Quienes
llegamos a conocer la historia de Donatella Bracci Spencer sentada
siempre frente al espejo de su cómoda mientras lamentaba las pecas
marrones que llenaban su rostro alargado, llorando el par de ojeras
oscuras colgadas de los párpados inferiores que sostenían los ojos
azules cuando miraban con odio el pelo rojizo como traído de un
chamizal encendido por el verano a su cabeza redonda que sufría
pensando constantemente en la sonrisa de boca corta, de labios
aquíleos que nunca llegaron a dibujar el carmín, pues de tan
delgados parecían incapaces de arquear una alegría; supimos que lo
amaba desde que abrió los ojos al mundo. Hacía muecas a la imagen
del otro lado, que se reía de su desespero por creer que ganaría su
amor en algún momento, cuando la imaginación le adornaba su falta
de alcurnia que se extendía entre los dos como un gigantesco muro.
Sólo los resguardaba la adolescencia.
La
amistad es como esa araña indispensable de la realidad que teje la
vida sin darnos cuenta. Fue Caryl Stephenson quien mejor conoció a
Donatella y proporcionó datos importantes sobre su vida: de familia
genovesa-irlandesa juntada en el Bronx marginado de los años
cuarenta; de padre sicario, que había muerto al tratar de colocar
varios escorpiones venenosos en la cama de Tarantino Wondell, capo
rival del conocido mafioso Chiappino “el silencioso” Da Vanny.
Había casado el difunto (y envenenado) Gianni Bracci, con la
exuberante Robustiana Spencer, de madre irlandesa y padre
desconocido, venida a menos en el despecho, al lanzar el difícil
dardo de la infidelidad a un tal Alfred “Dum Dam” White,
saxofonista de la banda “Carlyle Terence and the Cocoliso’s
Blues”. Donatella terminó de pasar su niñez en la casa de la
bondadosa Freda Knight, amante preferida de Dum Dam y sirvienta de la
familia Trump.
Además
de la amistad y la edad, a Caryl y Donatella las unió la curiosidad.
Aquella vida vulnerable, entristecida, ajada por la frustración de
Donatella, interesó a Caryl desde el periodismo que llevaba dentro.
Apenas alfabetizada, Caryl tomó nota en un diario amarillo, de todas
las dinámicas que su amiga desplegaba hasta descubrir su amor
frustrado. Un niño de familia acaudalada donde trabajaba la
madrastra, había prendado su corazón sin que jamás la atención y
la retribución hicieran nido en sus anhelos. Donald se llamaba aquel
chicuelo adiestrado por la alcahuetería paternal en las artes de la
arrogancia, la inmodestia, el desprecio, la discriminación, la
superioridad.
En
silencio, Donatella seguía la vida de su amor infantil como un
sabueso perdido en la frustración de no tener siquiera el mendrugo
de su deseo, mientras Caryl escribía sin perder el hilo de una sutil
tragedia que guardaría como el secreto de una pirámide faraónica.
Con diez años, Donatella acordó con Freda servir de chaperona a
Donald para mantenerlo cerca, hasta que éste atrapó en sus ojos la
verdad que lo involucraba. Avieso, cínico, la hizo presa de un sin
número de sometimientos y humillaciones. Ambos llegaron a
comprenderse en la distancia, cuando a Donald se le cruzó la idea de
ser boxeador, al ver en los noticieros, no sin rencorosa envidia, que
los cuadriláteros comenzaban a poblarse de campeones negros.
El
único gimnasio de la comarca era un alargado tugurio de tablas y
latón coordinado por el entrenador Joe “el resbaloso” Wilson,
quien había sido sparring del campeón de los guantes de oro de
1948, Teodoro Mc Silver a quien apodaban “Mandinga”. A ese horno
espantoso de sudores, gritos, jadeos, ejercicios, saltos que llamaban
“The Rapids”, llegó Donatella junto a Freda para inscribir
secretamente a Donald. -“Oye negra, ¿Tú estás segura de que la
familia de este chico quiere que ingrese a este antro?” -preguntó
el entrenador a Freda con curiosa inquietud, mientras Donatella
asentía en silencio. La nota explicativa escrita con excelente
caligrafía, donde la madre de Donald autorizaba el trámite y pedía
con expresa significación que el niño no se juntara con ningún
otro de los alumnos, vibraba en la mano de Joe como una nubecita de
aguacero; había sido escrita con precisión de cerrajero por Caryl.
Acompañado
por un sirviente de confianza, aquel pichón de adolescente escuchaba
las indicaciones de Joe y sentía las miradas curiosas y resentidas
de los muchachos del Bronx que soñaban con ser campeones mundiales.
Arrogante, exigió no guantear con ningún negro. Quería aprender
sin enfrentarse; sin que lo tocaran. “¿Pero cómo te harás
boxeador si no te fajas?” -le argumentó Joe. “No importa. Lo
lograré. Hazme boxeador, para eso te pago bien”. Muy cerca estaba
una niña solitaria que veía, escuchaba y tomaba notas dentro del
gimnasio sin que la notaran, como haciendo una tarea de la escuela:
Caryl.
