como se acercaban los campeonatos regionales juveniles, Joe advirtió a su particular alumno que no podría participar porque era muy imberbe. Además, tendría que medirse a alguno del gimnasio para ganar la opción. Sólo así, Donald consintió pelear con cualquiera de sus condiscípulos: “A todos me los gano por nocaut -dijo con seguridad en la voz. Inmediatamente Joe, resignado, llamó a sus muchachos y les pidió que entre los de su peso se ofrecieran para enfrentar al consentido niño blanco. Ninguno de los chicos quiso ser el contrincante de Donald. “Yo no quiero perder” -dijo Julian. “¡Pero si cualquiera de ustedes le puede ganar! ¡Hasta los de peso menor!” -protestó Joe. “Hay que perder con el blanquito y tú lo sabes” -aportó Jamal- “porque si no, vamos a aparecer en cualquier calle con un mosquero en la boca”. “Eso es. Yo tampoco voy a perder a propósito con ese chico del Klan” -sentenció Bob, a quien llamaban “Maravilla”. Fue cuando todos miraron a Calpurnio Meredith, un delgaducho del mismo peso y edad de Donald, a quien la escuela rechazaba por tener cierto ruido extraño en su cabeza. Calpi (le decían) iba al gimnasio a mirar mucho, practicar de vez en cuando y ponerse los guantes con los chicos que lo dejaban pegar y ganar por consolación. 
 
Lo llamaron a rueda de entrenamiento, le explicaron todo y Joe le ordenó: -“Escucha bien, Calpi. Bailas y te dejar pegar en el primer round y al comienzo del segundo te caes”. Con la cabeza baja y una sonrisa oscura dijo: -“Si Cal. Lo que tú digas”. “Bien” -dijo Joe: -“Yo asistiré al blanco en su esquina”. Todos los muchachos lo miraron ahogando la protesta. Un viejo gigantón llamado Mandragor Watson, quien había derribado alguna vez en una práctica al campeón mundial Primo Carnera, estaría en la esquina de Calpi. 
 
Donatella se encargó de que toda la familia Trump descubriera la trama. El padre de Donald celebró la travesura del hijo, jurando estar presente en el combate y secretamente invitó a otros miembros del Klan. Además, movilizó sus contactos con corredores de apuestas para que acudieran y ranquearan al hijo en las probabilidades. Dos días con sus noches lloró la madre, preguntando a Freda por los responsables de que su hijo se hubiera involucrado con el bajo mundo. La negra miraba al techo con los ojos pelados, como implorando perdón a los dioses. 
 
Con la frescura del más tierno amor, Donatella se acercó a Donald mientras disfrutaba a solas la comida en la mesa de mantel blanco, para pedirle estar en la esquina junto a su entrenador. “¡Cómo crees que un esperpento como tú puede estar en mi pelea!” -fue su respuesta. La muchacha lloró desconsoladamente toda la noche.

Cuarenta años después, en una pulquería de Ciudad de México, la destacada periodista del Laredo Daily News, Caryl Stephenson, nos narraría toda la historia, el combate y su resultado, mientras tomaba una seguidilla de tragos, para olvidar el robo de un proyecto periodístico del que fue víctima por un tal Clarence Golberg. Amigos desde la Universidad, Caryl había confiado a Golberg su deseo de desarrollar un estilo de novela romántica con una historia que conocía de una amiga llamada Donatella, que se había enamorado de niña del ahora magnate de una rama inmobiliaria y dueño de concursos de belleza. El plagiario corrió a un burdel con los valiosos datos y trabajó aquel proyecto a su nombre con la historia de dos chicas lésbicas y se ganó el Pulizer. El epílogo narrado por Caryl nos quedó como una cuanta de diez:

Salí del gimnasio llena de sudor, cansada, obstinada pero con toda la emoción de mis catorce años. Adentro había dejado los gritos de quienes peleaban frente a frente con lo increíble que suele ser la paradoja de la vida. Donatella me abordó con la pregunta en los ojos. ‘Calpi le dio una pasada de coñazos y lo tiró en el tercero.’ -le dije y aceleré el paso a mi casa con ella detrás. Luego de un trecho en que el silencio nos compadecía me detuve, la abracé, limpié sus lágrimas, le sonreí y le advertí: ‘Ahora Calpi, su familia y todo el gimnasio tendrán que cambiar de ciudad o de país’. Ella, con la mirada transparente, tan limpia como jamás volví a ver en mi vida, gritó: ‘¡Pero le dio su pasada de coñazos!’…”.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.