domingo, 2 de junio de 2019

HAY UN OLOR EN EL METRO





Siendo gentío entramos. Gentío avalancha, gentío tsunami, gentío deslave, gentío bululú que es el gentío del gentío que pasa por aquí desafiando la puerta electrónica. Es un gentío que es casi contrario a las matemáticas porque no provoca contarlo; lo que provoca es enredarse en ese ser calculado por alguna estadística metida en pedazos en esas máquinas que son como nuestra familia, a las que llamamos torniquetes. Sí, eso: los panas torniquetes. Yo hasta los saludo a veces en susurros para que no se sospeche que estoy loco. Los veo, me les aproximo y antes de atravesar sus brazos de metal les digo: “Epa, ¿Qué tal, torniquete, como andas en este día?” A veces presiento que me contestan metiendo sus respuestas entre el ruido que viaja en toda la estación y se monta conmigo en el vagón.

Elsa entró primero y había quedado un tanto lejos, en lo que llamamos el pasillo del vagón, yo en cambio quedé atrapado en la olla apretujada que se forma luego de la puerta; de allí vemos las caras frustradas que quedan en la punta de la raya amarilla, del otro lado. Que si cierra que si no cierra, que si cierra que si no cierra. Como frecuentemente hacemos competencia, le hice la señal a Elsa de que serían seis veces que cerraría la puerta. Ella parece que andaba optimista porque de buen humor mostró tres dedos. Ganó ella por aproximación porque fueron cuatro los portazos. Como no me había dado cuenta del poco aire, cada portazo me parecía una gracia que se me quitó cuando avanzó el tren con el poco de musiquita extraterrestre que le queda en el altavoz y entonces el sudor, la misma cascada de sudoración de siempre, comenzó a hacer su trabajo sobre mi rostro.

Íbamos lejos: Plaza Venezuela, y el jalón era desde Las Adjuntas y de pie; “No me des tortura china” -dice Ismael Rivera en una canción. Ganado para la paciencia y sin poder disfrutar de las evocaciones académicas de Elsa, quien prepara una tesis doctoral, comencé mi tarea de pensar en cuanto poema o drama teatral o película de culto llegara a mi contemplación y distrajera la angustia hasta La Yaguara; a ver si se bajaba alguna gente y quedara cerca de Elsa. La memoria me hacía trampas porque sólo llegaban las escenas de ciertas películas y algunos pasajes de libros; cero el nombre de las películas o de los actores: “será el calor” –deduje. Si no recuerdo cosas concretas de autores o directores no accedo al recuerdo pleno de la obra; teniendo los datos es cuando me motiva recordar. Con esta debilidad anímica entré al lenguajeo de siempre, con los demás sonidos gravitando. Parejitas hablando de sus aventuras secretas; una se daba jamones rudos que los chamos de ahora llaman latazos (¿quién les sugirió que llamaran así a algo tan sabroso?) hasta que el pana se pasó de maraca y le dio un beso mordelón (como el que anhela el trío Los Panchos en la canción Amorcito Corazón); resintió su chica con cierta risita aquella Lata y ambos trataron de discrecionarlo porque venían aplastados contra varias mujeres que traían niños y niñas en edad prescolar repasando un cántico en retahíla. Estudiantes universitarios transándose en los aullidos curriculares de sus clases hacían trizas a un profesor que, según sus sufrimientos, sabía poco de lo que impartía.

Entró el evangélico señores y señoras: el cristiano. El mundo se acaba. Todo lo que está sucediendo lo dice La Biblia. Yo me la leí desde el Génesis hasta el Apocalipsis. A mí nadie me viene a meter un coba. ¿Cuántos dicen amén? Elsa estaba metida en un librito de Walter Benjamin que habla de la niñez y los juguetes y ni siquiera captaba mi súplica por un guiñito de ojo, porque su concentración era como presentar ya el trabajo ante un jurado riguroso. En La Paz se bajó el gentío que esperaba pero se montó otro, momento en que se produjo un choque de aguas diferentes que casi me expulsan del vagón. Cuando ya quedaba botado más allá de la puerta, en el andem de los frustrados, mientras la desesperación salía del rostro de Elsa, quien trataba de darme una mano invisible, entró el último osado como una tromba y me comprimió contra la olla que protestaba con cierta arrechera comprensiva: “Ya no caben”, “Mete el bolso mi pana”, “Por eso es que se dañan las puertas” –eran algunas voces que dejaba el coro en un desconcierto que rápido se acompasaba cuando la puerta cerraba. Confieso que agradecí continuar en el impresionante calor que nos unificaba y así no tendría que esperar el otro tren que vendría en su propio tiempo a darme otra lección de rudo cuerpo a cuerpo, para encontrarme con Elsa en un sitio ya acordado en Plaza Venezuela. En Capuchinos ya tenía planeado aprovechar el maremágnum y acercarme hasta Elsa cual si fuese un pescado que busca su anzuelo o su red. No lo logré. Si Elsa estaba en el pasillo de la izquierda atrapada en las letras de su libro de juguetes, yo era impulsado hacia el pasillo de la derecha entre cuatro abuelas que, haciendo cuchicheo envoltorio de conversación deliciosa, venían hablando de los olores de la comida. “¡Qué temazo!” –pensé.

No tardaron en preguntarme por mi olor predilecto. Me fui por el aroma de la hallaca navideña. Fue como si aquellas doñas hubieran recibido de mí el bien más preciado para la cháchara que desplegaban. Un tipo me susurró su molestia por lo que para él era una inverosímil conversación, ya que la situación del país no estaba para hablar de platos de comida. Sin embargo, y precisamente, la habladuría tornó hacia la cantidad de alternativas que habían encontrado para hacerlas en diciembre en medio del bloqueo económico. Todo mi pasillo se convirtió en un debate que versaba sobre si se podía hacer o no hallacas en el próximo diciembre. Como las abuelas hicieron consenso en que sí era posible, quienes pudieron contrariarlas no tuvieron más remedio que hacer del silencio un celoso guardián. Otro tipo que no disimulaba en el rostro la impotencia por no aportar nada, volvió sobre los olores vinculados, esta vez, a la sudadera que llevábamos por los problemas del aire acondicionado. Las abuelas se bajaron y el tema se transformó un toma y dame que referenció al costo de los desodorantes y los perfumes.

En Teatros el gentío bajó y en un impulso que se llevó las torcidas miradas de algunos morrales, quedé frente a Elsa. Me sacudió con bellas tonalidades de su comprensión de Benjamin. Pasé mis dedos sobre su frente y despejé un poco del sudor que perlaba su lucidez mientras su sonrisa le jugaba una buena pasada a mi sonrojado rostro. Le di el parte de guerra de mi pasillo (“estabas muy animado con las viejitas” –me dijo con cariño) y le eché el cuento de los olores de la culinaria decembrina en manos de mujeres bondadosas, con el declinado saldo en que había quedado la conjugación del tema, debido a unos tipos que llevaban el pesimismómetro a reventar. Esto huele mal. Toda esta gente huele mal. Este país huele mal. Este mundo huele mal. Ese tipo que está leyendo ese libro allí huele mal. Hasta ésa que va frente a un espejito acicalando su lindura de mujer les olía mal. “Elsa –le pregunté- ¿A qué huele este vagón?”.

A pueblo, mi amor”. 
 

1 comentario:

  1. Bravo poeta, que cosa más buena. Me gusta mucho tu estilo de narrar desde el edificador. Me encanta las imágenes y el suspenso del distanciamiento con Elsa. Un abrazo fraterno.

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