martes, 14 de mayo de 2019

EL DIA EN QUE MI PAPA ECHO A PERDER EL TELEVISOR



Haber sido pioneros vicarios de la primera televisión comporta una gloria infantil. En mi casa fuimos la segunda familia en tener un aparato en todo el Bloque 12. En el apartamento se apostaban algunos chamos que mi papá dejaba mirar un rato en la noche porque en la otra familia privilegiada cobraban la entrada a medio (un cuarto de bolívar). Mi papá lo hacía de gratis. 
 

Mientras comenzaban a llegar las series fabulosas, la primera televisión declinó poco a poco para dar paso a una pantalla menos ingenua que aún tenía improvisaciones pero era más técnica. Sin embargo asistíamos a las comiquitas iniciales que eran en inglés; había que interpretar al Popeye que se tragaba las asquerosas espinacas o al Super Ratón que siempre derrotaba al Lobo Aceitoso. Hasta que llegó la primera serie grandiosa. 

Fue una tarde cuando la anunciaron. Nos quedamos paralizados viendo la promoción como si fuésemos a pasar a otra dimensión. La conversábamos con pasión sigilosa en el sitio de intercambiar todas las impresiones de nuestra limitada vida: la escuela. Discutimos cada incidencia mostrada con detalles que cada quien daba a su mirada. Se trataba de una familia que fue seleccionada para hacer un viaje interestelar a través de la galaxia en estado de hibernación. Iba a ser transmitida todos los martes, entonces no habría martes que no pasara por nuestros deseos, el estar anticipadamente allí para irse de aventuras con esta familia. El capitán Robinson, su esposa, la hija mayor que era la novia del teniente ayudante, la pequeña Penny (nuestra eterna enamorada) y el Pana Will. 
 

En el primer capítulo nos enteramos que se había coleado un malvado científico, sospechoso de ser ayudante de los rusos, llamado el Doctor Zacarías Smith, quien los despertó a todos, junto a un robot pedante y oportunista. Todos perdieron el sentido de orientación para regresar a la tierra. La ocasión estaba montada para pasar todo el año pegados a la nave espacial Jupiter II. Lo primero que hacíamos al llegar a la escuela el día miércoles era comentar las incidencias del capítulo de Perdidos en el Espacio.


Faltando como dos horas para comenzar el cuarto capítulo mi papá vio algo extraño en la imagen de la pantalla, mientras miraba el noticiero y un presentimiento pasó por mi pecho en ese momento. Se le ocurrió quitar la tapa, dizque para mover los tubos de la imagen (como si fuese experto) hasta que entre la jorugadera escuchamos un ruido como cuando echamos aire a una bolsa y la aplastamos: ¡Boom! Menos mal que fue a él a quien le pasó, parecíamos decirnos mis hermanas y yo al mirarnos en nuestra tragedia. Carmen, como que eché a perder el televisor, chica -dijo a mi mamá haciéndose el paisa. ¿Y Perdidos en el Espacio? Preguntó mi hermana Yura casi llorando.


Se llevaron el aparato con nuestra serie favorita adentro, para el apartamento de un señor que vivía en el piso 11 y que a partir de ese momento se llamaría El Señor que arreglaba televisores. Se llamaba Carmelo Pizzani y era delgado como un alfiler gigante. Serio como un farmacéutico, de vestir oscuro (a veces de bata azul) y rara sonrisa tétrica. Parecía (porque usaba lentes) más que un técnico de arreglar televisores, un médico de curar enfermedades pulmonares porque nosotros nos llenábamos de toses y carrasperas cuando lo veíamos: tal vez por los nervios. 
 

Desde ese día, su camioneta verde modelo ranchera que tenía un aviso de Se arregla televisores se convirtió en el objeto de nuestras oraciones. Cada vez que lo veíamos nos quedábamos fijamente para ver si nos decía: Sí muchachos, ya les arregle el televisor, pero nada. Pasaba como si no tuviese el televisor en su taller, con nuestro programa favorito dentro.


Mi mamá no aceptó jamás que fuésemos a mirar nuestra serie predilecta en casa de algún vecino de los que ya habían adquirido la novedad. Como si en otros televisores se viera peor o fuese otra serie.


Lo peor era en la escuela. Nos transformamos en los leprosos que no podían ver Perdidos en el Espacio. Casi nadie nos hablaba y quienes lo hacían era por compasión. Formamos un grupo de marginados, desadaptados porque hasta los maestros dedicaban su tiempo para comentar el capitulo del martes con la clase y yo liquidado. Decidimos resignarnos y hacernos los sordos.


Una tarde vimos que el señor que arreglaba televisores detuvo su camioneta en el lugar de siempre y se dirigió a la parte trasera, donde, para nuestra sorpresa, vimos cómo bajó nuestra televisión con nuestra serie favorita adentro. Fue a nuestro apartamento con cara de dirigente político y realizó todo el ritual que debe seguir un señor que arregla televisores para demostrar que arregló nuestro aparato. Mi mamá le dio su cafecito y una loncha de ponquicito que tenia escondido de nuestras voracidad. Luego de un rodeo que dio alrededor de nuestra serie favorita, que aún se hallaba escondida dentro del televisor, dio unos toques aquí, unos desenrosques allá, unos soplidos por acullá y dirigió sus dedos al encendedor. Huelga decir que teníamos los dedos adoloridos de tanto cruce. Y el bicho prendió. La mirada terrible de mi mamá impidió que saltáramos de alegría.


Después de que el señor que arreglaba televisores se marchó, nos quedamos mirando nuestro aparato que tenía escondida a nuestra serie favorita dentro. A cada instante temíamos lo peor. ¿Quién lo apagará cuando nos vayamos a dormir, mama? Preguntó mi hermanan Zuli como con susto. Será tu papá, respondió mi mamá desde el balcón donde colgaba una ropa en el tendedero. 
 

Corrimos hacia la pantalla con oculta alegría al recordar que era día martes.

1 comentario:

  1. Yo no veía esa serie porque no me llamaba la atención. Veía si, El Zorro, Los Agentes Fantasmas y el Super Agente 86.

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