Haber
sido pioneros vicarios de la primera televisión comporta una gloria
infantil. En mi casa fuimos la segunda familia en tener un aparato en
todo el Bloque 12. En el apartamento se apostaban algunos chamos que
mi papá dejaba mirar un rato en la noche porque en la otra familia
privilegiada cobraban la entrada a medio
(un cuarto de bolívar).
Mi papá lo hacía de gratis.
Mientras
comenzaban a llegar las series fabulosas, la primera televisión
declinó poco a poco para dar paso a una pantalla menos ingenua que
aún tenía improvisaciones pero era más técnica. Sin embargo
asistíamos a las comiquitas iniciales que eran en inglés; había
que interpretar al Popeye que se tragaba las asquerosas espinacas o
al Super Ratón que siempre derrotaba al Lobo Aceitoso. Hasta que
llegó la primera serie grandiosa.
Fue
una tarde cuando la anunciaron. Nos quedamos paralizados viendo la
promoción como si fuésemos a pasar a otra dimensión. La
conversábamos con pasión sigilosa en el sitio de intercambiar todas
las impresiones de nuestra limitada vida: la escuela. Discutimos cada
incidencia mostrada con detalles que cada quien daba a su mirada. Se
trataba de una familia que fue seleccionada para hacer un viaje
interestelar a través de la galaxia en estado de hibernación. Iba a
ser transmitida todos los martes, entonces no habría martes que no
pasara por nuestros deseos, el estar anticipadamente allí para irse
de aventuras con esta familia. El capitán Robinson, su esposa, la
hija mayor que era la novia del teniente ayudante, la pequeña Penny
(nuestra eterna enamorada) y el Pana Will.
En
el primer capítulo nos enteramos que se había coleado un malvado
científico, sospechoso de ser ayudante de los rusos, llamado el
Doctor Zacarías Smith, quien los despertó a todos, junto a un robot
pedante y oportunista. Todos perdieron el sentido de orientación
para regresar a la tierra. La ocasión estaba montada para pasar todo
el año pegados a la nave espacial Jupiter II. Lo primero que
hacíamos al llegar a la escuela el día miércoles era comentar las
incidencias del capítulo de Perdidos en el Espacio.
Faltando
como dos horas para comenzar el cuarto capítulo mi papá vio algo
extraño en la imagen de la pantalla, mientras miraba el noticiero y
un presentimiento pasó por mi pecho en ese momento. Se le ocurrió
quitar la tapa, dizque para mover los tubos de la imagen (como si
fuese experto) hasta que entre la jorugadera escuchamos un ruido como
cuando echamos aire a una bolsa y la aplastamos: ¡Boom! Menos mal
que fue a él a quien le pasó, parecíamos decirnos mis hermanas y
yo al mirarnos en nuestra tragedia. Carmen, como que eché a
perder el televisor, chica -dijo a mi mamá haciéndose el paisa.
¿Y Perdidos en el Espacio? Preguntó mi hermana Yura casi
llorando.
Se
llevaron el aparato con nuestra serie favorita adentro, para el
apartamento de un señor que vivía en el piso 11 y que a partir de
ese momento se llamaría El Señor que arreglaba televisores.
Se llamaba Carmelo Pizzani y era delgado como un alfiler gigante.
Serio como un farmacéutico, de vestir oscuro (a veces de bata azul)
y rara sonrisa tétrica. Parecía (porque usaba lentes) más que un
técnico de arreglar televisores, un médico de curar enfermedades
pulmonares porque nosotros nos llenábamos de toses y carrasperas
cuando lo veíamos: tal vez por los nervios.
Desde
ese día, su camioneta verde modelo ranchera que tenía un aviso de
Se arregla televisores se convirtió en el objeto de nuestras
oraciones. Cada vez que lo veíamos nos quedábamos fijamente para
ver si nos decía: Sí muchachos, ya les arregle el televisor,
pero nada. Pasaba como si no tuviese el televisor en su taller, con
nuestro programa favorito dentro.
Mi
mamá no aceptó jamás que fuésemos a mirar nuestra serie
predilecta en casa de algún vecino de los que ya habían adquirido
la novedad. Como si en otros televisores se viera peor o fuese otra
serie.
Lo
peor era en la escuela. Nos transformamos en los leprosos que no
podían ver Perdidos en el Espacio. Casi nadie nos hablaba y
quienes lo hacían era por compasión. Formamos un grupo de
marginados, desadaptados porque hasta los maestros dedicaban su
tiempo para comentar el capitulo del martes con la clase y yo
liquidado. Decidimos resignarnos y hacernos los sordos.
Una
tarde vimos que el señor que arreglaba televisores detuvo su
camioneta en el lugar de siempre y se dirigió a la parte trasera,
donde, para nuestra sorpresa, vimos cómo bajó nuestra televisión
con nuestra serie favorita adentro. Fue a nuestro apartamento con
cara de dirigente político y realizó todo el ritual que debe seguir
un señor que arregla televisores para demostrar que arregló nuestro
aparato. Mi mamá le dio su cafecito y una loncha de ponquicito que
tenia escondido de nuestras voracidad. Luego de un rodeo que dio
alrededor de nuestra serie favorita, que aún se hallaba escondida
dentro del televisor, dio unos toques aquí, unos desenrosques allá,
unos soplidos por acullá y dirigió sus dedos al encendedor. Huelga
decir que teníamos los dedos adoloridos de tanto cruce. Y el bicho
prendió. La mirada terrible de mi mamá impidió que saltáramos de
alegría.
Después
de que el señor que arreglaba televisores se marchó, nos
quedamos mirando nuestro aparato que tenía escondida a nuestra serie
favorita dentro. A cada instante temíamos lo peor. ¿Quién lo
apagará cuando nos vayamos a dormir, mama? Preguntó mi
hermanan Zuli como con susto. Será tu papá, respondió mi
mamá desde el balcón donde colgaba una ropa en el tendedero.
Corrimos
hacia la pantalla con oculta alegría al recordar que era día
martes.
Yo no veía esa serie porque no me llamaba la atención. Veía si, El Zorro, Los Agentes Fantasmas y el Super Agente 86.
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