Quienes
vivieron la Revolución Cubana en la década de los años 50 del
siglo XX con apasionamiento social y humanidad profunda, estaban
asistiendo a un acontecimiento que cambiaba la historia de una Patria
de nuestro Continente y de la Pachamama en toda su extensión.
Siguieron el día a día de una epopeya agigantada en la medida en
que se realizaba. Lograron atrapar el sabor de las victorias en las
venas abiertas de lo real, acontecido en el teletipo de lo inmediato,
en cambio, quienes llegamos después, nos formamos en la leyenda, en
el encanto de las narrativas que se erigieron luego de las primeras
hazañas, de las subjetividades que transitaron de los corazones a
las voces de los pueblos. Obtuvimos la epopeya de las vivas anécdotas
de los militantes, de la afición instantánea de los adeptos, de la
devoción de los románticos, de la seducción juglaresca de los
cantores, de las noticias periodísticas, del guiño hacendoso de los
investigadores y de toda la inmensa bibliografía que se
materializaba en libros, revistas y en lo que se lograba filtrar de
los medios audiovisuales. Así fuimos configurando la extensión de
una dignidad que luego de 60 años continúa incólume, ofreciendo
los frutos de sus aprendizajes, bondades y lecciones.
A
Cuba, desde su Revolución, se le puede visualizar desde cualesquiera
de sus fascinantes evidencias y percibir la maravilla que deja el
testimonio, la hermenéutica del acontecer, lo imperecedero de la
vida en la cotidianidad, esos logros sociales indiscutibles. Desde la
trascendencia de su líder fundamental, el ya legendario comandante
Fidel Castro, pasando por ese aprendizaje ejemplarizante y
contundente que nos han dejado como herencia, líderes de la estatura
moral del comandante Che Guevara, hasta recorrer el camino de
resistencia de su pueblo y contemplar la gama de dimensiones que nos
hablan del por qué Cuba sigue allí parada firme, frente a un
imperio que no ha cesado en atacarla, que no ha levantado un segundo
de tiempo el bloqueo genocida e infame, y sin embargo constatar que
su demostración de autodeterminación, su destino irrevocablemente
independiente, su entereza ante el mundo, de dignidad Abya Yala es
intachable.
La
complejidad o sencillez de un libro nos pueden servir para pasearnos
por ese antecedente de igual fascinación que dio como resultado que
un proceso tan inédito para su época, fuese desplegando su hacer y
sus perfiles combatientes de manera tan avasallante, tan increíble,
tan imposible, hasta demoler a un ejército bien apertrechado por el
imperio, llegar hasta la conciencia del mundo y hacerse la voz de los
pueblos en la incorporación de su propio pueblo. Sabemos tanto del
poder de los libros, como del por qué las hegemonías los persiguen
y los queman; y de cómo los pueblos, en justa organicidad, los
preservan hasta con sus vidas. Así el pueblo cubano ha preservado
con celo supremo, amoroso, el libro La Edad de Oro del poeta y
apóstol José Martí. Echando una mirada a la Revolución Cubana
como literatura, como narrativa, como acontecimiento interpretativo
de lo popular, nos encontramos con que en cada fluir de aquel
movimiento que tomó el Cuartel Moncada el 26 de julio de 1953 y
materializó una revolución, anduvo como duende activo y protector
este libro estupendo que su autor dedicó, no sólo a los niños y
niñas de Cuba sino a los de nuestro Abya Yala. Sus hermosas letras,
sensibles temas, conmovedoras estéticas anduvieron como un miliciano
especial en el palpitar de cada combatiente.