Como
se acercaban los campeonatos regionales juveniles, Joe advirtió a su
particular alumno que no podría participar porque era muy imberbe.
Además, tendría que medirse a alguno del gimnasio para ganar la
opción. Sólo así, Donald consintió pelear con cualquiera de sus
condiscípulos: “A todos me los gano por nocaut -dijo con seguridad
en la voz. Inmediatamente Joe, resignado, llamó a sus muchachos y
les pidió que entre los de su peso se ofrecieran para enfrentar al
consentido niño blanco. Ninguno de los chicos quiso ser el
contrincante de Donald. “Yo no quiero perder” -dijo Julian.
“¡Pero si cualquiera de ustedes le puede ganar! ¡Hasta los de
peso menor!” -protestó Joe. “Hay que perder con el blanquito y
tú lo sabes” -aportó Jamal- “porque si no, vamos a aparecer en
cualquier calle con un mosquero en la boca”. “Eso es. Yo tampoco
voy a perder a propósito con ese chico del Klan” -sentenció Bob,
a quien llamaban “Maravilla”. Fue cuando todos miraron a
Calpurnio Meredith, un delgaducho del mismo peso y edad de Donald, a
quien la escuela rechazaba por tener cierto ruido extraño en su
cabeza. Calpi (le decían) iba al gimnasio a mirar mucho, practicar
de vez en cuando y ponerse los guantes con los chicos que lo dejaban
pegar y ganar por consolación.
Lo
llamaron a rueda de entrenamiento, le explicaron todo y Joe le
ordenó: -“Escucha bien, Calpi. Bailas y te dejar pegar en el
primer round y al comienzo del segundo te caes”. Con la cabeza baja
y una sonrisa oscura dijo: -“Si Cal. Lo que tú digas”. “Bien”
-dijo Joe: -“Yo asistiré al blanco en su esquina”. Todos los
muchachos lo miraron ahogando la protesta. Un viejo gigantón
llamado Mandragor Watson, quien había derribado alguna vez en una
práctica al campeón mundial Primo Carnera, estaría en la esquina
de Calpi.
Donatella
se encargó de que toda la familia Trump descubriera la trama. El
padre de Donald celebró la travesura del hijo, jurando estar
presente en el combate y secretamente invitó a otros miembros del
Klan. Además, movilizó sus contactos con corredores de apuestas
para que acudieran y ranquearan al hijo en las probabilidades. Dos
días con sus noches lloró la madre, preguntando a Freda por los
responsables de que su hijo se hubiera involucrado con el bajo mundo.
La negra miraba al techo con los ojos pelados, como implorando perdón
a los dioses.
Con
la frescura del más tierno amor, Donatella se acercó a Donald
mientras disfrutaba a solas la comida en la mesa de mantel blanco,
para pedirle estar en la esquina junto a su entrenador. “¡Cómo
crees que un esperpento como tú puede estar en mi pelea!” -fue su
respuesta. La muchacha lloró desconsoladamente toda la noche.
Cuarenta
años después, en una pulquería de Ciudad de México, la destacada
periodista del Laredo Daily News, Caryl Stephenson, nos
narraría toda la historia, el combate y su resultado, mientras
tomaba una seguidilla de tragos, para olvidar el robo de un proyecto
periodístico del que fue víctima por un tal Clarence Golberg.
Amigos desde la Universidad, Caryl había confiado a Golberg su deseo
de desarrollar un estilo de novela romántica con una historia que
conocía de una amiga llamada Donatella, que se había enamorado de
niña del ahora magnate de una rama inmobiliaria y dueño de
concursos de belleza. El plagiario corrió a un burdel con los
valiosos datos y trabajó aquel proyecto a su nombre con la historia
de dos chicas lésbicas y se ganó el Pulizer. El epílogo narrado
por Caryl nos quedó como una cuanta de diez:
“Salí
del gimnasio llena de sudor, cansada, obstinada pero con toda la
emoción de mis catorce años. Adentro había dejado los gritos de
quienes peleaban frente a frente con lo increíble que suele ser la
paradoja de la vida. Donatella me abordó con la pregunta en los
ojos. ‘Calpi le dio una pasada de coñazos y lo tiró en el
tercero.’ -le dije y aceleré el paso a mi casa con ella detrás.
Luego de un trecho en que el silencio nos compadecía me detuve, la
abracé, limpié sus lágrimas, le sonreí y le advertí: ‘Ahora
Calpi, su familia y todo el gimnasio tendrán que cambiar de ciudad o
de país’. Ella, con la mirada transparente, tan limpia como jamás
volví a ver en mi vida, gritó: ‘¡Pero le dio su pasada de
coñazos!’…”.
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