miércoles, 27 de junio de 2018

DE CÓMO BARRY LYNDON QUISO SER DECENTE



«Fue durante el reinado de Jorge III cuando los antedichos personajes vivieron y disputaron; buenos y malos, hermosos y feos, pobres o ricos. Todos son iguales ahora.»
Epilogo del filme Barry Lyndon

No pocos aficionados al cine consideran al filme Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975) como la película más bella jamás realizada. Es sabido que su director —tal vez el más querido y reconocido de todos cuantos han habido— se hizo de recursos de alta tecnología en materia de equipos de cámara y poderosos lentes, para captar la atmósfera maquillada y almidonada del siglo XVIII y así poder filmar escenas interiores iluminadas con velas, sin utilizar focos de luz eléctrica, con el aporte de la excelente fotografía de John Alcott: ¡todo un prodigio! El resultado tiene 37 años maravillándonos desde un filme, donde se tomó a la novela de William M. Thackeray como pretexto, para utilizar la abrumadora belleza hecha posible a través del cine y así pintarnos una fase decadente de la clase más espantosa y perversa que haya pisado el planeta: la oligarquía. ¡Vaya paradoja! Kubrick nos dejó un filme donde cada fotograma puede ser tomado como un cuadro de alta galería, como una obra de arte, para abordar la sordidez y fealdad de un puñado de bellacos adinerados y transformados en nobles y reyes. 

Redmond Barry se vio impulsado a ser decente
De la subyugada Irlanda provino nuestro protagonista Redmond Barry (Ryan O’Neal) quien enamorado apasionadamente de su prima Nora (Gay Hamilton), no aceptó que fuese cortejada por un tal capitán Quinn (Leonard Rossiter), ni que le fuera otorgada en matrimonio, por lo que decidió el camino de la valentía y retó a duelo a su contrincante. Allí creyó matar a Quinn, sin saber que Nora había sido vendida a éste por una cantidad significativa de libras esterlinas mensuales, debido a que su familia estaba en la bancarrota y que el pistoletazo que atestó en el pecho al capitán durante el duelo, sólo fue un esparadrapo que lo desmayó del susto.

Así comenzó la travesía de Redmond por esos caminos llenos de trampas y bandidaje, delineados por un sistema social injusto que imponía el mandato de una clase monárquica, holgazana, viciosa, estúpida, perversa y cruel, que detentaba todo su poder sobre la base de la explotación de las clases pobres y de la guerra, adonde fue a parar el joven, cuando sus primos le hicieron creer que había matado a su rival en el duelo. Es la misma guerra que siempre han impuesto los poderosos sobre la carne de cañón de los jóvenes del pueblo fugitivo del hambre o de cualquier tropelía. Así llegó Redmond a los campos de batalla para ofrecer su vida, a cambio de mala comida y maltratos. Se vio en la obligación de reprimir su esencia de pueblo y así buscar la decencia promocionada por una clase llena de modales e imposturas. 

Maquillados y pelucones
MARISA BERENSON
Nunca una clase fue tan superficial, como la que nos pinta Kubrick con tanta maestría. Tocados de peluca, empolvados los rostros con talcos de blanquecina textura y detallados con lunares ridículos, los hombres levantaban la ceja arrogante y hablaban erguidos sin casi mover los labios y el cuerpo. Sus miradas retadoras y temerarias, debían ser capaces de la intimidación y la humillación. Las mujeres como adornos de guardainfante cubiertas, eran objetos de compra venta. Se les adoraba por su belleza y alta clase o se les despreciaba por su fealdad o baja condición social. Sus cuerpos atajados al corsé, debían ser capaces de subyugar a la imaginación masculina. Todas y todos pisaban la alfombra suave de sus mansiones y castillos, para que el ruido mundano no alterara sus vidas signadas por el derecho divino. Tomaban el té a la misma hora y derrochaban su riqueza en cualquier partida de cartas o en los dados. Se educaban lo necesario, para hablar bien y defender sus privilegios.

Hasta aquí trepó Redmond, en búsqueda de esa decencia oligarca de quienes se preparaban a desplazar al derecho divino de los reyes. Se asoció a un Chevalier (Patrick Magee) —irlandés como él— quien vivía de las trampas del juego, aprovechando el vicio que desarrollaban los aristócratas. Sostuvo duelos para cobrar deudas y llegó a cierta posición que le dio la posibilidad de conquistar la atención y el amor de Lady Lyndon (la bella Marisa Berenson), mujer de un anciano de la nobleza (Frank Middlemass), aquejado por enfermedades que lo llevaron a la muerte. Casado con Lady, se transformó en Barry Lyndon y adquirió la decencia propia de la oligarquía, llena de falsedades, hipocresía, favores reales, compras de bienes suntuosos, apariencias, modales, seducciones para obtener poder, pero jamás pudo alcanzar la posición anhelada ni los ansiados favores de la monarquía. 

¿Qué diferenció a Redmond Barry de Barry Lyndon?
Sin una pierna, sin su pequeño hijo (muerto en un accidente) y sin el apellido de alcurnia, obtenido en la falsedad de un matrimonio por interés, Redmond Barry desanda hacia un destino incierto, luego de haber derrochado la fortuna de los Lyndon en bacanales, apariencias, bagatelas y amores peregrinos. Una miserable pensión de 500 guineas le es otorgada por su hijastro Lord Bullindon (Leon Vitali) para que desaparezca de sus vidas. No bastaron sus astucias de trepador, ni sus habilidades de espadachín, ni sus dotes de Don Juan, ni sus argucias en el juego de azar para detener la caída. Trepó e hizo el equilibrio que pudo, frente a una clase desde cuya decencia y poder, jamás iba a aceptar su pasado plebeyo, ni su naturaleza irlandesa. Si al Barry Lyndon se le fue de las manos lo obtenido, sería interesante preguntarse: ¿Qué perdió el Redmond Barry? La respuesta es la dignidad, el valor supremo de los pueblos, que ningún oligarca podrá alcanzar jamás, por muy decente que se crea.

Aquel muchacho valiente que fue capaz de retar y batirse a duelo por amor frente a un oficial del ejército inglés, que salvó la vida de un teniente mal herido en plena batalla a riesgo de su propia vida, terminó extraviándose en la maraña de una sociedad cuyas relaciones sociales estaban signadas por la crueldad, la falsedad, la explotación y la discriminación. Aprendió de la guerra las malas artes de la simulación y la subordinación; fue impulsado por el mismo poder que lo captura y humilla a engañar y a construir imposturas para sobrevivir. Cuando intentó respirar un aire sincero, a través de la bondadosa fortuna de un hijo, el destino le abofeteó el intento. Como Barry Lyndon, aquel muchacho Redmond Barry, probó la amarga hiel de la decencia oligarca que luego heredaron los trepadores burgueses de hoy en día. No estaban dadas aún las condiciones históricas para que la clase de la que provenía Redmond, trepara los cielos del poder burgués, que a finales de ese mismo siglo XVIII se manifestaron; sin embargo, ya esa nobleza monárquica, decente y decadente, expelía el pútrido olor de la descomposición moral.

Fracasados los Barry Lyndon en todo el mundo, hoy las oligarquías enuncian su decencia como última tabla de salvación. Los pueblos apelan a la dignidad como valor extraordinario, para continuar sus luchas e impedir que vidas orgullosas y dignas forjadas en el pueblo, sean torcidas por obra de la hipocresía y la humillación de las clases hegemónicas. De los pueblos es la dignidad y el destino de la humanidad; de las oligarquías y demás poderes explotadores es la decencia, en los confines de la derrota y el olvido.

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