Una
de las grandes virtudes del poeta en La Edad de Oro es el alto
concepto que tiene de la niñez. Mientras no pocos autores,
escritores e intelectuales del mundo subestiman la inteligencia
infantil o la tienen en un estadio tan esquemático que termina
minusvalorada en sus posibilidades, Martí tenía a la infancia en
alta estima intelectual. Uno lee de cerca este libro (que en el
proyecto originario ha sido una revista) y se da cuenta de cómo se
trata de un libro sabio para sabios (en la consideración de que los
niños y las niñas son sabios en potencia) esto lo demuestra en el
lenguaje utilizado con tanta cercanía y sencillez, sin mezquidad ni
mingoneo en ningún momento al conocimiento. Martí desencadena sus
temas con un decir interesante, en el sentido de hablar con
interés, de interesar a sus lectores y lectoras cautivos que son los
niños y las niñas en avidez por atrapar la realidad. La Edad de Oro
hace sentir a niños y niñas como seres importantes, vitales frente
al conocimiento. Además de la belleza lingüística habitual en su
escritura, nos presenta una deliberada utilización del lenguaje para
atraer a esa edad hacia lectoescrituralidades poseídas de una
original belleza. La magia martiana es muy poderosa ante lectores de
cualquier edad y la conmoción provocada por La Edad de Oro
en niños y niñas es de un poder espiritual perenne. Además, el
libro comporta un llamado permanente a leer, a apoderarse de los
bienes del conocimiento, de las armas cargadas con la razón, del
bastimento onírico habido en la poesía. Este llamado hace del libro
La Edad de Oro el
lugar por excelencia de la
niñez de nuestra
Patria Grande.
Muchos
editores habrán soñado con repetir el efecto cultural de La
Edad de Oro y tal vez hayan
obtenido algunos frutos,
aunque donde la influencia
ha sido más
provechosa
y fecunda
para la libertad de los
pueblos es
en el
terreno de lo
político.
Históricamente
jamás se había realizado en todo el Abya Yala una defensa del
Libertador Simón Bolívar poseída
de tanta ternura,
literariamente hablando,
que en la
expresada en el texto Tres Héroes.
Es imborrable para quienes
leímos en nuestra juventud aquel texto donde
Bolívar es
una familiaridad intensa,
cercana
y
se le define de forma
ingeniosa
como
Padre de la Patria. Y
si miramos
esa metáfora que emana de la
presencia del sol como
esplendorosa dicotomía
social tan acertada entre las
manchas y la luz, el ejemplo
deja de ser ordinario para
transformarse en excepcional.
Similar
nicho verbal encontramos en
la definición que el
político maestro, el docente
filósofo hace del
decoro, tomada
por el Fidel abogado,
combatiente, retenido por la tiranía, para
citarlo
en su célebre defensa La Historia me Absolverá,
y así
dejar constancia
del perfil de lucha que
en ese momento se estaba labrando en los combates del porvenir. Es
el mismo decoro que hayamos en los
tripulantes del buque Gramma:
heroico estandarte libertario
atravesando
los mares del Caribe;
el mismo decoro del Guevara
guerrillero
cuando recibe
el grado de Comandante en plena Sierra Maestra para
llevarlo como triunfo de los pueblos del mundo;
el mismo decoro del triunfo
revolucionario en La Habana
convertida en ciudad heroína
del mundo, contado por
nuestros
abuelos comunistas con la admiración merecida para quienes
aprendieron a leer el mundo en
el poder poético de un
apóstol pueblo, de un poeta
guerrillero como
Martí.
Y
por allí continúa el libro,
sencillo, subversivo,
decoroso, entre librería y
brazos, entre amores y
confidencias mostrando las
maravillas de una generación
de jóvenes eternos,
conocedores y conocedoras de
la historia del mundo a través de una letra sabia
que apostó a la infancia con
la fe en su inagotable tesoro
y la confianza de que si
las cosas son genuinas serán
retribuidas
con las mismas virtudes, con
iguales estandartes.
Nos viene a la memoria, entre
la infinidad de anécdotas que nos llegaron de Cuba en
estos 60 años de dignidad a
toda prueba, el
momento en que a Fidel,
prisionero de los esbirros, le
fue preguntado por el líder
del asalto al Cuartel Moncada y respondió con
firmeza: “¡José
Martí!”.
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