El que canta ora dos veces.
San Juan de la Cruz
No
nos cansamos de repetir aquello que nos dijo el periodista Aníbal
Nazoa: Si quieres seguir la pista de los pueblos, sigue su pista
de baile. Y esa pista seguimos el sábado 24 de agosto buscando el
estupendo género de los muchos que emanan de esta tierra musical,
donde se siembran ritmos y se cosechan melodías. Quien no ha
escuchado un golpe tuyero se ha perdido la expresión más progresiva
de la música venezolana. Como en todo sarao de pueblo fue llegando
la gente a las gradas del escenario de ese oasis vegetal llamado Villa
Teola. Un gentío que fue creciendo con la alegría y la expectativa
de ver a los golperos y abrazar a la cantora Ana Oropeza (la
homenajeada) hacía impulso vivo a la participación.
Oír
piezas de golpe tuyero es evocar otras culturas y
géneros musicales que toman calle, asumen espacios abiertos, abren
las puertas de clubes, asaltan patios de casas de familia con el
deseo de gozar (¡por sobre todas las cosas!) y secretamente
perpetuar una expresión cultural que, como decía el Che Guevara del
pueblo: “lo tiene todo”. Tiene el encuentro que convoca a la paz
con entusiasmo, a la esperanza activa que reúne, que congrega, que
comparte, que emancipa. Tiene la emotividad de la política popular
que reconoce y es reconocida; que es solidaria con quienes la
convocan y sienten esa convocatoria como un deber para la
satisfacción, para el placer de estar juntos, para el asombro de la
creatividad donde se agigantan los sentimientos. Tiene la
espiritualidad perteneciente a esa ritualidad caótica que empodera a
las almas con la pura fuerza del enamoramiento a la cosa cotidiana,
al punto de todos los días, a la pista que se encuentra en la
sonrisa, el saludo, el abrazo, el beso, el entusiasmo; caos que sirve
para ordenar la alegría.
¡Y
tiene de arte! Tiene del arte del pueblo que nace de las cenizas que
deja el esfuerzo por vivir. Tiene de esa heurística capaz de
colocarnos a la vista un zapateo, un giro, un griterío; también
tiene el arranque del bordón del arpa que es como la imbatible
corneta de una artillería que se sabe vencedora; igual tiene el
bisbiseo poderoso que como canto de hormigas describen las maracas en
el aire de la pista, para dirigir la danza arrogante domadora de las
vistas y los deseos; tiene, lo mismo la voz cósmica que abarca todo y
que comprende desde el peso de la lavadora hasta la cobija que estuvo
como sobrecama del acto de amor, que el árbol del campo, cuyo vaivén
en el viento evoca el crispar de una pareja cuando el cantante se
emberrincha como diablo corcobeando, por el codeado de los brazos al
golpe del tornar a la quietud por la jodedera, para que las parejas
cojan fuerza, resuello, timbre, porque la más fabulosa improvisación
no les dará cuartel. Entonces la envidia de Federico Nietzsche, como
embrujo cavernoso, se apodera del final entre millones de aplausos.
Cuando
la maestra Ana tomó la palabra, habló la educadora. ¡Qué mujer!
-decimos- ¡Qué pueblo hecho mujer! Sobreponiéndose a la adversidad
y con el ave del buen augurio en los labios nos removió secretas
lágrimas: las mismas que se atesoran en el cofre de la ternura para
honrar los esfuerzos de los que la tienen cuesta arriba. ¡Cantó! ¡Y
qué canto, señores! -para decirlo como mediadores frente al
micrófono del acto. Nos dejó esa sensación de lo interminable, de
lo infinito que nos llevamos a la casa para degustarlo con el
sosiego, para sorberlo como el refresco de dormirnos
seguros de haber tocado el ser pueblo desde la tierra, para
noctambularlo con el maullar de unos gatos que anuncian victorias.
Mirándonos en la desnudez de nuestra algarabía, más de una vez
vimos al cacique Guaicaipuro danzando con Urquía entre parejas
desenfrenadas; en el escenario aguaitamos al General Miranda sin su
casaca de militar, sudando al seguir con su flauta el bochinche de
los arpistas. Desde la colina, Michelena nos pintaba con la sonrisa
que el pueblo imagina a los santos.
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