miércoles, 28 de agosto de 2019

LOS TEQUES TUYERO


El que canta ora dos veces.
San Juan de la Cruz


No nos cansamos de repetir aquello que nos dijo el periodista Aníbal Nazoa: Si quieres seguir la pista de los pueblos, sigue su pista de baile. Y esa pista seguimos el sábado 24 de agosto buscando el estupendo género de los muchos que emanan de esta tierra musical, donde se siembran ritmos y se cosechan melodías. Quien no ha escuchado un golpe tuyero se ha perdido la expresión más progresiva de la música venezolana. Como en todo sarao de pueblo fue llegando la gente a las gradas del escenario de ese oasis vegetal llamado Villa Teola. Un gentío que fue creciendo con la alegría y la expectativa de ver a los golperos y abrazar a la cantora Ana Oropeza (la homenajeada) hacía impulso vivo a la participación.

Oír piezas de golpe tuyero es evocar otras culturas y géneros musicales que toman calle, asumen espacios abiertos, abren las puertas de clubes, asaltan patios de casas de familia con el deseo de gozar (¡por sobre todas las cosas!) y secretamente perpetuar una expresión cultural que, como decía el Che Guevara del pueblo: “lo tiene todo”. Tiene el encuentro que convoca a la paz con entusiasmo, a la esperanza activa que reúne, que congrega, que comparte, que emancipa. Tiene la emotividad de la política popular que reconoce y es reconocida; que es solidaria con quienes la convocan y sienten esa convocatoria como un deber para la satisfacción, para el placer de estar juntos, para el asombro de la creatividad donde se agigantan los sentimientos. Tiene la espiritualidad perteneciente a esa ritualidad caótica que empodera a las almas con la pura fuerza del enamoramiento a la cosa cotidiana, al punto de todos los días, a la pista que se encuentra en la sonrisa, el saludo, el abrazo, el beso, el entusiasmo; caos que sirve para ordenar la alegría.

¡Y tiene de arte! Tiene del arte del pueblo que nace de las cenizas que deja el esfuerzo por vivir. Tiene de esa heurística capaz de colocarnos a la vista un zapateo, un giro, un griterío; también tiene el arranque del bordón del arpa que es como la imbatible corneta de una artillería que se sabe vencedora; igual tiene el bisbiseo poderoso que como canto de hormigas describen las maracas en el aire de la pista, para dirigir la danza arrogante domadora de las vistas y los deseos; tiene, lo mismo la voz cósmica que abarca todo y que comprende desde el peso de la lavadora hasta la cobija que estuvo como sobrecama del acto de amor, que el árbol del campo, cuyo vaivén en el viento evoca el crispar de una pareja cuando el cantante se emberrincha como diablo corcobeando, por el codeado de los brazos al golpe del tornar a la quietud por la jodedera, para que las parejas cojan fuerza, resuello, timbre, porque la más fabulosa improvisación no les dará cuartel. Entonces la envidia de Federico Nietzsche, como embrujo cavernoso, se apodera del final entre millones de aplausos.

Cuando la maestra Ana tomó la palabra, habló la educadora. ¡Qué mujer! -decimos- ¡Qué pueblo hecho mujer! Sobreponiéndose a la adversidad y con el ave del buen augurio en los labios nos removió secretas lágrimas: las mismas que se atesoran en el cofre de la ternura para honrar los esfuerzos de los que la tienen cuesta arriba. ¡Cantó! ¡Y qué canto, señores! -para decirlo como mediadores frente al micrófono del acto. Nos dejó esa sensación de lo interminable, de lo infinito que nos llevamos a la casa para degustarlo con el sosiego, para sorberlo como el refresco de dormirnos seguros de haber tocado el ser pueblo desde la tierra, para noctambularlo con el maullar de unos gatos que anuncian victorias. Mirándonos en la desnudez de nuestra algarabía, más de una vez vimos al cacique Guaicaipuro danzando con Urquía entre parejas desenfrenadas; en el escenario aguaitamos al General Miranda sin su casaca de militar, sudando al seguir con su flauta el bochinche de los arpistas. Desde la colina, Michelena nos pintaba con la sonrisa que el pueblo imagina a los santos.

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