«Fue
durante el reinado de Jorge III cuando los antedichos personajes
vivieron y disputaron; buenos y malos, hermosos y feos, pobres o
ricos. Todos son iguales ahora.»
Epilogo
del filme Barry Lyndon
No
pocos aficionados al cine consideran al filme Barry Lyndon
(Stanley Kubrick, 1975) como la película más bella jamás
realizada. Es sabido que su director —tal vez el más querido y
reconocido de todos cuantos han habido— se hizo de recursos de alta
tecnología en materia de equipos de cámara y poderosos lentes, para
captar la atmósfera maquillada y almidonada del siglo XVIII y así
poder filmar escenas interiores iluminadas con velas, sin utilizar
focos de luz eléctrica, con el aporte de la excelente fotografía de
John Alcott: ¡todo un prodigio! El resultado tiene 37 años
maravillándonos desde un filme, donde se tomó a la novela de
William M. Thackeray como pretexto, para utilizar la abrumadora
belleza hecha posible a través del cine y así pintarnos una fase
decadente de la clase más espantosa y perversa que haya pisado el
planeta: la oligarquía. ¡Vaya paradoja! Kubrick nos dejó un
filme donde cada fotograma puede ser tomado como un cuadro de alta
galería, como una obra de arte, para abordar la sordidez y fealdad
de un puñado de bellacos adinerados y transformados en nobles y
reyes.
Redmond
Barry se vio impulsado a ser decente
De
la subyugada Irlanda provino nuestro protagonista Redmond Barry
(Ryan O’Neal) quien enamorado apasionadamente de su prima Nora
(Gay Hamilton), no aceptó que fuese cortejada por un tal capitán
Quinn (Leonard Rossiter), ni que le fuera otorgada en
matrimonio, por lo que decidió el camino de la valentía y retó a
duelo a su contrincante. Allí creyó matar a Quinn, sin saber
que Nora había sido vendida a éste por una cantidad
significativa de libras esterlinas mensuales, debido a que su familia
estaba en la bancarrota y que el pistoletazo que atestó en el pecho
al capitán durante el duelo, sólo fue un esparadrapo que lo desmayó
del susto.
Así
comenzó la travesía de Redmond por esos caminos llenos de trampas y
bandidaje, delineados por un sistema social injusto que imponía el
mandato de una clase monárquica, holgazana, viciosa, estúpida,
perversa y cruel, que detentaba todo su poder sobre la base de la
explotación de las clases pobres y de la guerra, adonde fue a parar
el joven, cuando sus primos le hicieron creer que había matado a su
rival en el duelo. Es la misma guerra que siempre han impuesto los
poderosos sobre la carne de cañón de los jóvenes del pueblo
fugitivo del hambre o de cualquier tropelía. Así llegó Redmond a
los campos de batalla para ofrecer su vida, a cambio de mala comida y
maltratos. Se vio en la obligación de reprimir su esencia de pueblo
y así buscar la decencia promocionada por una clase llena de modales
e imposturas.
Maquillados
y pelucones
MARISA BERENSON |
Nunca
una clase fue tan superficial, como la que nos pinta Kubrick con
tanta maestría. Tocados de peluca, empolvados los rostros con talcos
de blanquecina textura y detallados con lunares ridículos, los
hombres levantaban la ceja arrogante y hablaban erguidos sin casi
mover los labios y el cuerpo. Sus miradas retadoras y temerarias,
debían ser capaces de la intimidación y la humillación. Las
mujeres como adornos de guardainfante cubiertas, eran objetos de
compra venta. Se les adoraba por su belleza y alta clase o se les
despreciaba por su fealdad o baja condición social. Sus cuerpos
atajados al corsé, debían ser capaces de subyugar a la imaginación
masculina. Todas y todos pisaban la alfombra suave de sus mansiones y
castillos, para que el ruido mundano no alterara sus vidas signadas
por el derecho divino. Tomaban el té a la misma hora y derrochaban
su riqueza en cualquier partida de cartas o en los dados. Se educaban
lo necesario, para hablar bien y defender sus privilegios.
