Turén
es una ciudad que parece más grande de lo que es. Su gente se ve
poquita en las calles para la lenguará de pavimento y casas y
edificios que tiene. Anchura de metrópoli y ordenamiento de pueblo:
afortunadamente. Por estos predios aún se dice con frecuencia
“Pueblo chiquito infierno grande” y sería bueno preguntarse:
¿Entonces, qué será una ciudad más grande de lo que se ve? Tiene
sol de llano Turén y gente llanera. Abundan las bicicletas con sus
conductores y muchas conductoras. Por estos días se va la luz con
frecuencia y las colas para el banco se alargan con nerviosismo.
Quienes pasaron de la puerta de vidrio se salvaron del aguacero que
arreció en segundos y Uno Más que antes de entrar, agarró su
fuerte chaparrón.
Uno
Más llamó la atención desde el principio pues era casi como Turén
porque parecía más viejo de lo que era. Asombró por la agilidad
como se escurrió entre el gentío que murmuraba los temas
preocupantes, nada más acomodarse en las colas. A una mujer le
pareció que la camisa de Uno Más parecía más mojada de lo que se
veía. Otra susurraba que las arrugas del pantalón no eran tantas
como subían cual venas vacías desde el ruedo. Lo que parecía
indudable, sí, fue lo empapado del cabello que sacudió fuertemente
con ambas manos, inclinando la cabeza hasta más abajo de las
rodillas de piernas abiertas; y el encharcamiento de los zapatos, que
una singular modestia hacía parecer menos deteriorados: ¡Turén!
Las
miradas cubrieron de advertencias a Uno Más, cuando se erigió con
un paquete debajo de la axila. “Yo no vivo aquí” -dijo con
velocidad- “vengo del Playón y estoy en la cola desde las cinco de
la mañana”. Hay expresiones sinceras que son inapelables y la
gente más sencilla, las de buen corazón, comprende. Aunque hubo
quienes mantuvieron su expectativa en la suspicacia, la mayoría casi
ayudaba a Uno Más a mostrar su paquete envuelto entre plástico y
periódico. Alguien que jamás falta le cedió el espacio para
facilitar su tarea, pues de notaba que deseaba hacerla con cierta
paciencia. Esos silencios laboriosos que parecen ayudar con una
fuerza desconocida a quienes ejecutan suertes improvisadas en
público, acompañó a Uno Más a descubrir su objeto; ahora
transformado en arrebatadora curiosidad. ¿Una hallaca? ¿Una canilla
de pan? ¿Un bollito? ¿Una panela de papelón? ¿Un cartón de
huevos? El silencio hacía concursar las miradas que se peloteaban la
curiosidad como la bolita ganadora de un bingo. El suspiro general
(porque hasta se contuvo la respiración) hizo soltar algunas risas
sonoras aromadas de respeto, al ver que se trataba de un Libro.
Es
imposible abstraerse de una fuerte atención grupal sin la
imprescindible concentración con la que Uno Más procedió a
envolver el libro de nuevo con una lentitud ceremonial. Un deseo
oculto de protegerlo de cualquier dañina intemperie que atrapó la
solidaridad de todos, hizo que nadie reparara en el nombre ni en el
autor del libro. Aquellas señales siguieron atrapadas en el secreto,
mientras se revelaba un afecto antiguo que cada quien puso en el lado
adecuado de su memoria. Uno Más resguardó su libro en la parte
delantera del pantalón empapado y preguntó: “¿Quién es último
de la cola?
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