"Y quiero que me perdonen en este día los muertos de mi felicidad"
Silvio Rodríguez
A
30 años de su siembra
Era
del campo y regresó al campo desde la ciudad a reencontrarse con las
luchas de sus hermanos y hermanas trabajadores que siempre fueron sus luchas. Los
defendió con su palabra, con sus pasos, con sus saberes, con sus
manos, con su sangre. Aquellas esperanzas que se levantaban como
inmensos árboles llenaron su mirada de victorias. Aquellas manos
eran sus manos. Aquellas voces eran sus voces. Aquellas historias
eran su historia. Aquellas vidas eran su vida. Y abrió surcos de
lucha organizada en la memoria de su pueblo.
La
originalidad se hizo práctica en su andadura de guerrero. Estudió
junto a sus camaradas a la gran ciudad de su país pequeño, arriba y
debajo de sus calles insondables se hicieron invencibles luciérnagas.
Y allí fueron a librar una heroicidad como nunca jamás. Las
madrugadas los acompañaron cual hadas sabias mientras buscaban
fuerza en otras luchas de otros pueblos de otras indomables gestas.
El normativo dimensionado para pelear fue una gran norma de muchas
normas cubiertas con el pasamontañas del Abya Yala.
Reinventaron
la sorpresa, la invisibilidad, el mimetismo, la compartimentación.
Paralizaron los planes de la oligarquía: la pusieron a pensar en un
puñado de gente insondable capaz de responder a las afrentas con
espíritu, poesía, dignidad, trincheras y victorias. El imperialismo
se sintió espiado. Le devolvieron huella a huella, el prontuario de
cada uno de sus títeres sangrientos. Por esto lo odiaron a muerte. Dejaron a
la famosa Agencia en cueros. Treparon el cielo sin asaltarlo. Los
pueblos vieron sus hazañas mientras atravesaban las nubes con todo
el saber en sus morrales. Desde
Groenlandia a la Tierra del Fuego se cantaron sus gestas con la
garganta de un antiguo anhelo. El tambor y el laúd africanos
sostenían sus secretos en los sones. En el triunfo que tejía
Indochina contra los halcones del Pentágono, amanecía cada mañana
su mundo del Sur. En Europa se volvió a recordar que un oriental
nunca se rinde. Se hizo gigante el recuerdo del cacique Tupac Amarú.
El imperio hirió tanto a su pueblo hasta lesionar su alegría. No
tardó en transformar la tristeza en democracia ese pueblo.
Te
lo podías encontrar
detrás
de cualquier rencor oligarca en la prensa lacaya que ocultaba su
emblema. En la gran película de Costa Gavras aún lo puedes imaginar. En
esas formas ocultas en que la vida política puede asemejarnos podías
encontrarlo. De brillo y penumbra aún vive en los escritos de
Mario Benedetti. En esos libros con carátula cambiada y cuerpos
rudimentarios fuimos aprendiendo de su grandeza y del Uruguay agredido por el imperio. En el sentido hasta
siempre
con que lo homenajeó su pueblo luego de rendir su vida en la ciudad de Paris el 28 de abril de 1989, desde el Abya Yala expresamos la más digna nostalgia que se puede otorgar a un héroe que
luchó por nuestra felicidad.
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