Hasta
aquí trepó Redmond, en búsqueda de esa decencia oligarca de
quienes se preparaban a desplazar al derecho divino de los reyes. Se
asoció a un Chevalier (Patrick Magee) —irlandés como él—
quien vivía de las trampas del juego, aprovechando el vicio que
desarrollaban los aristócratas. Sostuvo duelos para cobrar deudas y
llegó a cierta posición que le dio la posibilidad de conquistar la
atención y el amor de Lady Lyndon (la bella Marisa Berenson), mujer
de un anciano de la nobleza (Frank Middlemass), aquejado por
enfermedades que lo llevaron a la muerte. Casado con Lady, se
transformó en Barry Lyndon y adquirió la decencia propia de la
oligarquía, llena de falsedades, hipocresía, favores reales,
compras de bienes suntuosos, apariencias, modales, seducciones para
obtener poder, pero jamás pudo alcanzar la posición anhelada ni los
ansiados favores de la monarquía.
¿Qué
diferenció a Redmond Barry de Barry Lyndon?
Sin
una pierna, sin su pequeño hijo (muerto en un accidente) y sin el
apellido de alcurnia, obtenido en la falsedad de un matrimonio por
interés, Redmond Barry desanda hacia un destino incierto, luego de
haber derrochado la fortuna de los Lyndon en bacanales, apariencias,
bagatelas y amores peregrinos. Una miserable pensión de 500 guineas
le es otorgada por su hijastro Lord Bullindon (Leon Vitali) para que
desaparezca de sus vidas. No bastaron sus astucias de trepador, ni
sus habilidades de espadachín, ni sus dotes de Don Juan, ni sus
argucias en el juego de azar para detener la caída. Trepó e hizo el
equilibrio que pudo, frente a una clase desde cuya decencia y poder,
jamás iba a aceptar su pasado plebeyo, ni su naturaleza irlandesa.
Si al Barry Lyndon se le fue de las manos lo obtenido, sería
interesante preguntarse: ¿Qué perdió el Redmond Barry? La
respuesta es la dignidad, el valor supremo de los pueblos, que
ningún oligarca podrá alcanzar jamás, por muy decente que se crea.
Aquel
muchacho valiente que fue capaz de retar y batirse a duelo por amor
frente a un oficial del ejército inglés, que salvó la vida de un
teniente mal herido en plena batalla a riesgo de su propia vida,
terminó extraviándose en la maraña de una sociedad cuyas
relaciones sociales estaban signadas por la crueldad, la falsedad, la
explotación y la discriminación. Aprendió de la guerra las malas
artes de la simulación y la subordinación; fue impulsado por el
mismo poder que lo captura y humilla a engañar y a construir
imposturas para sobrevivir. Cuando intentó respirar un aire sincero,
a través de la bondadosa fortuna de un hijo, el destino le abofeteó
el intento. Como Barry Lyndon, aquel muchacho Redmond Barry, probó
la amarga hiel de la decencia oligarca que luego heredaron los
trepadores burgueses de hoy en día. No estaban dadas aún las
condiciones históricas para que la clase de la que provenía
Redmond, trepara los cielos del poder burgués, que a finales de ese
mismo siglo XVIII se manifestaron; sin embargo, ya esa nobleza
monárquica, decente y decadente, expelía el pútrido olor de la
descomposición moral.
Fracasados
los Barry Lyndon en todo el mundo, hoy las oligarquías enuncian su
decencia como última tabla de salvación. Los pueblos apelan a la
dignidad como valor extraordinario, para continuar sus luchas e
impedir que vidas orgullosas y dignas forjadas en el pueblo, sean
torcidas por obra de la hipocresía y la humillación de las clases
hegemónicas. De los pueblos es la dignidad y el destino de la
humanidad; de las oligarquías y demás poderes explotadores es la
decencia, en los confines de la derrota y el olvido.
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